LA MUERTE COMO PASO

 

Jesús López Sáez, 1972

1.- GENIO Y FIGURA

Photos copyright Fondation Teilhard de Chardin

Theilard de Chardin

 

Cuando, en la que vino a ser la última página de su diario, Teilhard confesaba que el último enemigo del hombre era la muerte, ni siquiera podía sospechar que este postrer jinete apocalíptico había de segar tres días después, a galope ciego a imprevisto, el tallo otoñal de su propia existencia. Era el 10 de abril de 1955, Pascua de Resurrección. Tampoco había podido anunciar sino en puro deseo un día mejor para morir, ni una fecha más dotada de significado: el último enemigo del hombre será puesto a los pies del Resucitado, de ese Jesús ensalzado a la derecha del poder de Dios, después de haber sido condenado y muerto por los hombres dirigentes del pueblo elegido.

En el día de Pascua

Poco antes, el 15 de marzo, durante una cena en el consulado de Francia en Nueva York, Teilhard había manifestado: "Me gustaría morir el día de Resurrección".

Uno de sus más fieles compañeros, el P. Leroy, nos describe la última jornada de Teilhard: “Se encontraba muy bien. La mañana de Pascua asistió a una misa solemne en la catedral de San Patricio. Por la tarde acudió a un concierto. Al llegar a la casa de unos amigos se mostró satisfecho de la ‘magnífica jornada’; se sentía feliz. Acababa de colocar un papel en el alféizar de una ventana e iba a tomar el té, cuando súbitamente cayó al suelo, cual árbol bruscamente talado de un solo tajo. Al verle inconsciente, se pensó en un desmayo y le colocaron una almohada bajo la cabeza. Al cabo de algunos minutos abrió los ojos y dijo: ‘¿Dónde estoy? ¿Qué me ocurre?. -‘Está usted en nuestra casa ¿No me reconoce?, repuso la dueña de la casa. -‘Sí. Pero ¿qué me ocurre?’ -‘Un síncope’ - ‘No recuerdo nada. Esta vez es terrible’ (Carta a Cuénot, 17-4-1955)”. Murió por ruptura de la arteria coronaria. No se pudo hacer nada.

Sabiduría superior

Mas por una intuición profunda, una sabiduría superior que sólo se alcanza en escasos momentos, Teilhard ha escrito sobre su diario un testamento sintético, el legado conciso de su último horizonte de existencia, en la cima y altura de su tiempo, desde donde todo había de verse en suma simplicidad. He aquí sus tres convicciones fundamentales: la primera se refiere exclusivamente al cosmos y dice en ella que el Universo está centrado evolutivamente; la segunda se refiere a la relación Dios-mundo y confiesa en ella que Cristo es el Centro; la tercera se refiere al hombre en su problema radical, el escatológico, el de su destino definitivo, el que aborda San Pablo en “los tres versículos” – tan familiares para Teilhard – de la 1ª Carta a los Corintios: el último enemigo reducido a la nada es la muerte, pues todo ha sido puesto bajo sus pies... Y cuando todas las cosas hayan sido sometidas a Él, entonces todo será divinizado, Dios será en todas las cosas. Fin de la aventura del mundo y del hombre.

Esta tercera consideración acerca de la muerte ocupa por sí misma un lugar importante en este testamento vital. Y es que la muerte, “océano y consumación de todas nuestras disminuciones”, ha sido largamente esperada y presentida por este atento vigía de los grandes problemas de la existencia. La muerte no es un hecho ante el que Teilhard, “investigador del fenómeno y de todo el fenómeno”, cierre los ojos. Distraídos quizá por su apología de la acción y el desarrollo, no siempre caemos en la cuenta de que las fuerzas de disminución y de muerte, primero son aceptadas en su vida, y luego son integradas en su concepción del hombre y del mundo. Sólo teniendo presente esto, la tercera cláusula de su testamento espiritual adquiere perspectiva de amplia vivencia y dimensión de humana profundidad.

