Una palabra más
Cuando publiqué el artículo sobre la muerte y la figura de Juan
Pablo I, la revista Vida Nueva lo presentó como "una postura muy respetable
de un hombre de Iglesia" (33). En principio, habíamos acordado abrir un
diálogo sobre el tema; cabía, por tanto, la objeción y el derecho de rplica.
Pues bien, poco después la revista se vio forzada a publicar una descalificación
global del artículo (34), mientras su director, Pedro Miguel Lamet, me agradecía
el testimonio de fe y de libertad. El mismo Lamet, que sería destituido dos
años después, escribía por entonces: "Muchas veces tenemos que aprender
de los que están entre barrotes a vivir el don de la libertad interior... Hay
tantos que estamos en la cárcel sin saberlo!" (35). No hubo opción de réplica.
Y en el Secretariado Nacional de Catequesis, donde yo era responsable del Departamento
de Adultos, se me dijo: "Ni una palabra más ni un paso más ni nada de nada
de nada, si quieres seguir aquí". Respondí que eso no lo podía aceptar,
que había publicado el artículo en conciencia y que de una u otra forma, de
palabra o por escrito, pensaba seguir con el tema. Aunque se me cesara, como
así sucedió en el verano siguiente (36).
Desde entonces vengo preparando la publicación de un segundo escrito, que se
ha convertido en el presente libro. El problema sigue vivo, como herida cerrada
en falso. Y hay que distinguir con mucho cuidado las palabras verdaderas de
aquellas otras que no lo son. Como se dijo a un grupo de venecianos que acudió
al entierro: "Hay que hacer justicia a Juan Pablo I". Su muerte fue
oscura, con demasiadas cosas inexplicables; su figura es luz creciente, que
no debe ocultarse. Ni estaba enfermo ni le venía grande el pontificado
ni en su elección se equivocó el Espíritu. Nuestra generación ha de responder
de todo ello. Por nuestra parte, repudiamos de nuevo el silencio vergonzoso,
"no procediendo con astucia, ni falseando la Palabra de Dios" (37).
Cuando, en la tarde del 30 de septiembre, el cadáver del Papa era trasladado
a la basílica de San Pedro, en el momento en que se entonaba el Magnificat,
los aplausos de la multitud ahogaron las voces del coro. Fue un inmenso canto
de acción de gracias por el Papa Luciani. Que se repita mil veces, once años
después.