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Theilard de Chardin

 

LA MUERTE EN TEILHARD

 

El concepto evolutivo de la muerte en Teilhard de Chardin

 

VERDAD Y VIDA, Nº 26 (1968), Jesús López Sáez

 

 

 

 

 

Referencias Bibliográficas

 

En la fenomenología general del acontecimiento evolutivo podemos observar un primer dato: la sucesión temporal de las esferas de lo real, según lo cual hablamos de una cosmosfera que precede a una biosfera y de una biosfera que mantiene semejante relación frente a una noosfera.

El segundo dato es el siguiente: la dinámica temporal en que el mundo se hace no ha llegado a su fin, por lo que cabe preguntarse cuál podría ser la próxima  epifanía de lo real, o, al menos, suponer que puede haber alguna.

El tercer dato: en aquella sucesión temporal de las esferas observamos un progreso: cada eón evolutivo ha venido a superar al precedente, a trascenderle, con lo que el proceso de desarrollo del mundo adquiere un sentido y un centro dinámico. Es decir, los esfuerzos del mundo en situación de cosmogénesis adquieren un sentido y un centro, cuando la vida aparece sobre la tierra; y similarmente: los esfuerzos del proceso evolutivo en situación ya de biogénesis adquieren sentido y un nuevo centro, cuando la reflexión ha irrumpido en el mundo. Así podemos decir que, en la línea del tiempo, lo primero encuentra su sentido en lo postrero y, también, que la historia del mundo de principio a fin es una creación de realidades cada vez nuevas y cada vez mayores, que centran sucesivamente toda etapa precedente: cosmogénesis-biogénesis noogénesis o antropogénesis.

Según este proceso de recapitulación o centración trascendente, que arroja la fenomenología general del mundo, el hombre –en quien la evolución se ha hecho consciente- asume el destino de la historia, y a este destino que le es propio debiera encontrar un sentido y un centro. Pero he aquí el problema: el hombre, elemento reflexivo del mundo, percibe por experiencia existencial y científica su propia finitud y la del mundo mismo.

Ahora bien, ante el hecho bruto de la muerte y la ley universal de la entropía, ¿cuál es el valor y esperanzas del mundo y del hombre? ¿Qué significan ambas decadencias? Si la nada es el futuro de la evolución, ¿tiene realmente sentido el esfuerzo precedente? ¿Sería, efectivamente, en la próxima epifanía de lo real donde por primera vez se frustrara aquella constante de concentración trascendente y la totalidad del movimiento cósmico? Así más exactamente, no habría epifanía, sino nada, muerte total.

He aquí, pues, cómo se sitúa el problema de la muerte en la perspectiva teilhardiana de Omega. Más adelante veremos que Omega en su trascendencia es el destino último  del fenómeno cósmico en cuanto que viene a dar un sentido  y un centro a la historia y a la muerte humanas.

La muerte, pues, considerada a escala individual o a escala cósmica, no es en modo alguno un hecho ante el que Teilhard – investigador del fenómeno y de todo fenómeno [1] - cierre los ojos. Distraídos, quizá, por su apología de la acción, no siempre caemos en la cuenta de que las fuerzas de disminución y de muerte son aceptadas en su fenomenología como “engranaje esencial” [2]   de su interpretación del mundo.

El presente trabajo consta de dos partes principales, centrales:

La una, positiva, en la que pretendo mostrar que para Teilhard la muerte es paso hacia una nueva forma de existencia. Así, en toda su crudeza. Dicho de otro modo, la visión teilhardiana de la muerte aparece como el acontecimiento de ningún modo circunstancial, sino esencial [3] a la aventura humana, por el que ésta es colocada en situación de trascendencia. Existir en la trascendencia más allá de la muerte es esa nueva forma de existir y, de este modo, la trascendencia –atributo que Teilhard da a Omega [4]   y, en su momento, también al Medio Divino [5] - viene a ser horizonte y sentido para la muerte humana; o, lo que es lo mismo, el éxtasis en la trascendencia, su interpretación misma.

La segunda parte esencial es sistemática; en ella pretendo exponer algunas razones que hacen de la fenomenología de Teilhard una hipótesis coherente en torno al problema de la muerte. En un segundo paso metodológico pretendo analizar también su horizonte teológico.

