En
octubre de 1985 publiqué un artículo sobre la muerte y la figura
de Juan Pablo I en la revista de información religiosa Vida Nueva. El
artículo salió a la calle el día 4, séptimo aniversario
del entierro. Poco después, el 24 de noviembre, comenzaba en Roma la
celebración del Sínodo extraordinario de los obispos, destinado
a hacer balance de los veinte años de posconcilio.
Dejé escrito entonces: "La muerte de Juan Pablo I y su significado
es algo que no debe olvidarse, a la hora de hacer examen del momento presente
de la Iglesia. Todo lo que en su día se quiso enterrar con su cuerpo,
está apareciendo de diversas formas ante la conciencia de la Iglesia
y del mundo. Los padres sinodales deberían, valientemente, tenerlo
en cuenta, porque está en juego la relación de la Iglesia
consigo misma, con el mundo y, por supuesto, con Dios" (1).
Era de suponer que, por los cauces habituales, el artículo llegara
a muchos padres sinodales. No obstante, se lo envié‚ mediante personas
de confianza a dos cardenales. Uno de ellos vive en Roma. El otro es el
cardenal Hume, de Londres, arzobispo de Westminster. Atentamente, el secretario
de Hume recogió en propia mano el envío.
No hace falta decir que, por diversos motivos, he seguido con viva
atención las incidencias del tema. Pues bien, en el verano de 1988
la revista, de Comunión y Liberación, anunciaba la aparición
de un libro sobre Juan Pablo I. Decía lo siguiente:
"El pasado diciembre un periodista inglés llamaba a la puerta
del Vaticano para presentar una petición que podríamos definir
descarada: escribir un libro sobre el 'misterio' de la muerte de Juan Pablo
I" (2).
El periodista en cuestión es John Cornwell. Nacido en Londres,
casado y con dos hijos, vive en Northamptonshire (Inglaterra). Fue seminarista
durante siete años. Después, durante más de veinte,
ha sido agnóstico. Periodista y también novelista, ha sido
durante doce años jefe de corresponsales del diario inglés
The Observer.
Ahora bien, ¿Qué credenciales acreditaban al periodista?
Cornwell lo había previsto todo: "Había llegado a Roma
con una carta de presentación del cardenal inglés Basil Hume.
El Vaticano otorgó su placet a Cornwell, quien sólo prometió
narrar con escrúpulo e imparcialidad el resultado de sus investigaciones"
(3).
El libro se titula Un ladrón en la noche y ha sido publicado
en Londres, a finales de mayo. Sorprende que el autor no diga nada de la
mediación del cardenal Hume. Dice que en 1987 estaba embarcado en
el estudio de fenómenos "sobrenaturales" y que en el mes de octubre
buscaba respuestas oficiales de la Iglesia sobre las apariciones de Medjugorie
(Yugoslavia): "Fue así con éste trasfondo como repentina
y sorprendentemente fui animado por el Vaticano a considerar un proyecto
completamente diferente: la verdadera historia de la muerte de Juan Pablo
I" (4).
El arzobispo John Foley, presidente de la Comisión de Medios
de Comunicación Social, le dijo a Cornwell: "Estoy seguro, si un
periodista de buena fe intentara escribir la verdad de esa noche, yo podría
abrirle las puertas del Vaticano" (5). Por su parte, el rector del Colegio
Inglés de Roma, monseñor Kennedy, le dió toda clase
de facilidades. Dice Cornwell en el prefacio del libro: "El Vaticano esperaba
que yo probara que Juan Pablo I no había sido envenenado por uno
de ellos. Pero como he intentado verificar a través de una serie
de intrigantes y, frecuentemente, frustrantes encuentros, tanto dentro
como fuera del Vaticano, la evidencia me fue llevando a una conclusión
que me ha parecido más vergonzosa y más trágica que
cualquiera de las teorías de conspiración propuestas hasta
la fecha" (6).