Atento vigía

Son más de noventa las veces que en su obra total dirige Teilhard su mirada a ese mare tenebrosum, donde naufragan todas las existencias y donde, a su tiempo, desaparecerá y se sumergirá este mundo. Contra lo que frecuentemente se oye decir, Teilhard separa cuidadosamente sus ideas en dos grandes vertientes metodológicas, fenomenológica y mística, metódicamente autónomas, pero indeciblemente fundidas en la unidad existencial del pensar y saber humanos. Sobre estas dos vertientes, se deslizan una y otra vez – hasta el centenar – las consideraciones teilhardianas sobre la muerte, ese acontecimiento trascendental que afecta – en diversa escala – no sólo al diminuto hombre de la calle, sino también al inmenso proceso en que consiste el cosmos.

Pero la postura de Teilhard no es meramente especulativa, sino que arraiga en la participación. Sabedor de que todos, antes o después, tenemos conciencia de un proceso desorganizador que se instala en el corazón de nuestra vida, no duda en reconocer el momento llegado para él, si bien – desde lo hondo de su impotencia – no podrá sino elevar una súplica al que la 1ª Carta a los Corintios llama “primogénito de entre los muertos”: “En estas horas sombrías, hazme comprender que eres Tú... el que dolorosamente separa las fibras de mi ser para penetrar hasta la médula de mis sustancia y llevarme en Ti”. Pero no sólo entonces, ante la inminencia más o menos próxima de sus días finales, sino mucho antes, en sus más jóvenes páginas de El Medio Divino – al que consideraba “el alma de su alma y exactamente él mismo” – se encuentra aquella profunda oración de la mañana en la que quiere abandonarse a las formidables acciones de disolución, que constituyen en la realidad bifaz de la existencia, crecimiento-disminución, una de las “dos manos de Dios”: “Mi comunión ahora sería incompleta (no sería cristiana sencillamente) si, juntamente con los aumentos que me trae este nuevo día, no recibiese en mi nombre y en nombre del mundo, como la más directa participación contigo, el trabajo oculto o manifiesto, de debilitamiento, de vejez y de muerte, que mina constantemente el Universo para su salvación o condenación”.

En su aceptación, testamento, pensamiento y participación, revela Teilhard su genio y figura ante el oleaje de sus propias decadencias.

2.- DE TEJAS ABAJO

Presocrático contemporáneo y “físico en el viejo sentido griego”, Teilhard rastrea las viejas huellas de los grandes hechos evolutivos para hacerse una idea panorámica sobre la dirección y el sentido del desarrollo cósmico, y orientarse y situarse dentro de la historia universal del mundo, sabedor de que “la visión del pasado le revelaría la construcción del futuro”. “Investigador de todo el fenómeno”, acometió en esa perspectiva, una y otra vez, el problema del fin: ¿adónde va el mundo, la evolución y el hombre?

Panorámica universal

En la fenomenología general del acontecimiento evolutivo, podemos observar con el propio Teilhard un primer hecho: la sucesión temporal de las esferas de lo real, según lo cual hablamos de una cosmosfera: que precede a una biosfera, y de una biosfera que mantiene semejante relación frente a una noosfera. El segundo hecho es el siguiente: la dinámica temporal en que el mundo se hace no ha llegado a su fin, por lo que cabe preguntarse cuál podría ser la próxima epifanía de lo real, o, al menos, suponer que puede haber alguna. El tercer hecho: en aquella sucesión temporal de las esferas observamos el progreso; a saber, cada eón evolutivo ha venido a superar al precedente, a trascenderle, con lo cual el proceso de desarrollo del mundo adquiere un sentido, una dirección, un centro sucesivo y dinámico. Es decir, los esfuerzos del mundo en situación de cosmogénesis adquieren un sentido y un centro trascendente, cuando la vida aparece sobre la tierra; y similarmente, los esfuerzos del proceso evolutivo en situación de biogénesis adquieren sentido y un nuevo centro, cuando la reflexión ha irrumpido en el mundo. Así, en la línea del tiempo, lo primero encuentra su sentido en lo postrero y la historia del mundo – de principio a fin – es una creación de realidades cada vez nuevas y cada vez mayores, que centran sucesivamente toda etapa precedente: cosmogénesis – biogénesis – noogénesis o antropogénesis.

