SACERDOCIO Y MATRIMONIO

 

SUMARIO:

 

I. El sacramento del orden.

1. Un hecho sorprendente.

2. Tras los pasos de Jesús de Nazaret.

3. Los dirigentes de las primeras comunidades.

4. No hay ordenación sin comunidad.

5. Sacerdocio, imperio, monacato.

6. No hay ordenación sin subsistencia.

7. Reducción sacerdotal y cultual.

8. Al servicio de la comunidad.

9. Claves catequéticas.

II. El sacramento del matrimonio.

1. El matrimonio en los primeros siglos.

2. El consentimiento matrimonial.

3. Forma canónica.

4. La posición de Jesús.

5. La llamada "excepción paulina".

6. Matrimonio y sacramento.

7. Fecundidad del matrimonio.

8. Claves catequéticas.

9. Tratamiento catequético en las distintas edades.

 

En principio, el orden como sacramento del ministerio eclesial podría entenderse -más que el matrimonio- como sacramento del servicio a la comunidad. Sin embargo, ambos sacramentos "confieren una misión particular en la Iglesia" (CEC 1534): ¿podría una comunidad vivir sin ministerio? ¿podría vivir sin la perspectiva cristiana del matrimonio? Fueran los que fueren, una catequesis viva asume los interrogantes y cuestionamientos que surgen en un mundo progresivamente secularizado, en medio de una Iglesia necesitada de renovación y en el ámbito de las diferentes confesiones cristianas. De la respuesta que se dé depende el que ambos sacramentos se conviertan en señal del evangelio en medio de la sociedad.

    I. El sacramento del orden

El orden es el sacramento del ministerio eclesial. La figura del ministro de la Iglesia, tal y como llega hasta nosotros (sacerdote, monje o fraile, célibe, varón), está en crisis. Algunos hechos lo manifiestan: fuerte descenso del número de vocaciones, gran cantidad de abandonos, envejecimiento progresivo del clero, cuestionamientos diversos. Además, el servicio religioso que la sociedad pide (sobre todo, de tipo sacramental) sobrecarga cada vez más las espaldas de un número cada vez menor de sacerdotes. Es preciso volver a las fuentes del ministerio eclesial para encontrar una respuesta evangélica a la crisis.

 

1. UN HECHO SORPRENDENTE. En las primeras comunidades cristianas hay diversidad de ministerios o servicios, entre ellos el de dirección (cf 1Tes 5,12), pero jamás se llaman sacerdotes sus dirigentes. Estos son los que anuncian el evangelio, mientras que los sacerdotes (judíos o paganos) son los ministros del templo o del altar (cf 1Cor 9,13-14). En cierto sentido, sacerdotes son todos los cristianos (cf 1Pe 2,5.9). Además, se denuncia la inutilidad propia del culto del Antiguo Testamento (cf Heb 9,9-10). Los primeros cristianos mantienen su identidad, "sin que, por una parte, crean en los dioses que los griegos tienen por tales y, por otra, no observen tampoco la superstición de los judíos" (I,1), dice el autor de la Carta a Diogneto, de mediados del siglo II.

En los primeros siglos, la Iglesia no presenta los rasgos propios de una religión establecida: sacerdotes, templos, imágenes, altares. Por esto, a los cristianos se les acusa de impiedad. Incluso se los persigue con el grito de ¡Mueran los ateos! Hacia el año 300 escribe Arnobio: "Ante todo nos acusáis de impiedad, porque ni edificamos templos ni erigimos imágenes divinas ni disponemos altares".

 

2. TRAS LOS PASOS DE JESUS DE NAZARET. Todo se entiende mejor, siguiendo los pasos de Jesús de Nazaret. Es por siempre sacerdote, según el orden de Melquisedec (Heb 10,5-7), pero no es sacerdote levítico. Es profeta laico (Mt 21,23;Lc 24,19), vestido normal (Jn 19,23). Entre los muchos discípulos que le siguen, escoge a doce para que estén con él y para enviarlos a predicar (Mc 3,14-15). Sobre ellos se levanta el nuevo pueblo de Dios (Mt 19,28). Jesús comparte con ellos su propia misión (Mt 10,8); los envía de dos en dos (Mc 6,6-7); al volver, se les llama apóstoles, es decir, enviados (6,30). No son ellos los únicos. Están también los setenta y dos (Lc 10,1-20) y las mujeres que acompañan a Jesús (8,2-3).

En el grupo de los doce, Pedro tiene una función especial: él es la piedra, tiene las llaves del Reino, puede atar y desatar (Mt 16, 18-19; cf 18,18). Los doce colaboran con Jesús en la multiplicación de panes (Mc 6,35-44); han de seguir su ejemplo, no buscando ser servidos, sino servir (10,45); celebran con él la última cena (14,12-24); reciben la tradición de la cena del Señor (Lc 22,19). Sin embargo, son las mujeres quienes anuncian a los once (falta Judas) y a todos los demás la resurrección de Jesús (Lc 24,10; Jn 20, 18). Los once reciben del Señor Resucitado la misión de perdonar o retener los pecados (Jn 20,23) y la misión de anunciar el evangelio a todos los pueblos (Mt 28,19).

 

3. LOS DIRIGENTES DE LAS PRIMERAS COMUNIDADES. Las primeras comunidades tienen sus dirigentes: apóstoles y presbíteros (He 15,23), profetas y maestros (He 13,1), obispos y diáconos (Flp 1,1). Se habla también de evangelizadores y pastores (Ef 4,11). Los términos no son aún fijos ni tampoco corresponden con exactitud a los ministerios actuales. Los diferentes servicios van apareciendo poco a poco, según los lugares y las necesidades. Hay también profetisas (He 21,9) y diaconisas (Rom 16,1).

Los doce aparecen en el conjunto de la comunidad cristiana primitiva como un grupo especial: garantizan la continuidad de la misión de Jesús y organizan la vida de la comunidad (He 2,42). En la elección de Matías, Pedro establece las condiciones que ha de poseer el apóstol: haber acompañado a Jesús desde el principio y ser testigo de su resurrección (He 1,21-22).