Pero volvamos la vista atrás. Cuando murió Albino Luciani,
Papa Juan Pablo I - en 1978, al mes de su elección - quedaron sin
adecuada respuesta interrogantes tan elementales como éstos: ¿De
qué murió Juan Pablo I? ¿Cuál fue realmente
su figura? Con frecuencia ambas cuestiones aparecen relacionadas.
Así se ha llegado a decir: "fue un pobre hombre que murió
aplastado por el peso del papado". Más aún, como dice ahora
Cornwell: "se dejó morir por no sentirse capacitado para ser Papa".
Y al contrario, como decimos muchos: "fue mártir de la purificación
y renovación de la Iglesia".
La divergencia es obvia, radical, fundamental. David Yallop, tras casi
tres años de investigación, dice en su libro titulado En
nombre de Dios (1984) que las circunstancias precisas en relación
con el descubrimiento del cuerpo de Juan Pablo I "demuestran con bastante
elocuencia que el Vaticano perpetró un encubrimiento". El Vaticano
dijo una mentira tras otra: "Mentiras sobre pequeñas cosas y mentiras
sobre grandes cosas. Todas estas mentiras no tenían sino un único
propósito: disfrazar el hecho de que Albino Luciani, el Papa Juan
Pablo I, murió asesinado". El Papa Luciani "recibió la palma
del martirio por sus creencias" (7).
Regina Kummer, que durante años ha estudiado la biografía
de Juan Pablo I, se interesa poco por la causa de la muerte: el Papa murió
"porque Dios lo quiso así". Dice también: "¿de qué
nos sirve saber si el Papa Luciani murió de un infarto o de una
embolia?". La autora entiende que la hipótesis de un envenenamiento
no merece ni la más mínima consideración. El Papa
Luciani fue un signo del Señor, un testigo de su amor, un santo
cuya figura ha conducido a la propia autora de la Iglesia protestante a
la Iglesia católica (8).
John Cornwell, cuya investigación ha durado aproximadamente
un año, afirma que Juan Pablo I no murió de un ataque al
corazón, sino de embolia pulmonar. El Papa se habría
dejado morir al abandonar su tratamiento y al impedir que llamaran a un
médico el día que se sintió mal: "Cual es la
línea que divide el 'abandonarse', suicidio por deliberada negligencia,
y la 'resignación' o el 'abandono' en sentido religioso, cuando
una persona cree que la voluntad de Dios es que muera y abraza ansiosamente
esta perspectiva?". Dice también: "El necesitaba descanso y una
rigurosa medicación. Si hubiera tenido esa atención, es casi
cierto que habría sobrevivido.
Las señales de una enfermedad mortal eran claras y visibles
para todos, pero fueron ignoradas. Poco o nada se hizo para ayudarle o
salvarle" (9). Para muchos eclesiásticos, no hay problema: murió
de muerte natural. La teoría del asesinato es una fantasía
absurda; se manejan datos sueltos, que no tienen relación entre
sí; en el fondo, todo se reduce a esto: "no todos los reflejos funcionaron
en esos trágicos momentos de forma perfecta y se cometieron algunos
errores. Errores que han sido explotados sin la más mínima
consideración" (10).
Como veremos, los errores abundan. Ahí está la afirmación
del cardenal Oddi, que con Samor‚ asistió a Villot durante
el período de sede vacante: "El Sagrado Colegio cardenalicio no
tomar mínimamente en examen la eventualidad de una investigación
y no aceptar el menor control por parte de nadie y, es más,
ni siquiera se tratar de la cuestión en el colegio de cardenales"
(11). Según esto, escaso margen de opción le quedaba al Sacro
Colegio y está de sobra la afirmación de Nicolini, que durante
varios años ha sido vicedirector de la sala de prensa del Vaticano:
"El Sacro Colegio no ordenó la autopsia, porque la consideró
superflua, no habiendo duda alguna sobre las causas naturales de la muerte
del Papa Luciani" (12).