Según este principio de recapitulación creciente o, mejor dicho, de recapitulación o centración trascendente, que arroja la fenomenología general del mundo, él asume el destino de la historia cósmica, y a este destino que le es propio debiera encontrar un sentido y un centro. Pero he aquí el problema: el hombre, elemento reflexivo del mundo, percibe por experiencia existencial y científica su propia finitud y la del mundo mismo.

Ahora bien, ante el hecho bruto de la muerte y la ley universal de la entropía, ¿cuál es el valor y las esperanzas del mundo y del hombre? ¿Qué significan ambas decadencias? Si la nada es el futuro de la evolución, ¿tiene realmente sentido el esfuerzo precedente? ¿Sería efectivamente en la próxima epifanía de lo real donde por primera vez se frustrara aquella constante de centración trascendente y la totalidad del movimiento cósmico? Así, exactamente, no habría epifanía, sino nada, muerte universal.

Sin llamarse a engaño

La tragedia de los humanismos contemporáneos, provocada por los agnosticismos de la razón pura, ha encontrado en el pensamiento positivista un caldo de cultivo en el que prolifera de Oriente a Occidente. Tanto el neopositivismo tecnológico, como el marxismo, niegan la posición misma de todo problema metafísico, último, trascendente. Es – dicen – una evasión del espíritu humano, que, lo que tiene que hacer, es construir la Tierra. Y porque es una evasión, es una alineación. “Seamos positivos”: este es el credo común del positivismo de ambos.

Sin embargo, cuando ambos humanismos hayan logrado su objetivo, la solución de los problemas urgentes y obvios – inaplazables, ciertamente (la construcción de la Tierra, a escala cósmica, y la situación del hombre de la calle en el concierto social de la vida, a escala individual) -, entonces sobre todo aparecerán – ya deben aparecer ante el hombre consciente – sus problemas represos, los de su destino, los últimos, los más hondos. Sólo en un hombre liberado de necesidades acuciantes aflorará planetariamente un nuevo estado de conciencia, en cuyo ámbito pueda afrontar reflejamente la humanidad problemas que tan directamente la afectan, como el de su propio destino. Cada vez con mayor intensidad, cada vez con mayor conciencia. Y sólo entonces llegaría a ser cotidiano y social, lo que ahora es individual y esporádico.

Esa “faberización” del hombre fustigada por los mejores pensadores de nuestra centuria (Schweitzer, Rathenau, Hammacher, Spengler, Jaspers, Ortega...) como el peligro máximo de nuestra cultura, equiparable a una nueva invasión bárbara (“la invasión vertical de Europa”), encuentra en Teilhard un nuevo profeta que, con más optimismo y fe en la humanidad, ha llegado a creer aún en plena guerra mundial – que el hombre puede y debe superar su presente desinteriorización en un futuro estado de conciencia, precisamente cuando la técnica le haya liberado de sus problemas obvios, de sus necesidades más alienantes, por las que ahora se traiciona a sí mismo.

La ampolla cósmica

El mundo es un enorme misterio. Para el primitivo, sí, pero también para el hombre contemporáneo. El primitivo adora las fuerzas de la naturaleza, pero el contemporáneo no tiene otro polo de adoración. El mundo continúa dotado de enorme atractivo y sugestión, la curiosidad humana no tiene límites, y el hombre no nace nada más que descubrir, significado originario de la acción por la que se alcanza una verdad. La “capacidad  ilimitada” del entendimiento humano aún descubre américas por el universo. Decimos vulgarmente que “el mundo es un pañuelo”, pero ¿quién no queda apabullado por la distancia que nos separa de Plutón? ¿quién no adora la complejidad del ADN pensando que contiene la verdad de la vida?