En la comunidad de Jerusalén, junto a los apóstoles, Santiago, "el hermano del Señor", aparece como el gran dirigente, rodeado de un consejo de presbíteros (ancianos), según el modelo de las sinagogas judías (cf He 15,13.22). Entre los cristianos de lengua griega (cf 1Tim 3,1.8) se usan términos de carácter general: obispos (inspectores) y diáconos (servidores). En la comunidad de Jerusalén, son elegidos también los siete, que se ocupan del sector griego de la comunidad (cf He 6,2-6). A este grupo pertenece Esteban, el primer mártir, acusado de "hablar en contra del Lugar Santo y de la Ley" (6,13). De este grupo nace la comunidad de Antioquía, catequizada por Bernabé y por Pablo (11,26).

Los apóstoles reconocen la gracia concedida a Pablo (Gál 2,9). Cristo mismo le ha confiado el ministerio (1Tim 1,12). El apóstol tiene la responsabilidad de todas las comunidades que funda. En Efeso deja a Timoteo y en Creta a Tito (cf 1Tim 1,3;Tit 1,5). Los dirigentes de las comunidades locales se distinguen de los colaboradores personales de Pablo, que él mismo escoge cuidadosamente (cf Flp 2,19-24). La comunidad es "el cuerpo de Cristo" (1Cor 12,27). Junto a las grandes comunidades, como Jerusalén o Antioquía, están las pequeñas comunidades, cuya dirección podría corresponder al cabeza de familia, varón o mujer (cf Rom 16,3-5;Col 4,15). En Filipos, la comunidad empieza por un grupo de mujeres; ellas tienen un papel predominante (cf He 16,12.15;Flp 4,2).

En las cartas pastorales, mediante la imposición de manos de un consejo de presbíteros y la palabra de un profeta, ciertos cristianos en los que la comunidad ha visto un carisma del Señor son incluidos entre los ministros o dirigentes (cf 1Tim 4,14;He 14,23). Originalmente, la imposición de manos significa la elección de alguien levantando la mano. Se establecen algunos criterios. Se considera normal que estos dirigentes sean casados, padres de familia que han dado prueba de dirigir bien su casa y de educar a sus hijos (cf 1Tim 3,1-13;Tit 1,5-9). Por su parte, Pablo renuncia a una vida conyugal con libertad y al servicio del evangelio, sin criticar a los demás. Cada cual tiene su gracia; unos de una manera, otros de otra (cf 1Cor 7,7.25;9,5).

A finales del siglo I, San Clemente Romano en su primera carta a los corintios escribe que los apóstoles "según anunciaban por lugares y ciudades la buena nueva y bautizaban a los que obedecían al designio de Dios, iban estableciendo a los que eran primicias de ellos -después de probarlos por el espíritu- como obispos y diáconos de los que habían de creer" (42,4). El documento llamado Doctrina de los Apóstoles, compuesto quizá ya en el siglo I, habla de profetas y maestros. De los profetas dice: "Ellos son vuestros sumos sacerdotes" (13,3). Dice también que elijan obispos y diáconos: "También ellos os administran el ministerio de los profetas y maestros" (15,1).

En las cartas que San Ignacio de Antioquía escribe camino del martirio (hacia el año 107), en cada comunidad aparece un obispo, asistido por ancianos (presbíteros) y diáconos. En cuanto a la eucaristía, dice que "sólo ha de tenerse por válida aquella que se celebre por el obispo o por quien de él tenga autorización" (Esm. 8,1).

Aunque el asunto suscitara polémica (1Tim 2,11-14;1Cor 11,1-16), no parece que puedan excluirse casos de mujer obispo durante los dos primeros siglos, cuando la Iglesia se reunía en el ámbito (privado) de las casas. En la basílica romana dedicada a santa Práxedes, junto a la de santa Pudenciana, hay un mosaico (en la capilla de S. Zenón) con cuatro figuras femeninas: las dos santas, María y una cuarta mujer con un velo que le cubre el cabello y un halo cuadrado en torno a la cabeza (se indica con ello que aún vive). María y las dos santas son fáciles de reconocer. Una inscripción identifica el rostro de la cuarta como el de "Theodora episcopa". Pero las dos letras finales del nombre propio han sido borradas, lo que dificulta su identificación.

 

4. NO HAY ORDENACION SIN COMUNIDAD. En la Iglesia antigua, cada comunidad participa en la elección de sus dirigentes. San Cipriano (s.III) reclama este derecho incluso frente al papa Esteban: "Que no se le imponga al pueblo un obispo que no desee" (Ep. 4,5). Y San León Magno (s.V) formula este principio: "Aquel que debe presidirlos a todos debe ser elegido por todos". Dice también: "No se debe ordenar obispo a nadie contra el deseo de los cristianos y sin haberles consultado expresamente al respecto" (Ad Anastasium). En la cristiandad primitiva no se conocían las parroquias. Cada comunidad tenía su obispo.

San Policarpo, que muere mártir a los ochenta y seis años (el año 155) por negarse a dar culto al emperador, es un testigo que empalma con los primeros discípulos: según San Ireneo (hacia 115-203), "contaba su trato con Juan y con los demás que habían visto al Señor" (Carta a Florino). Su elección, como obispo de Esmirna, reviste particular interés. Sin tardanza alguna, habiendo llamado a los obispos de las ciudades vecinas, acudió también una gran muchedumbre de las ciudades, campos y aldeas. Empezaron a deliberar sobre el futuro pastor de la Iglesia. Tras una oración prolongada, Policarpo se levantó a hacer la lectura. Todos los ojos estaban fijos en él:

"Era la lectura de las cartas de San Pablo a Timoteo y Tito, en las que dice el Apóstol cómo ha de ser el obispo, y se le acomodaba tan maravillosamente el pasaje, que todos se decían entre sí no faltaba a Policarpo punto de los que Pablo exige al que ha de tener a su cuidado la Iglesia. Después de la lectura y de la exhortación de los obispos y la homilía de los presbíteros, fueron enviados los diáconos a preguntar al pueblo a quién querían, y todos unánimemente respondieron: Policarpo sea nuestro pastor y maestro. Conviniendo en ello toda la asamblea eclesial, le elevaron a la dignidad de obispo, a pesar de sus muchas súplicas y voluntad de renunciar" (Apéndice a San Policarpo,XXII). El canon 6 del concilio de Calcedonia (año 451), conocido no sólo en Oriente sino también en Occidente, donde estuvo vigente hasta el siglo XII, traduce en términos jurídicos la concepción y la práctica del ministerio en la Iglesia primitiva. Dicho canon declara nula e inválida la ordenación absoluta, es decir, la ordenación de un candidato desvinculado de una comunidad: "Nadie puede ser ordenado absolutamente ni como sacerdote ni como diácono...si no se le asigna claramente una comunidad local en la ciudad o en el campo, en un 'martirium' (sepultura de un mártir) o en un monasterio" (PG 104,558).