Por el contrario, un biógrafo del Papa Luciani, cuyo nombre
no doy por motivos obvios, me dijo a propósito del artículo
sobre la muerte de Juan Pablo I: "Estoy totalmente de acuerdo. No se puede
decir, pero se lo han cargado". Como veremos después, la revista
que publicó el artículo se vio forzada a publicar una descalificación
global del mismo. Y en el Secretariado Nacional de Catequesis, donde yo
era responsable de catequesis de adultos, se me vino a decir: "Ni una palabra
más". Además, consta por diversas fuentes que sor Vincenza,
la religiosa que descubrió el cadáver de Juan Pablo I, fue
intimidada en la Secretaría de Estado a no decir nada: "pero el
mundo debe conocer la verdad", dijo sor Vincenza a una fuente autorizada
que me lo ha comunicado personalmente. Por su parte, monseñor Bortignon,
antiguo obispo de Belluno y de Padua, que acudió al Vaticano a instancias
de Juan Pablo I, no reveló nada del encuentro: "son cosas que llevar‚
conmigo a la tumba" (13). En el libro de Cornwell, hablan (¡por fin!)
sobre el tema personas que durante años han observado un riguroso
silencio. Es lo mejor del libro. Lo peor es que consuma la mayor distorsión
de la figura de Juan Pablo I. Diversas personalidades - principalmente
vaticanas - se explican al respecto. Otros, sin embargo, callan.
Monseñor Noé que fue maestro de ceremonias, y el que fue secretario
del cardenal Villot se evaden como pueden. Otros se refugian en el anonimato.
¿Qué significa éste estado de cosas dentro de
la Iglesia? ¿Acaso se puede conjugar con las palabras de Cristo
que dijo: La verdad os hará libres? (14).
Mientras tanto, según una encuesta reciente, el 30 por ciento
de los italianos está convencido de que Juan Pablo I murió
asesinado. Más de quince millones de personas! (15).
El problema está ahí y se puede resolver, no encubriendo
ni reprimiendo el asunto, sino intentando de corazón comprender.
Es cierto el refrán: no hay peor sordo que el que no quiere oir
ni peor ciego que el que no quiere ver. Datos, indicios y signos abundan
por doquier. Y estaría justificada una investigación judicial
en cualquier Estado de Derecho.
Con ello, hay que decirlo, no se ataca a la Iglesia. Al contrario,
se la defiende según aquello que está escrito: el celo de
tu casa me consume (16).
La clave evangélica es la purificación del templo,
que casa de oración y no debe convertirse en un mercado ni en cueva
de bandidos. Evidentemente, lo que está en juego es muy grave: ¿Dónde
ha habido más negocios? ¿En el mercado vaticano o en el viejo
templo denunciado por Jesús? ¿No son demasiadas las muertes
que han acompañado a esos negocios? ¿Se le ha hurtado a la
Iglesia y al mundo la causa de la muerte de Juan Pablo I? ¿Se ha
distorsionado su figura?
Si no se responde adecuadamente a estos interrogantes, la nueva evangelización
quedar desacreditada. En muchos casos, ser una desgraciada
comedia. está en juego la relación de la Iglesia consigo
misma, con el mundo y, por supuesto, con Dios. Además, la gente
que espera la luz del evangelio no está dispuesta a comulgar con
piedras de molino. Como sucedió en la Iglesia naciente, hay tensiones
que son inevitables. Así, en la carta a los G latas, en el mismo
capítulo, se habla de la mano que se le tiende a Pablo "en señal
de comunión" y de la "reprensión" que el apóstol de
los gentiles le hace a Pedro (17).
Es verdad que Juan Pablo II, ya en la primera reunión plenaria
del Colegio Cardenalicio (6-XI-1979), anunciaba un planteamiento nuevo
de las finanzas vaticanas: "El sacro colegio tiene el derecho y el deber
de conocer exactamente el actual estado de la cuestión". También
es cierto que desde 1981 (quizá con riesgo de la propia vida:
cuestión de conexiones y repercusiones), ha promovido paulatinamente
la reforma del Instituto para las Obras de Religión (IOR), llamado
también Banco del Vaticano. El resultado es una nueva estructura
del mismo, "más colegial y sometida a varios controles, de forma
que resulten imposibles algunas operaciones que en el pasado comprometieron
la credibilidad de la Santa Sede" (18).