Teilhard aboga por el día en que el mundo nos resulte efectivamente pequeño para las aspiraciones humanas, por el día en que el hombre, tomados los límites exactos a este universo, comprenda que su mundo se encuentra cerrado “no tanto espacial como antológicamente”, es decir, sin futuro, infeliz, desesperado. Por eso, el mundo es, en realidad, una “ampolla cósmica”, de la que no tenemos suficiente conciencia. De otra forma, nos produciría cierta “claustrofobia pánica”.

Condena de todo viviente

Este mundo que es cosmos, vida y pensamiento, y que, siendo ya vital, ha sido hominizado cuando la reflexión ha irrumpido en el mundo, mantiene su trascendente logro reflexivo sobre el inmenso calvario de las especies vivas que le precedieron. Y lo que es más, este mundo vivo y reflexivo mantiene su triunfo y perfección específica al duro precio de la inmolación de sus individuos, de forma que, a gran escala – a escala cósmica y biológica -, la especie llega a ser mucho más real que los individuos mismos. Pero el mundo no es sólo un cometa que se logra incesantemente hacia delante y se consume indefinidamente hacia atrás; el mundo es además un cometa a quien espera, con paciencia cósmica y sobre la oscura noche de los tiempos, el último destello. Su proceso de disminución y de muerte, dictado por la ley de la entropía, no es presenciado en la experiencia cotidiana; de ahí que los antiguos griegos pudieran que la corrupción de los seres era una cualidad particular de las latitudes terrestres, mientras que las divinidades astrales quedaban a salvo en la celeste inmortalidad. Pero no, ahora sabemos que muere todo, el hombre, la vida y el cosmos.

El mal de la persona

“El verdadero dolor ha entrado en el mundo con el Hombre, cuando por primera vez una conciencia reflexiva fue capaz de asistir a su propio empequeñecimiento. El único mal verdadero es el mal de la persona”. Es decir, el mal poseído por alguien, el mal consciente. Y la muerte es el “océano” de todas nuestras disminuciones, el resumen y la consumación de nuestras decadencias, la plenitud de todos nuestros males. Por ello, el verdadero dolor ha entrado en el mundo, cuando el elemento reflexivo del cosmos ha tomado conciencia de su propio empequeñecimiento, cuando ha tenido que aceptarse a sí y a todos sus congéneres – no de otro modo -, sino como “condenados a muerte”, ley fundamental, “engranaje esencial”, acontecimiento inexorable de la existencia humana, del que todos los demás males y disminuciones, “todos nuestros obstáculos”, no son sino ríos que fluyen a su propio océano. Y así, cuando Teilhard ha de testificar sobre el mal del mundo ante quien le calificaba de ciego y optimista, dirá que “incluso a la mirada del simple biólogo, nada se parece tanto a un camino de cruz como la epopeya humana”.

La acción por un “para siempre”

Aceptando así los hechos, Teilhard prosigue su camino de interiorización sapiencial y se extraña al percibir entre los congéneres como dos clases de hombres: aquellos que, cuando actúan, están actuando de una u otra forma para siempre y aquellos cuya acción no revela trascendencia alguna, los hombres del compromiso caduco, los hombres “bárbaros” de nuestro tiempo.

Teilhard se pregunta si es que existen realmente dos clases de congéneres o, si más bien, lo que sucede es que existen hombres que no han alcanzado profundidad y maderamiento, que no son capaces de comprometerse, como el enamorado o el viejo Tucídides, “eis aei”, es decir, para siempre. Y se inclina por lo segundo; ya conocemos su opinión de que la humanidad a escala planetaria, debe alcanzar aún un nuevo estado de conciencia, al liberarse de las necesidades que ahora la alienan.