 

5. SACERDOCIO, IMPERIO, MONACATO. A partir del siglo III, se empieza a hablar en la Iglesia de ordenación para indicar la incorporación de un cristiano al orden de los ministros. En el mundo romano, estos términos se utilizaban para el nombramiento de los funcionarios imperiales. Con el edicto de Milán (313), Constantino decreta la tolerancia del culto cristiano; se equipara a los sacerdotes cristianos con los sacerdotes paganos y se les concede ayudas económicas por parte del Estado; a partir del año 321, el domingo se convierte para toda la sociedad en el día de descanso y culto. Con el edicto de Tesalónica (380), Teodosio proclama al cristianismo como religión oficial del Estado y el emperador, a la vez cristiano y depositario de la más alta autoridad temporal, interviene e interfiere en los asuntos de la Iglesia; los obispos obtienen el rango de funcionarios con los correspondientes privilegios; se introducen en la liturgia cosas que antes repugnaban, pues recordaban el culto pagano: el uso del incienso, cirios en vez de lámparas de aceite, altar en vez de mesa, templos en vez de salas de reunión, vestidos litúrgicos en vez de vestido normal. Los obispos son "sumos sacerdotes"; los presbíteros, sacerdotes "de segundo orden" o, simplemente, sacerdotes (ss. IV-V).

Ahora, la tensión primordial no se establece entre Iglesia y mundo, como en la Iglesia primitiva (cf Rom 12,2), sino entre clero y laicos. La Iglesia se concibe como una institución investida de poder (jerarquía) frente al pueblo cristiano reducido a una masa sin competencias. El papa Gelasio (492-496) define la situación con su doctrina de los dos poderes: el sacerdocio y el imperio.

En el Occidente, ante el empuje de las invasiones nórdicas, la Iglesia es la única institución que sobrevive. El clero monopoliza la educación y la cultura. Con lo cual, cada vez más el laico es el que no tiene formación, el que ni siquiera entiende ya el latín y, por tanto, ya no puede seguir la liturgia entrando así a desempeñar el papel de oyente silencioso.

Ya en el siglo IV, como reacción al paganismo ambiental, surge la tradición ascética del estado monacal, llamado también orden. Los organizadores y maestros de esta forma de vida fueron en Oriente el egipcio Pacomio (+346) y Basilio de Cesarea (+379); en Occidente, Ambrosio (+379), Agustín (+430) y, sobre todos, Benito de Nursia (+hacia 560). La forma de vida típicamente cristiana de la Iglesia primitiva, la pertenencia a la Iglesia como miembro, ya no es lo que cuenta. Los criterios son ahora la liberación del mundo, de las posesiones terrenas y del matrimonio. Los clérigos se alejan de la vida normal y forman su propio estado de vida con su inmunidad, sus privilegios y su vestimenta propia. Según el Decreto de Graciano (1142), la primera clase de los dos estados de la Iglesia la forman los sacerdotes y los monjes; la segunda, los seglares.

 

6. NO HAY ORDENACION SIN SUBSISTENCIA. En 1179 se rompe de hecho con la concepción de Calcedonia. Ahora lo que cuenta es el beneficio: "No se puede ordenar a nadie sin que esté asegurada la subsistencia" (Tercer concilio de Letrán, canon 5). La estructuración feudal de la sociedad condiciona la figura del ministerio. La vinculación eclesial del sacerdote se transforma en dependencia del señor feudal, eclesiástico o civil, que instituye el beneficio. Al propio tiempo, las nuevas concepciones canónicas llevan a una distinción, según la cual todo aquel que ha sido ordenado posee personalmente la función sacerdotal (potestad de orden), incluso en el caso de que no se le encomiende una comunidad cristiana (potestad de jurisdicción).

Poco a poco se impone una praxis que hubiera sido inimaginable en la Iglesia antigua: por ejemplo, la misa privada, sin comunidad. Se configura así un tipo de sacerdote dedicado casi exclusivamente a decir misas. Se multiplican los altares en las iglesias. Las leyes del Antiguo Testamento sobre el sacerdocio y la tradición monacal determinan la imagen medieval del ministerio. El signo distintivo del ministro es su relación con el culto, no con la comunidad. El ministro es alguien separado del mundo, incluso de los propios cristianos. El celibato será la expresión adecuada de esa separación. El sacerdote, no la comunidad, es el mediador entre Dios y los hombres.

La ley del celibato fue promulgada en la Iglesia latina primero, de forma implícita, en el primer concilio de Letrán (1123) y más tarde, de forma explícita, en los cánones 6 y 7 del segundo concilio de Letrán (1139). Dicha ley fue el resultado de una larga historia (desde finales del siglo IV), en la que sólo existió una ley de continencia para el sacerdote casado (carta del papa Siricio, 385; DS 185). De acuerdo con una vieja costumbre, se prohibía la relación sexual antes de tomar la comunión. Ahora bien, a finales del siglo IV, cuando las Iglesias occidentales (frente a lo que ocurría en las orientales) comenzaron a celebrar la eucaristía diariamente, la continencia exigida a los sacerdotes casados se convirtió en una situación permanente.

 

7. REDUCCION SACERDOTAL Y CULTUAL. En el s. XVI, el concilio de Trento, reaccionando a la crítica de los reformadores, defiende el ordenamiento eclesiástico existente. El ministro de la Iglesia es el sacerdote, que es, sobre todo, el hombre de los sacramentos: "los Apóstoles y sus sucesores en el sacerdocio han recibido el poder de consagrar, ofrecer y distribuir su cuerpo y su sangre, así como el de perdonar o retener los pecados" (DS 957). El orden es un signo eficaz que introduce en la jerarquía eclesial: "confiere la gracia" (DS 959) e "imprime carácter" (DS 960). Los obispos, sucesores de los Apóstoles, "son superiores a los sacerdotes" (DS 960). Se señalan varios y diversos órdenes de ministros: "Las Sagradas Escrituras mencionan claramente no solamente los sacerdotes (sic), sino también los diáconos (Hch 6,5;1 Tm 3,8ss)" (DS 958). El diaconado permanece sólo como un paso hacia el sacerdocio y reducido a una función litúrgica. Para asegurar la formación de los sacerdotes, se decreta la institución de los seminarios.