 

I

PARTE POSITIVA

 

Vamos a mostrar, pues, que la concepción teilhardiana de la muerte aparece como paso a la trascendencia. Sin embargo, tras esta primera definición genérica, por exigencias de claridad y de método, distinguimos inmediatamente dos perspectivas: fenomenología y mística.

 

Perspectiva fenomenológica

En este punto de mira, esa primera definición aproximativa y genérica de la muerte como paso a la trascendencia se concreta y especifica  ulteriormente como acontecimiento trascendental frente a Omega. Omega viene a ser, en el sistema de pensamiento de Teilhard, el nombre fenomenológico de esa trascendencia. Veamos cómo.

Efectivamente, una de las cualidades esenciales que Teilhard atribuye a Omega es concretamente la trascendencia: “último término de la serie (el Punto Omega), es al mismo tiempo fuera de serie... Si por su misma naturaleza no pudiera escapar al tiempo y al espacio ya no sería Omega” [6] . La trascendencia  es así el medio en que Omega puede recoger el esfuerzo total del proceso evolutivo, y sólo así es Omega: dirección última, sentido íntimo, realidad convergente de las cosas. Según ello, la muerte, en cuanto fenómeno trascendental frente a Omega, es “salida” [7] de la “ampolla cósmica” [8] por un “giro hacia Omega” [9] , y ello “no tanto espacial como ontológicamente” [10] .

A escala individual, la muerte se nos presenta como un fenómeno en que Omega “debe recuperar” esencialmente “nuestro Yo, nuestra propia personalidad” [11] más allá de la muerte, en una esfera más honda y profunda de lo real y trascendentalmente diversa, pues, como acabamos de ver, esa salida de la ampolla cósmica es no tanto espacial como ontológica. En el mismo apartado de los atributos de Omega – síntoma inequívoco de su conexión indeclinable -, presenta así Teilhard el fenómeno de la muerte individual: “De manera aparente el Hombre se corrompe exactamente igual como lo hace un animal. Y, no obstante, aquí y allá hallamos una función inversa del fenómeno. Por medio de la muerte, en el animal, lo radial se reabsorbe en lo tangencial. En el Hombre, por el contrario, escapa y se libra de él. Es decir, la evasión fuera de la Entropía por el giro hacia Omega” [12] .

Por lo que respecta a la dimensión cósmica de la muerte humana, presenta en el capítulo siguiente a la “tierra final” como “una Noogénesis que asciende irreversiblemente hacia Omega a través del ciclo estrechamente limitado de una Geogénesis... Es así como se introduce, de una manera natural, y tiende a adquirir su figura dentro de nuestras perspectivas, el acontecimiento fantástico e inevitable hacia el cual, cada día que pasa, nos va acercando más y más: el fin de toda Vida sobre nuestro Globo - la muerte del Planeta -, la fase última del Fenómeno humano” [13] .

En ambas escalas fenomenológicas encontramos un acontecimiento trascendental, la muerte, y un “foco” [14] de llegada también trascendental, Omega. De este modo, la “aventura humana” alcanza un sentido más allá de la muerte y la muerte misma es interpretada no como aniquilación, no como “desastrosa malversación” [15] , sino como la condición natural de “un éxtasis fuera de las dimensiones y de los marcos del Universo visible” [16] ... “una revuelta interior en bloque sobre sí misma de la Noosfera, llegada, de manera simultánea, al máximo extremo de su complejidad y de su centración..., una reinversión de equilibrio separando al Espíritu, ya totalmente construido, de su matiz material, para hacerlo descansar, entonces con todo su peso en el seno de Dios-Omega..., punto crítico a la vez de emergencia y de emersión, de maturación y de evasión” [17] .