Ese compromiso en la acción por un “para siempre” constituye en el sistema de pensamiento teilhardiano lo que podría denominarse vía psicológica, y viene a ser una de las bases sobre las que fundamente Teilhard su hipótesis fenomenológica sobre el mundo; “entre los hombres, en donde se hace reflexiva, la vida se descubre como exigiendo ser irreversible para su propio funcionamiento. Si, en efecto, nos diéramos cuenta de que el Universo va hacia una muerte total, ipso facto morirá en el fondo de nosotros mismos el gusto por la acción; es decir, que la vida se destruiría automáticamente al tomar conciencia de sí misma. Y esto parece más bien absurdo”.

La energía más consistente

La segunda vía en que apoya Teilhard su hipótesis fenomenológica podría ser denominada hiperfísica, o cosmológica. Toma su fuerza del principio de conservación de lo real y, más específicamente, del principio de conservación de conciencia. La evolución es un hecho, ahí está. Y está con una dirección determinada, con un telos que consigue, con una historia de relaciones y logros. Lo real se defiende por sí mismo en su marcha irreversible hacia su propio fin, hacia Omega. Más concretamente, lo real ha llegado a ser conciencia y he aquí precisamente la energía más poderosa y la energía más consistente que ha irrumpido en el mundo. Pero sobre todo, he aquí la energía que ha asumido reflejamente los destinos y la esperanza del mundo en la flecha de la evolución, en la cima de la complejidad (reflexión), en el ápex de la historia, de modo que de la posibilidad de su trascendencia frente a la muerte, de su propia consistencia evolutiva, depende el logro, el telos y, por tanto el sentido de todo el esfuerzo precedente cósmico.

Negar que el mundo pueda y deba tener un sentido no es tanto una “virtud crítica”, cuando una “enfermedad espiritual”. Aceptar, y abandonarse al sin sentido y absurdo del mundo y de lo real es, para el hombre consciente, una locura y, a la vez, el mayor de los absurdos, un absurdo capital, un suicidio reflexivo.

El punto Omega

Este signo aritmético, que en principio nada tiene que ver con el Omega apocalíptico, es el centro final de convergencia y centración de todo el proceso cósmico. Este gran desconocido de los esquemas teilhardianos no es un mero proceso de planetización y socialización cósmica que haga recordar el esperado paraíso de la sociedad comunista. Por ser el nuevo centro del desarrollo cósmico, Omega debe ser superior a toda realidad precedente. Por ser el último centro del proceso evolutivo, Omega debe ser trascendente a todo fenómeno. Sólo así puede centrar la totalidad, sólo así puede dar sentido a todo fenómeno que termina en la muerte. Omega no es un proceso meramente inmanente, Omega ni siquiera es un proceso, Omega es una realidad que está al otro lado, más allá de la muerte, absolutamente trascendente. Omega es el futuro y la realidad superior que espera a una evolución que ha llegado a ser consciente, pero que ha de afrontar el “paso vertiginoso y oscuro” de la muerte. Omega ha de ser, según el proceso de recapitulación creciente, una trascendencia personal. Trascendencia, porque está al otro lado de todos y cada uno de los fenómenos. Personal, porque – al ser todo asumido, recapitulado y trascendido, es decir, superado-, desde el momento en que el mundo ha llegado a ser personal, ya nada puede tener sentido para él que no sea supremamente personal, ya ninguna realidad puede ser superior ni puede atraerle si no es sumamente relacional. Ya ningún punto trascendente podría centrarle.

Omega es el punto clave de la hipótesis teilhardiana. Es, justamente, el punto supuesto para dar una inteligencia total del fenómeno. Si Omega existe, entonces todo es explicable. También la muerte. La muerte es, en la perspectiva teilhardiana de Omega, el camino por donde precisamente se llega a Omega, el fenómeno trascendental frente a Omega, por el que salimos de la ampolla cósmica, y ello “no tanto espacial, como ontológicamente”.