En una época muy ritualista, se recuerda la necesidad del sacerdocio de Cristo "según el orden de Melquisedec", pues la perfección no se podía alcanzar "por la inutilidad del sacerdocio levítico" (D 938).

 

8. AL SERVICIO DE LA COMUNIDAD. El concilio Vaticano II sitúa el ministerio eclesial en el marco de la comunidad. Es un servicio entre otros "para apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre" (LG 18). Este servicio es "ejercido en diversos órdenes por aquellos que ya desde antiguo vienen llamándose obispos, presbíteros y diáconos" (LG 28). Hay una "diferencia esencial y no sólo gradual" (LG 10) entre sacerdocio ministerial y sacerdocio común, aunque existe entre todos los bautizados "una verdadera igualdad" (LG 32).

Los obispos son "sucesores de los Apóstoles" (CD 2); juntamente con el papa, sucesor de Pedro, "forman un solo Colegio Apostólico" (LG 22). Tienen la función de anunciar a los hombres el evangelio (CD 12), de santificar (CD 14) y de dirigir la Iglesia que les ha sido confiada (CD 16). Han recibido "el ministerio de la comunidad con sus colaboradores, los presbíteros y los diáconos" (LG 20). Tienen "la plenitud del sacramento del orden" (LG 21).

Los presbíteros, como "cooperadores del orden episcopal" (CD 28), son ministros de la Palabra de Dios (PO 4), de los sacramentos y de la Eucaristía (PO 5), pastores del Pueblo de Dios, "de suerte que pueden obrar como en persona de Cristo cabeza" (PO 2). Su función "no se limita al cuidado particular de los fieles, sino que se extiende propiamente también a la formación de la auténtica comunidad cristiana" (PO 6). El diácono es ordenado "no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio" (LG 29). Se restablece el diaconado "como grado propio y permanente de la jerarquía" (LG 29) al servicio de la liturgia, de la Palabra y de la caridad.

Desde posiciones protestantes se ha rechazado que el ministerio sea algo constitutivo de la Iglesia; sería algo meramente funcional. Sin embargo, en el diálogo ecuménico esta posición tiene cada vez menos fuerza. Se dice en el Documento de Lima (1982): "El ministerio de tales personas, que desde tiempos muy tempranos recibieron la ordenación, es algo constitutivo para la vida y el testimonio de la Iglesia" (n.8).

El concilio Vaticano II valora el celibato sacerdotal como "fuente particular de fecundidad espiritual"; reconoce que "no se exige por la naturaleza misma del sacerdocio, como aparece por la práctica de la Iglesia primitiva y por la tradición de las Iglesias orientales"; sin embargo, confirma la legislación existente en la Iglesia latina(PO 16). Ciertamente, el celibato (asumido como imitación y seguimiento de Cristo) es una opción radical por la que el discípulo queda plenamente disponible al servicio del evangelio (Mt 19,12). Ahora bien, si Cristo confió el ministerio apostólico a hombres casados (y no casados) y los apóstoles, a su vez, hicieron lo mismo, de esa misma manera puede y debe actuar la Iglesia. Dice San Pablo, aunque manifiesta cuál es su opción personal y su preferencia: "En cuanto al celibato, no tengo mandato del Señor" (1Cor 7,25). En cualquier caso, es fundamental que la opción sea fruto de la gracia (no de la ley) y sea claramente libre. Es cierto el proverbio: La libertad todo lo llena de luz. Y también: "Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad" (2Cor 3,17).

Según el Derecho Canónico (1983), "sólo el varón bautizado recibe válidamente la sagrada ordenación" (c.1024). El nuevo Catecismo lo explica así: "El Señor Jesús eligió a hombres para formar el colegio de los doce apóstoles y los apóstoles hicieron lo mismo cuando eligieron a sus colaboradores" (CEC 1577). Sin embargo, en el diálogo ecuménico se afirma cada vez más que no hay razón teológica alguna para continuar excluyendo a la mujer del ministerio ordenado, desde la dignidad humana y cristiana común: en Cristo "ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer" (Gál 3,29). En 1992 la Iglesia Anglicana de Inglaterra aprobó la ordenación de las mujeres. Los presbiterianos lo hicieron en los años cincuenta y los luteranos en los setenta. Una cuestión: ¿se está produciendo una clericalización de la mujer?

Finalmente, durante el posconcilio (al menos, a determinado nivel) se ha producido por todas partes una esperanzadora floración de comunidades, en las que se vive la experiencia del evangelio en el marco de una relación de fraternidad. Sin embargo, si la Iglesia es (por definición) comunidad, lo más grave y preocupante no es la escasez de vocaciones sacerdotales, sino (a gran escala) la ausencia alarmante de comunidades vivas, en las que pueda darse una suficiente diversidad de ministerios y servicios. Como en un principio.

 

9. CLAVES CATEQUETICAS. Siendo una tarea catequética fundamental la de iniciar en la celebración de la fe y en el sentido de cada uno de los sacramentos, la catequesis del sacramento del Orden se convierte en un objetivo específico.

Para lograr dicho objetivo, una clave catequética importante es asumir la realidad, para poder transformarla. Por tanto, ¿está en crisis la figura del ministro eclesial? ¿Qué hechos lo manifiestan? ¿Cuáles son los cuestionamientos más importantes que se hacen hoy?

Otra clave es la toma de conciencia histórica: ¿qué cambios más importantes se han dado a lo largo de la historia en la figura del ministerio eclesial? Es un hecho que la Iglesia naciente ha evitado la palabra "sacerdote" para identificar a sus dirigentes ¿qué significado tuvo y qué significado tiene para la Iglesia de hoy?

Siguiendo la doble inspiración conciliar (vuelta a las fuentes y diálogo con el mundo de hoy) ¿es posible encontrar una salida evangélica a la crisis? ¿Cómo? ¿En qué medida el concilio Vaticano II ha renovado la figura del ministerio? ¿Somos conscientes del alcance ecuménico de la renovación del ministerio? ¿En qué medida la floración de comunidades vivas ayuda a renovar la figura del ministerio?