Hemos hablado de “evasión fuera de la Entropía”, de “giro hacia Omega”, de “revuelta interior”, de “reinversión de equilibrio”... y es que en realidad se trata (antes hablábamos de una salida no tanto espacial, como ontológica) “de una vuelta más psíquica que sideral, parecida, es posible, a una Muerte, pero que será, de hecho, la liberación fuera del plano material histórico y el éxtasis en Dios” [18] . La muerte es, por lo tanto, un paso que de nuevo, lo encontramos descrito como “punto crítico” [19] , “más allá del cual la curva evolutiva de complejidad-consciencia sale, para nuestra experiencia, del Espacio y del Tiempo” [20] ; la muerte es, además “fase de crecimiento [21] , “metamorfosis [22] , metamorfosis que entraña para nuestra experiencia los caracteres de trance amargo, “la pena de metamorfosis”: “El verdadero dolor ha entrado en el mundo con el Hombre, cuando, por primera vez, una conciencia reflexiva fue capaz de asistir a su propio empequeñecimiento. El único mal verdadero es el mal de la Persona” [23] . Es decir, el mal poseído por alguien, el mal consciente. Y la muerte, como veremos después, es el “océano” de todas nuestras decadencias, “el resumen y consumación de todas nuestras disminuciones” [24] , la plenitud de todos nuestros males. Por ello, el verdadero dolor ha entrado en el mundo cuando el elemento reflexivo del cosmos ha tomado conciencia de su propio empequeñecimiento, cuando ha tenido que aceptarse a sí y a todos sus congéneres - no de otro modo -, sino como “condenados a muerte” [25] ; ley fundamental, “engranaje esencial”, acontecimiento inexorable de la existencia humana, del que todos los demás males y disminuciones, “todos nuestros obstáculos”, no son sino heraldos o, mejor, ríos que fluyen a su propio “océano”; por todo ello, cuando Teilhard ha de testificar expresamente sobre el mal del mundo, dice que “incluso a la mirada del simple biólogo, nada se parece tanto a un camino de cruz como la epopeya humana” [26] . El hombre es el único ser que posee su dolor, el ser que verdaderamente sufre; el hombre es, también, el único ser en el mundo que sufre su muerte. La muerte es trance amargo, doloroso, “grieta vertiginosa, oscuro paso” [27] , pero, no lo olvidemos, es trance de metamorfosis, punto crítico, simple fase de crecimiento:

“Los muertos, la Muerte, son y sólo son puntos críticos sembrados en el camino de la Unión” [28] .

La muerte es “una nueva salida y un nacimiento (esta vez fuera del Espacio y del Tiempo)” [29] .

“La muerte, en la que parece que desaparecemos, se descubre así como representante de una simple fase de crecimiento: marca nuestro acceso a una esfera suprahumana de autoconciencia, de personalidad” [30] .

En la perspectiva fenomenológica, pues, se nos presenta la muerte como acceso a una nueva forma de existir, como “liberación del espíritu, ya construido, de su soporte, de su matriz material”; hemos de tener en cuenta que toda la fenomenología teilhardiana es una fenomenología de la creación del hombre o génesis del espíritu: “la génesis del espíritu es un fenómeno cósmico; y el cosmos consiste en esta génesis misma” [31] . Por eso, el hombre nacido aquí y ahora, en la génesis del proceso evolutivo - en la historia -, concluye con la muerte el proceso genético que se había gestado en su concepción y, con la misma muerte, “espíritu ya construido”, abandona el plano material histórico hacia el éxtasis en Dios. Más allá de la génesis, de la inmensa operación biológica de la génesis, más allá de la historia, Teilhard afirma resueltamente la “consistencia evolutiva del espíritu a través de la muerte [32] .

La concepción del fenómeno humano como camino hacia Omega y la visión de la muerte como paso trascendental de la génesis e historia humanas se consiguen, se logran, en un mismo fenómeno: “la consistencia evolutiva del espíritu a través de la muerte”.

 

Perspectiva mística

En esta nueva perspectiva, metódicamente autónoma, pero indeclinablemente conexa en la unidad existencial del pensar y saber humanos, aquella primera definición  genérica de la muerte como paso hacia una nueva forma de existir se concreta y especifica ahora no ya como acontecimiento trascendental frente a Omega, sino como acontecimiento trascendental frente a Dios. Dios viene a ser - ahora con toda propiedad - el nombre místico de aquella trascendencia. Como vimos antes con respecto a Omega, una de las cualidades esenciales que paralelamente Teilhard atribuye al Medio Divino es, también, “Innumerable, vasto, como la onda centelleante de las criaturas que sostiene y sobreanima su Océano, el Medio Divino conserva al mismo tiempo la Trascendencia concreta que le permite reunir sin confusión a su Unidad triunfante y personal los elementos del Mundo” [33] .