3.- LA LUZ DE LA REVELACIÓN

Hombre inteligente y creyente, Teilhard considera ilegítimo el cisma que gradualmente, desde el Renacimiento, ha separado al Cristianismo de lo que pudiéramos llamar corriente religiosa natural del mundo, conflicto éste cuyo desarrollo – dice – ha hecho más daño al cristianismo que las peores persecuciones [1] . Para Teilhard, el mundo actual no es radicalmente incrédulo o arreligioso, pero su facultad natural de adoración ha derivado hacia un Objeto, el Universo, que le parece estar en oposición con el Dios cristiano. Situando aquí la fuente primera de la, tan generalizada, incredulidad moderna y el conflicto ilegítimo entre Religión y Progreso, Teilhard aboga por el replanteamiento teológico de un Dogma cristiano que en principio “forzosamente (teniendo en cuenta su fecha de nacimiento) sólo pudo formularse en las dimensiones y según las exigencias de un Universo que, en muchos aspectos, seguía siendo el Cosmos alejandrino” [2] . La Religión es muchas veces despreciada no por su contenido profundo, sino por su concepción y representaciones de un mundo a las que todavía se siente ligada, pero que han sido definitivamente superadas.

En su persona y en su obra, Teilhard presenta un decidido “aggiornamiento” que le permite dialogar con el mundo moderno y del que la misma Religión ha de salir fecundada, engrandecida. Con dinamismo nuevo para un tiempo nuevo. Como muy oportunamente se ha dicho, Teilhard “tiene el mérito de devolver al cristianismo su sentido cosmológico”. Pero también, el de haber ofrecido a un mundo dinámico la luz de la Revelación.

Omega es Cristo

Avanzando de abajo hacia arriba en la dirección fenomenológica, según las vías experimentales de la Ciencia, es cierto que no se llega sino a ese hipotético “dios desconocido” que es Omega, pero también es verdad que no es posible “pensar el Universo con plena coherencia, con las exigencias externas e internas de la antropogénesis”, si se prescinde de él. La antropogénesis es un movimiento necesitante, volcado irreversiblemente hacia Omega. Omega es techo del mundo y ápex del desarrollo cósmico.

Cambiando de perspectiva y considerando las cosa de arriba abajo, es decir, “a partir de las cimas en que nos coloca el Cristianismo y la Religión” [3] , el poder universal de Cristo sobre la Creación, que llena, consuma, da consistencia y recapitula, colma los atributos de Omega. Por muchas vueltas que se de a las cosas – es una idea muy querida en Teilhard, el Universo no puede tener dos cabezas, como en un circulo no caben dos centros. “Por muy sobrenatural que acabe siendo la operación sintetizadora reivindicada por el Dogma cristiano para el Verbo encarnado, ésta no puede ejercerse en divergencia con la convergencia natural del mundo, tal y como hemos definido anteriormente. Centro universal crístico, fijado por la Teología, y centro universal cósmico, postulado por la Antropogénesis; a fin de cuentas, los dos focos coinciden (o por lo menos se superponen) necesariamente en el medio histórico en el que estamos situados. Cristo no sería el único Motor, el Único Desenlace del Universo, si el Universo pudiera, de algún modo, agruparse, incluso en grado inferior, fuera de él. Más aun, Cristo se habría encontrado aparentemente en la incapacidad física de centrar sobre sí, sobrenaturalmente, el Universo si éste no hubiera ofrecido a la Encarnación un punto privilegiado en el que tienden a reunirse todas las fibras cósmicas, por su estructura natural” [4] .