Puede establecerse una relación entre la experiencia humana común y la experiencia del evangelio. Todo grupo necesita, de algún modo, una organización. Un grupo amorfo no puede sobrevivir mucho tiempo. Poco a poco cada miembro del mismo va descubriendo su papel junto a los demás. Así surge un conjunto orgánico de funciones o servicios, que caracteriza y expresa la vida del grupo. El grupo no puede estar dividido: para poder subsistir, necesita unidad. Esto se hace posible en torno a una o varias personas que asumen la responsabilidad de ser centro de unión. Es lo que, normalmente, se llama autoridad. El riesgo de toda autoridad consiste en olvidar su función de centro de unidad del grupo o de la sociedad, para convertirse en instrumento de dominio. Jesús enseña a sus discípulos a mirar su función de autoridad como un servicio realizado a los hermanos (cf Mc 10,42ss).

En cualquier forma de catequesis (de adultos, jóvenes o niños) es importante el lenguaje testimonial. Por ejemplo, un sacerdote comenta en el grupo: ¿por qué se hizo sacerdote? ¿cuál es la historia de su vocación? ¿lo vive como gracia recibida del mismo Cristo? ¿en qué consiste su trabajo? ¿Qué significa para él la comunidad cristiana? Responde a las preguntas, se abre un diálogo.

 

II. El sacramento del matrimonio

 

En el mundo actual el matrimonio presenta un conjunto de luces y sombras. En primer lugar, son importantes los progresos realizados: el conocimiento más profundo de la vida interna del hombre, del amor y de las leyes de la vida y, también, la abundancia de nuevos medios puestos al servicio de los esposos. Por otro lado, la comunidad conyugal y familiar no brilla en todas partes con el mismo esplendor. A la poligamia de ciertas regiones corresponde el divorcio y el amor libre de otras. Además, el amor matrimonial es frecuentemente profanado por el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos contra la generación (cf GS 47).

En nuestro tiempo, los cambios sociales y culturales ponen a prueba el vigor y la solidez del matrimonio y de la familia: desaparecen los apoyos sociológicos de antes; se pasa de la familia patriarcal a la familia nuclear; se vive dentro de una dinámica social propia de las sociedades industriales; la emancipación de la mujer y una nueva valoración de la sexualidad son rasgos propios de nuestro tiempo; también lo son los problemas nacidos del incremento demográfico, así como el envejecimiento de poblaciones enteras.

De una u otra forma, estos interrogantes se repiten: ¿Es lícito el divorcio por algún motivo? ¿Cuál es la posición de Jesús? ¿Qué aporta el Evangelio al matrimonio? ¿En qué consiste el matrimonio? ¿En qué consiste el sacramento del matrimonio? ¿Qué implica la paternidad responsable?

 

1. EL MATRIMONIO EN LOS PRIMEROS SIGLOS. En los primeros siglos, como se dice en la Carta a Diogneto (de mediados del s.II), los cristianos "se casan como todos" (V,6), por lo judío, por lo griego, por lo romano. Aceptan las leyes imperiales, mientras no vayan en contra del Evangelio. El matrimonio se celebra "en el Señor" (1Cor 7, 39), dentro de la comunidad, sin una ceremonia especial.

En el mundo judío, la boda se celebra según las costumbres y ritos tradicionales (cf Gén 24 y Tob 7,9,10). Cierto tiempo después de los esponsales, se celebra la boda. En el mundo judío la boda era un asunto familiar y privado. No se celebra en la sinagoga, sino en casa. No obstante, como todo en Israel, tiene una dimensión religiosa. La celebración incluye oración y bendición.

En el mundo romano se dieron, sucesivamente, tres formas de celebrar el matrimonio. La "confarreactio" (con pastel nupcial), la forma más antigua, incluía ceremonias de carácter jurídico y religioso. En la época imperial apenas se daba este tipo de unión. El modo corriente de contraer matrimonio era la "coemptio", rito que simbolizaba la compra de la esposa, y el "usus" (uso), simple cohabitación tras el mutuo consentimiento matrimonial.

El "consensus" (consentimiento) vino a constituir en la práctica lo esencial de la unión matrimonial. Dice el Digesta: "No es la unión sexual lo que hace el matrimonio, sino el consentimiento" (35,I,15). Como tal, no se requería ningún rito particular ni la presencia del magistrado. El poder civil no hacía más que reconocer la existencia del matrimonio y, en cierto modo, proteger la unión conyugal poniendo ciertas condiciones.

Los cristianos se casan como todo el mundo, pero "dan muestras de un tenor de peculiar conducta, admirable, y, por confesión de todos, sorprendente" (Carta a Diogneto,V,4). Acogen la vida que nace y respetan el lecho conyugal: "Como todos engendran hijos, pero no exponen los que les nacen. Ponen mesa común, pero no lecho" (V,6 y 7).

Ignacio de Antioquía (hacia el año 107) que invita a los cristianos a casarse "con conocimiento del obispo, a fin de que el casamiento sea conforme al Señor y no por solo deseo" (A Policarpo,5,2).

Tertuliano (hacia 160-220) comenta la ventaja de casarse en el Señor: "¿Cómo podemos ser capaces de ensalzar la felicidad tan grande que tiene un matrimonio así; un matrimonio que une la Iglesia, que la oblación confirma, que la bendición marca, que los ángeles anuncian, que el Padre ratifica?" (Ad uxorem II 8,6.7.9).

 

2. EL CONSENTIMIENTO MATRIMONIAL. Desde los siglos IV al IX se subraya el carácter eclesial de la celebración del matrimonio entre cristianos y se establece bien claro que las ceremonias (oración y bendición) no son obligatorias para la validez de la unión. El primer testimonio que habla de una bendición nupcial verdaderamente litúrgica data de la época del papa Dámaso (366-384) y se encuentra en las obras del Pseudo-Ambrosio (Ambrosiaster). La bendición sólo se confiere en el primer matrimonio.

Se constata el profundo influjo del derecho romano, según el cual sólo el consentimiento es estrictamente necesario para el matrimonio, cualquiera que fuese su forma. Dice el papa Nicolás I el año 866, en su respuesta a los búlgaros, que le consultaron acerca de la importancia de las ceremonias eclesiásticas (oración y bendición) que algunos habían declarado ser los elementos constitutivos del matrimonio: "Baste según las leyes el solo consentimiento de aquellos de cuya unión se tratare. En las nupcias, si acaso ese solo consentimiento faltare, todo lo demás, aun celebrado con coito, carece de valor" (D 334).