Además, la aparición del libro de Cornwell manifiesta
una actitud, de mayor transparencia, por parte del Vaticano. Sin embargo,
Cornwell distorsiona gravemente la figura de Juan Pablo I. Es de suponer
que ni Juan Pablo II ni el cardenal Hume estén de acuerdo con semejante
distorsión.
En resumen, se advierten algunos cambios por parte del Vaticano, pero
no bastan. Aún subsisten responsabilidades muy graves, que hay que
afrontar, si se quiere proceder con rectitud, según la verdad del
evangelio. Una personalidad relevante y significativa me escribía
lo siguiente en noviembre de 1985: "Hasta ahora ninguno de los que saben
ha sentido el deber de hablar y decir finalmente la verdad.
Las sombras y las sospechas van creciendo cada día. Quizá
el Papa Wojtyla podría tomar la iniciativa de una clarificación
que diese al mundo la paz sobre la persona de Luciani. No se podrá
esconder indefinidamente la verdad" (19).
En cualquier caso, con muchos creyentes, grupos y comunidades, nos
remitimos ya desde ahora a ese tribunal, donde se juzga el verdadero sentido
de la historia y donde, como dice el Señor, se pedirá
cuenta (20).
Albino Luciani nace en Forno di Canale (hoy Canale d'Agordo),
en la provincia italiana de Belluno, cerca de la frontera austríaca,
el 17 de octubre de 1912. Sus padres, Giovanni y Bortola, son humildes trabajadores,
que durante años han conocido el duro mundo de la emigración.
Son seis hermanos: Amalia y Pía (sordomudas, hijas del primer matrimonio
del padre, que enviudó pronto),
Albino, Federico (muerto a los pocos meses de nacer), Eduardo y Antonia.
El 3 de septiembre de 1978 Juan Pablo I recordó sus raíces familiares
a un grupo de venecianos: "En Venecia se produjo el encuentro de mis futuros
padres, empleados en trabajo humilde"(21).
Allí, durante once años - hasta que se casó - su madre
había trabajado en el hospital de S. Juan y S. Pablo, con las monjas
Elisabetinas. Allí también durante cierto tiempo trabajó
su padre en una fábrica de cristal de Murano. Por ello añadió
Juan Pablo I: "mi corazón está aún en Venecia". Y el mismo
día dijo a un grupo de belluneses: "el año de la invasión
(esto es, en 1917) y también después, padecí verdadera
hambre" (22).
En marzo de 1923 llega a Forno di Canale un fraile capuchino de Trieste, el
padre Remigio, cuya predicación le impresiona a Albino. Es el despertar
de su vocación: "sucede a veces, explicar más tarde, que
el niño ve aquel camino tan luminoso y bello, que todos los demás
le parecen galerías oscuras" (23).
En 1923 ingresa en el seminario menor de Feltre. Pero antes hubo de escribir
a su padre, emigrante en Alemania, pidiéndole permiso. Su padre, que
era socialista, le contestó en una carta que Albino conservar siempre:
"Bien, espero que cuando seas cura querrás bien a los obreros" (24).
En 1928 pasa al seminario mayor de Belluno, donde cursa los estudios filosóficos
y teológicos. El 7 de julio de 1935 es ordenado sacerdote en la iglesia
de San Pedro.
Durante unos meses es capellán en Canale y en Agordo. En 1937 es nombrado
profesor y vicerrector del seminario mayor. Se licencia (1941) y se doctora
en teología (1947) por la Universidad Gregoriana de Roma. En 1949
Luciani publica su libro Catequética en píldoras, mientras alterna
su actividad entre la enseñanza en el seminario, la curia diocesana y
el secretariado de catequesis. En 1954 es nombrado vicario general de la diócesis.