Evidentemente, esta dimensión cósmica de Cristo y esta ligazón física de Cristo con el Mundo a través de la Encarnación es una teología que, aun teniendo como primeros depositarios a San Pablo y a los Padres griegos, no ha sido suficientemente entendida y destacada por la mayoría de los teólogos de tradición latina. Por otro lado, la especulación teológica postridentina se ha demorado en una cosmología medieval, en vez de enfrentarse decididamente a las inmensidades temporal y espacial a las que los hechos exigen que extienda sus concepciones de la Encarnación [5] . De este modo, Teilhard invita a un doble replanteamiento de la Cristología, que subraye por un lado la dimensión cósmica de Cristo implicada en la Encarnación – y revelada en la Resurrección -, y que se desligue de la concepción estática de un mundo en cuyo marco de época había sido originaria y necesariamente depositada.

Cristo vencedor de la muerte

Si bien la situación singular de Cristo en la Creación entera radica de facto en la Encarnación, no obstante no se nos revela plenamente a nosotros sino a través de la Resurrección, en la que es constituido “Señor del Universo”. La Resurrección es, ciertamente, un misterio transmundano, trascendente, pero tuvo sus signos en torno a los cuales comenzó a enuclearse la actividad kerigmática de los apóstoles. La Resurrección es la “señal de Jonás” que había de ser ofrecida a una generación “incrédula y perversa”. La cristología incipiente de la primera predicación de Pedro en Los Hechos de los Apóstoles insiste en la asombrosa paradoja: “Lo sepa muy bien toda la Casa de Israel que Dios ha hecho Señor y Cristo a Jesús, a quien vosotros crucificasteis” (Act. 2, 36). Igualmente Pablo, en esa fórmula concisa de la confesión de fe pascual, proclama el acontecimiento más significativo de la historia en cuatro palabras quiciales: murió, fue sepultado, resucitó, se apareció. Así mismo, las narraciones de la sepultura y sepulcro vacío, pertenecen a la tradición catequética contra el “escándalo de la cruz”. Y las narraciones finales de los evangelios recogen múltiplemente los signos de aquello que venía a confirmar el testimonio de Jesús y a manifestar además su exaltación a la derecha del poder de Dios.

En la temática teilhardiana, efectivamente, “Cristo muere comulgando”, es decir, aceptando la voluntad del Padre en la obediencia de la vida y de la muerte, pero además – en una profundidad ulterior de la verdad cristiana sobre la muerte – “Cristo comulga muriendo”, es decir, la muerte es transfigurada hasta  llegar a convertirse en Medio Divino. Es más, Cristo, que había aceptado una kénosis (exinanivit) ya al hacerse hombre, alcanza el punto sumo de la comunión con el Padre, la “hora” joannea, precisamente muriendo.

Este acontecimiento superior a lo visto y oído en la espera cósmica de todos los tiempos, está llamado a centrar en torno a sí las esperanzas del mundo. De esta forma, el Cristo resucitado adquiere para Teilhard dimensiones cósmicas: “Tú has ocupado por derecho de Resurrección el punto clave en el que todo se concentra”. Ese acontecimiento abre una nueva época que viene a ser definitiva, novísima, escatológica. Inminente también, con una inminencia misteriosa que interacciona entre lo individual y lo cósmico, entre el tiempo y lo absoluto, entre lo humano y lo trascendente. Cristo ya, vencedor de la muerte y “por derecho de Resurrección”, centra una nueva etapa cósmica: la divinización del mundo. El mundo que siendo cósmico fue vitalizado, el mundo que siendo vital fue humanizado, este mundo, siendo humano, es divinizado en, por y a través de Cristo Jesús.

De esta forma, alcanza su fase final concreta todo el proceso cósmico y, sobre todo, la aventura de ser hombre en una Cosmogénesis que ha llegado a ser Biogénesis y Antropogénesis, pero que se halla en trance de una nueva recapitulación, la Cristogénesis. Lo cual quiere decir que se halla – como Cristo – en trance pascual. Esto es, de Muerte y Resurrección.



[1] CC., p-174.

[2] CC., p. 216.

[3] CC., p- 190.

[4] CC., p. 191.

[5] Ibíd., p. 174.