Es en los siglos sucesivos cuando la iglesia reivindica competencia jurídica sobre el matrimonio y dispone que el consentimiento y la consiguiente entrega de la prenda nupcial se haga expresamente en presencia del sacerdote (ss.IX-XI), en la iglesia o, más a menudo, ante las puertas de la iglesia, como indican varios rituales de los ss. XI-XIV; a este acto le seguirá luego la celebración de la misa con la bendición de la esposa.

Para darle la mayor publicidad posible, se convino que el acto tendría lugar no ya en casa de la novia, sino a la puerta de la iglesia. Con ello, lo que antes era realizado por el padre o tutor, ahora viene a realizarlo el sacerdote, con palabras como estas: "Yo te entrego a N. como esposa" (Ritual de Meaux). Entre los siglos XV y XVI se extiende la fórmula: "Y yo os uno...", que algunos considerarán como la forma sacramental del matrimonio.

 

3. FORMA CANONICA. El concilio de Trento, reaccionando contra las afirmaciones de los reformadores, no sólo defiende la sacramentalidad del matrimonio sino también su derecho a regularlo, proponiendo una forma canónica uniforme, que garantice la validez del mismo sacramento y evite el peligro de la clandestinidad y de los impedimentos.

El Ritual Romano (1614) supondrá la codificación de los usos medievales del matrimonio celebrado ante la Iglesia, queriendo respetar los "usos y costumbres laudables" de las diversas regiones.

El viejo Código de Derecho Canónico (1917) imponía la forma canónica a los bautizados en la Iglesia católica, aunque la hubieran abandonado después (c.1099). En el nuevo Código de Derecho Canónico (1983), el abandono formal lleva consigo la no obligatoriedad de la forma canónica del matrimonio, cuando los dos contrayentes se encuentran en esa situación; por tanto, el matrimonio que ellos contraigan sin forma canónica será, ante la Iglesia, verdadero matrimonio, si reúne las debidas condiciones (c.1117).

El concilio Vaticano II pide que se revise y enriquezca el rito de la celebración del matrimonio "de modo que se exprese la gracia del sacramento y se inculquen los deberes de los esposos con mayor claridad" (SC 77).

El nuevo Ritual del Matrimonio (1969 y 1990), dentro de la misa o fuera de ella, pero siempre en el marco de celebración de la Palabra, articula la liturgia del matrimonio en cuatro momentos: las preguntas, el consentimiento, la bendición y entrega de los anillos, la oración de los fieles. La antigua oración de bendición de la esposa se presenta ahora como oración de bendición de la esposa y del esposo.

 

4. LA POSICION DE JESUS. En aquel contexto cultural, como ahora, el problema del divorcio era muy agudo. El Antiguo Testamento lo admitía (Dt 24,1). Las dos grandes escuelas de la época discutían en qué casos debía aplicarse. La del rabino Shammai admitía el divorcio sólo en caso de adulterio. La de Hillel añadía: "y por cualquier otra cosa que pueda desagradar al marido". Por tanto, cualquiera de las dos escuelas era más permisiva que la posición de Jesús. Esta tenía que resultar especialmente difícil a quienes venían del mundo pagano. Pues bien, a quienes no aceptan la indisolubilidad Jesús les invita a la conversión, no les anula el matrimonio.

Para ponerle a prueba, es decir, para ver si enseña la doctrina oficial, unos fariseos le preguntan a Jesús si le es lícito a uno repudiar a su mujer por algún motivo. Jesús les remite al proyecto original de Dios (cf Mt 19,4-6). Para Jesús todo matrimonio es indisoluble. Está escrito en los profetas: "No traiciones a la esposa de tu juventud. Pues yo odio el repudio" (Mal 2,15-16). Juan el Bautista pagó con su vida la defensa del vínculo matrimonial. Le dijo a Herodes, que (es de suponer) rechazaba la indisolubilidad del matrimonio: "No te es lícito vivir con la mujer de tu hermano" (Mc 6,18).

Los fariseos argumentan que Moisés permitió el divorcio y el repudio. Les dice Jesús: "Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así. Ahora bien, os digo que quien repudie a su mujer -salvo el caso de concubinato- y se case con otra, comete adulterio" (Mt 19,8-9).

Los discípulos entienden que para Jesús no hay ninguna excepción (cf Mc 10,1-12;Lc 16,18 y 1Cor 7,10-11). El concubinato (en griego "porneia") no es ninguna excepción (cf He 15,22-29 y Lev 18-19). Por ello, le dicen que, si eso es así, entonces no trae cuenta casarse. Les dice Jesús: "No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido" (Mt 19,10-11). Entenderlo, aceptar la posición de Jesús, supone un don, una gracia de Dios.

 

5. LA LLAMADA "EXCEPCION PAULINA". El primer autor que interpreta el pasaje de Pablo (1Cor 7,12-16) como "excepción paulina" es el Pseudo-Ambrosio, a finales del siglo IV; posteriormente, Teodoro de Canterbury (s.VII) e Inocencio III (s.XIII). La atribución de dicha interpretación a San Ambrosio (y a San Gregorio Magno) favoreció su introducción en la Iglesia occidental. San Agustín sólo admite el derecho de separarse (De conj. adult.1.1,c.25). San Pablo conoce bien la palabra del Señor (1Cor 7,10) y sólo habla de la posibilidad de un nuevo matrimonio en caso de muerte de uno de los cónyuges (1Cor 7,39). Además, no se presta precisamente él a cambiar el Evangelio (cf Gál 1,8).