En 1958 Juan XXIII le nombra obispo de Vittorio Véneto. Volviendo a su
parroquia, dice a su gente: "Estoy pensando estos días que conmigo el
Señor emplea su viejo sistema: toma a los pequeños del barro de
la calle y los levanta, toma a la gente del campo, de las redes del mar, del
lago y los hace apóstoles. Es su viejo sistema...Yo vengo del campo"
(25).
Le dijeron que debía elegir escudo. No había pensado en ello:
"son cosas medievales". Como lema puso: Humilitas, humildad. Y sobre fondo azul,
tres estrellas: "Pueden significar - decía - las tres virtudes teologales:
la fe, la esperanza y la caridad" (26). En Venecia añadiría el
león de San Marcos; y en Roma, los montes de su tierra. Once años
después, el 15 de diciembre de 1969, Pablo VI le nombra patriarca de
Venecia. Con sencillez y austeridad, lejos de todo triunfalismo, hace su ingreso
en la ciudad el 8 de febrero de 1970: "Niño de montaña, conocí
Venecia con la imaginación y como en sueño. Me decían:
en Venecia las calles de agua son surcadas por góndolas y góndolas;
las atan a los palos como nosotros aquí atamos los animales a los árboles!".
Luciani llega a Venecia con esta disposición: "Pido a Dios que me haga
amar mucho la ciudad", poniendo al servicio de todos "lo poco que tengo y que
soy"(27).
De 1971 a 1975 escribe sus "40 cartas" a los personajes más dispares
de la historia. La última fue dirigida a Jesús: con El procura
mantener un diálogo continuo. En 1976 estas cartas se publican en su
famoso libro Ilustrísimos señores. El 5 de marzo de 1972 fue nombrado
cardenal. El 7 de octubre de ese mismo año presenta una propuesta para
la pastoral del mundo del trabajo: "los trabajadores deben resolver autónomamente
sus propios problemas", pero hay "pecados que gritan venganza delante de Dios"
(28).
En un cónclave corto, el 26 de agosto de 1978 Albino Luciani fue elegido
Papa, con el nombre de Juan Pablo I. En unas declaraciones a la Radio vaticana,
el cardenal Jubany, arzobispo de Barcelona, declaró: "El cónclave
ha sido corto por dos razones: en primer lugar, porque todos los cardenales
electores han tenido en cuenta sólo el bien de la Iglesia; la segunda
razón ha sido ciertamente la asistencia del Espíritu Santo. Cuando
he escuchado el discurso del Padre Santo, me he sentido alegre y gozoso, porque
he comprobado la continuidad de la Iglesia en un momento tan difícil
y delicado para toda la humanidad" (29).
Juan Pablo I, que había participado en las cuatro sesiones conciliares,
fue el primer Papa salido del Concilio Vaticano II, "éste Concilio, que
renovará y actualizará , si llega a ser bien comprendido,
el rostro de la Iglesia" (30).
Cada miércoles la gente escuchaba sus catequesis sin perder palabra.
Fueron cuatro. La primera, sobre la humildad: ante Dios, como dijo Abraham,
somos "polvo y ceniza"; la segunda, sobre la fe: creer es "rendirse a Dios",
como Pablo y Agustín, transformando la propia vida; la tercera, sobre
la esperanza: "Aunque acampe contra mí un ejército, mi corazón
no teme", dice con palabras del salmo 27; la cuarta, sobre la caridad: Dios
y el prójimo son amores gemelos, que incluyen la justicia (31).
El cardenal Gantin, recibido por el Papa en la mañana del 28 de
septiembre, recuerda estas palabras suyas, dichas con fuerza y suavidad: "Es
sólo a Jesucristo a quien debemos presentar al mundo. Fuera de esto no
tendremos ninguna razón; no seremos jamás escuchados" (32).