En los casos en que hay problemas por cuestión de fe, San Pablo exhorta a la parte creyente a no tomar la iniciativa de la separación: "pues el marido no creyente queda santificado por su mujer y la mujer no creyente queda santificada por el marido creyente". De otro modo, "vuestros hijos (no bautizados) serían impuros, mas ahora son santos". Ahora bien, "si la parte no creyente quiere separarse, que se separe, pues el hermano o la hermana no están sometidos a esclavitud" (traducción de San Jerónimo, s.IV). No se trata de aguantar una situación de esclavitud. La parte abandonada al menos tiene el derecho de vivir en paz: "para vivir en paz nos llamó el Señor". San Pablo concluye su exhortación a no tomar la iniciativa de la separación: "pues ¿qué sabes tú, mujer, si salvarás a tu marido? Y ¿qué sabes tú, marido, si salvarás a tu mujer? El Pastor de Hermas muestra que para la Iglesia del siglo I y comienzos del siglo II el repudio declarado legítimo por el judaísmo es una separación tras la cual un nuevo matrimonio sería adulterio. El nuevo Código de Derecho Canónico sigue recogiendo el "privilegio paulino" (c.1143). El Catecismo de la Iglesia Católica no dice nada al respecto.

 

6. MATRIMONIO Y SACRAMENTO. He aquí algunos interrogantes al respecto: ¿Es el matrimonio una realidad meramente humana o profana? ¿Es una realidad sagrada desde el comienzo de la creación? ¿Ha sido elevada por Cristo a sacramento? Como dice el concilio, los esposos cristianos "poseen su propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su estado y forma de vida" (LG 11). Así pues, ¿en qué consiste la gracia del sacramento? (cf SC 77). En realidad, ¿se percibe como señal? En nuestro mundo ¿aparece oscurecido el proyecto original de Dios sobre el matrimonio?

La concepción cristiana del matrimonio se remite al proyecto original de Dios. Según el proyecto de Dios, marido y mujer están llamados a formar "una sola carne" (Gén 2,24). Tal es la figura del matrimonio en un mundo que, en cuanto salido de las manos de Dios, es bueno, un mundo humano y habitable, un "jardín" (2,8). La relación entre marido y mujer es armoniosa. La comunicación es transparente (2,25). Sin embargo, algo muy profundo provoca la pérdida de esa figura, la maldición, el desamor, la separación, el desamparo.

El relato de Gén 2-3 se aplica a cualquier pareja concreta, muestra la realidad oculta que quizá deja en penumbra la felicidad del primer enamoramiento y que la convivencia matrimonial descubrirá después: la experiencia de un padecimiento común, que arrastra a la persona más amada al abismo de la propia indigencia. El relato pone al descubierto que el hombre y la mujer, en su más profundo error, evitan la presencia de Dios. Dios tiene la costumbre de pasear por el jardín de la historia humana, pero el hombre y la mujer se ocultan, creen que no necesitan de Dios para vivir, que Dios es envidioso, enemigo de su felicidad y de su vida: "Se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal" (3,5). Dios aparece no ya como una ilusión, sino como una mentira, una opresión de la que es preciso librarse. Así pues, la pareja rechaza a Dios, pero con ello se cierra a sí misma el camino que conduce al "árbol de la vida" (3,24). Quedan fuera del jardín, fuera del mundo maravilloso que Dios había creado para ellos.

La ruptura de la alianza entre ambos se manifiesta ya en la acusación: "La mujer"...(3,12). La relación de amor se transforma en relación de fuerza, de dominación. La mujer ya no se siente la reina del hogar, sino la esclava; vive la maternidad como un peso, con dolor. El mundo del trabajo aparece duro, espinoso, esclavizante. El futuro, dominado por la muerte (3,16-19). Marido y mujer quedan en una situación cerrada de la que no pueden salir por sus propias fuerzas. El amor humano necesita ser redimido. Reconocerlo es toda una confesión de fe (cf CEC 1606-1608).

El evangelio nos invita a ver el matrimonio en la perspectiva de los designios de Dios. La unión conyugal es alianza de amor: "Abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne" (Gén 2,24). La misma diversidad y reciprocidad del varón y de la mujer, destinados a tal unión, son presentados como una imagen expresiva de Dios (1,27); la fecundidad, como bendición (1,28); el amor conyugal, como redención de la soledad (2,18).

El matrimonio es una obra de Dios, del que proviene todo amor verdadero. Un amor que puede haberse originado en circunstancias aparentemente casuales, pero en las que el creyente reconoce la mano de Dios: "Del Señor ha salido este asunto" (Gén 24,50;cf 24,48;Tob 6,11-12;7, 12). Por ello, se pide: "Que el Señor nos construya la casa" (Sal 127). Jesús devuelve al matrimonio la perfección de los orígenes, atacando el mal en su raíz. Es el corazón la raíz que necesita ser saneada. Es el hombre entero el que se manifiesta en cada uno de sus gestos (cf Mt 5,27-28). La fidelidad del corazón también evangeliza. El amor al que están llamados los esposos es un amor total y para siempre. Si así lo consiguen, serán una señal en medio del mundo.

Jesús se opone a toda decadencia moral, incluso a la antigua tolerancia mosaica: "Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre" (Mt 19,6). Los discípulos comprenden con dificultad la exigencia de Jesús. Tal exigencia se realiza en medio de un orden de gracia (cf 19,10-11).

El concilio Vaticano II enseña el valor sagrado del matrimonio, de todo matrimonio: "Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable. Así, del acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina. Este vínculo sagrado, en atención al bien tanto de los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la decisión humana" (GS 48). El amor matrimonial es uno e indisoluble (GS 49).

Ahora bien, el matrimonio vivido desde la fe cristiana se convierte en sacramento de Cristo. Cristo "sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio. Además, permanece con ellos para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad". Cristo ayuda y fortalece a los esposos "en la sublime misión de la paternidad y maternidad", así como en "la educación, principalmente religiosa" (GS 48).

 

7. FECUNDIDAD DEL MATRIMONIO. Los esposos, dice el concilio Vaticano II, son "cooperadores del amor de Dios y como sus intérpretes". A ellos corresponde decidir "con responsabilidad humana y cristiana" el número de hijos (GS 50). El amor conyugal ha de conjugarse con el respeto a la vida humana "desde su concepción" (GS 51). Sin embargo, los esposos pueden hallarse en situaciones en las que el número de hijos, al menos por cierto tiempo, no puede aumentarse" (GS 51).

La cuestión de la regulación de la natalidad fue confiada por Pablo VI a la Comisión pro Estudio de Población, Familia y Natalidad, para que, cuando ésta acabara su tarea, el papa diera su juicio. En la Comisión, la mayoría juzgó que el control artificial de la natalidad tenía la misma moralidad que el control natural, con tal de que no fuera abortivo o con tal de que clínicamente no estuviera contraindicado (por ejemplo, por dañar a la mujer o al feto). Pues bien, unos meses después, el 25 de julio de 1968, Pablo VI publicó la encíclica "Humanae vitae", optando por la posición minoritaria y aceptando sólo el control natural. La sorpresa fue grande. Quedaba ya muy lejos la obsoleta biología aristotélica y medieval, según la cual en el semen masculino estaría contenido todo el hombre en potencia, mientras la mujer permanecería pasiva en la generación (cf Tomás de Aquino, Suma de Teología, I, c.118, a.1.4; Aristóteles, 1.2,c.4). Hoy sabemos que el nuevo ser humano comienza con la fecundación del óvulo femenino.

En carta pastoral el obispo Luciani, luego papa Juan Pablo I, dijo a sus diocesanos: "Confieso que, aunque no revelándolo por escrito, albergaba la íntima esperanza de que las gravísimas dificultades existentes pudieran ser superadas y que la respuesta del maestro, que habla con especial carisma en nombre del Señor, pudiera coincidir, al menos en parte, con las esperanzas concebidas por muchos esposos, una vez constituida una adecuada comisión pontificia para examinar el asunto" (29-7-1968).

Una cosa es el mandamiento general "Creced y multiplicaos" (Gén 1,28) (o una llamada profética a los pueblos que envejecen por su escasa natalidad) y otra cosa muy distinta es el principio según el cual todo "acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida" (HV 11;CEC 2366), considerando "intrínsecamente mala" toda acción conyugal que pretenda un control artificial de la natalidad (cf CEC 2370).

 

8. CLAVES CATEQUETICAS. La perspectiva cristiana del matrimonio y su celebración sacramental afecta a dos tareas básicas de la catequesis: iniciar en el estilo de vida de Jesús, lo que supone un proceso de conversión al evangelio; e iniciar en el sentido del sacramento, lo que supone descubrir lo que aporta el evangelio a la celebración del matrimonio.

Una clave catequética fundamental es asumir, como hizo el concilio, la realidad actual del matrimonio con sus luces y sombras, con sus interrogantes, para sembrar ahí la experiencia del Evangelio.

Es fundamental también la toma de conciencia histórica: en medio de los cambios sociales y culturales que se producen a lo largo de la historia en lo que al matrimonio se refiere hemos de distinguir lo que es permanente y esencial de lo que es caduco y accesorio.

La doble inspiración conciliar (vuelta a las fuentes y diálogo con el mundo de hoy) nos permite establecer, de forma renovada, una relación evangelizadora con el mundo (cf Jn 4,16-18), más allá de los viejos esquemas propios de una situación de cristiandad, en una experiencia humana tan profunda como la del matrimonio.

Una clave fundamental, se celebre como se celebre el matrimonio en la diversidad de tiempos y lugares, es el consentimiento matrimonial. En cierto sentido, el evangelio no anuncia nada nuevo, sino que remite a una realidad primordial, que es preciso reconocer y respetar. En diálogo con la psicología actual, la catequesis destacará la autonomía y la madurez que supone ese consentimiento: "Dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer".

Otra clave importante es la fidelidad del corazón y la fidelidad matrimonial. En positivo o en negativo, la cuestión fidelidad/infidelidad sale donde menos se piensa. Asimismo, una catequesis viva ha de facilitar una decisión adulta y responsable, humana y cristiana, en lo que se refiere a la paternidad responsable y a la regulación de la natalidad.

En resumen, el sacramento del matrimonio celebra la realidad del amor humano entre marido y mujer, vivido bajo la acción del Espíritu. Reconocer que el amor humano necesita ser redimido supone toda una confesión de fe. Es preciso abrirse al don de Dios, manifestado en Cristo. La comunidad cristiana (consciente de sus limitaciones, pero confiando en la Palabra de Dios) celebra el cumplimiento gozoso de una palabra de fidelidad definitiva y de fecundidad responsable.

 

9. TRATAMIENTO CATEQUETICO EN LAS DISTINTAS EDADES. En la catequesis de niños podemos prestar atención a cómo viven ellos la relación existente entre sus padres. Los niños no entienden muchas cosas del mundo de los adultos, pero entienden el proyecto de Dios sobre el matrimonio: quieren que sus padres no se separen nunca.

En la catequesis de jóvenes se pueden asumir estos objetivos: descubrir la importancia de la fidelidad del corazón y de la fidelidad matrimonial, valorar la importancia del consentimiento matrimonial, preparar el corazón para un amor que sea para siempre.

En la catequesis de adultos puede plantearse la dimensión sacramental del matrimonio en términos de experiencia: ¿Se percibe la acción de Dios en las diferentes situaciones: enamoramiento, convivencia ordinaria, paternidad responsable, educación de los hijos, casos de separación, casos de reconciliación o reconstrucción del matrimonio? ¿En qué medida ayuda una comunidad a descubrir y vivir lo que significa casarse en el Señor? ¿En qué se nota que los esposos cristianos evangelizan? ¿Son una señal en medio del mundo?

La catequesis prematrimonial, es lo ideal, puede integrarse en el proceso de inspiración catecumenal de jóvenes y de adultos. Sin embargo, teniendo en cuenta la condición secularizada de la mayoría de los novios, en muchos casos la preparación al matrimonio puede convertirse en siembra del evangelio, en evangelización primera, abierta a una evangelización básica posterior.

Podría facilitar una catequesis viva sobre el tema, actualizando la pedagogía original del evangelio, una lectura en grupo del pasaje de la boda de Caná (Jn 2), asumiendo primero lo que no se entiende, lo que choca, los interrogantes, para hacer después una presentación actual de la catequesis del "vino nuevo", símbolo del evangelio (cf Lc 5,37-39), y terminar con un diálogo abierto.

Podemos celebrar una boda con "vino viejo", símbolo de la Ley; el vino viejo quizá es escaso y se acaba en pleno banquete; podemos vernos remitidos a las "tinajas de las purificaciones" (en la celebración puede aparecer, de la forma que sea, la obsesión por la culpa y la indignidad del hombre); las tinajas quizá están vacías (el viejo ritual no funciona) y es preciso llenarlas de agua; finalmente, podemos ver la transformación del agua en vino, la verdadera purificación convertida en la fiesta del evangelio.

Jesús López Sáez

 

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Artículo publicado en Nuevo Diccionario de Catequética (San Pablo, Madrid, 1999)