“Dios se descubre en todas partes, cuando lo buscamos en nuestros tanteos, como un medio universal, porque es el punto último en el que convergen todas las realidades” [34] .

La trascendencia es así el medio en que Dios puede recoger el resultado total del proceso de creación del hombre sobre la tierra. Dios es la dirección última, sentido íntimo, realidad convergente de las cosas. La muerte, pues, en cuanto acontecimiento trascendental frente a Dios, se nos presenta como “pascua”, “éxtasis en Dios”, “excentración”, abandono y vacío óntico, “kénosis” (vaciamiento).

Por lo que atañe a la dimensión cósmica, Teilhard ve así la muerte del mundo en El Himno del Universo:

“Como el Término hacia el que se mueve la Tierra está del otro lado, no sólo de cada cosa individual, sino del conjunto de todas las cosas... el Mundo no puede llegar hasta ti, Señor, en último término, más que en virtud  de una especie de inversión, de vuelta atrás, de excentración, en donde queda oculto durante algún tiempo no sólo el éxito de los individuos, sino la apariencia misma de todo logro humano..., fase desgarradora de una disminución que no podrá ser compensada por ninguna cosa tangible” [35] .

Inexorablemente, la sinfonía del universo ha de terminar en silencio. Pero en éxtasis.

A escala individual, no cabe duda, la muerte se nos presenta como “grieta vertiginosa y oscuro paso” [36] , como algo desconcertante, escandaloso, inaceptable:

“Que Dios sea aprehensible en y por toda vida parece fácil de comprender. Pero ¿Dios puede hallarse en y por toda muerte? He aquí algo desconcertante” [37] .

“Cuando el granizo, el fuego, los bandidos, le quitaron a Job todas las riquezas y le dejaron sin familia, Satanás pudo decir a Dios: Vida por vida, el hombre se resigna a perderlo todo con tal de conservar su pellejo. Toca tan sólo el cuerpo de tu siervo, y ya verás si te bendice o no. No es mucho que se nos vayan las cosas, porque siempre podemos figurarnos que hemos de recuperarlas. Lo terrible para nosotros es evadirnos de las cosas por una disminución interior y además irreversible” [38] .

La muerte, pues, en un afrontamiento primario de su significado arroja sobre  la existencia humana el miedo, la congoja, y este episodio dramático del existir humano viene encuadrado por Teilhard en el ámbito de “las pasividades de disminución”, de las cuales es su centro y “océano”; “el resumen y la consumación de todas nuestras disminuciones” [39] , de todos nuestros “obstáculos”, separaciones y límites, de todas nuestras pérdidas, las reparables y las definitivas..., desapariciones prematuras, accidentes estúpidos, debilitaciones que afectan a las zonas superiores del ser...

“Todos, un día u otro, tuvimos o tendremos conciencia de que alguno de estos procesos de desorganización se ha instalado en el corazón mismo de nuestra vida. Unas veces son las células del cuerpo las que se rebelan o se corrompen. Otras son los propios elementos de la personalidad los que parecen discordantes o emancipados. Y entonces asistimos, impotentes a depresiones, rebeliones, tiranías internas, allí donde no hay influencia amiga alguna que pueda venir en nuestro socorro. Porque, si bien podemos evitar más o menos completamente, por fortuna, las formas críticas de estas invasiones, que vienen del fondo de nosotros mismos a matar irresistiblemente la fuerza, la luz o el amor de que vivimos, hay una alteración lenta y esencial a la que no podemos escapar: la edad, la vejez, que de instante en instante, nos sustraen a nosotros mismos para empujarnos hacia el fin. Duración que retrasa la posesión, duración que nos arranca la alegría, duración que hace de todos nosotros unos condenados a muerte” [40] .

La muerte escandaliza porque es una disminución que afecta al propio pellejo de una manera angustiosamente crítica y extremadamente radical: no se trata de una cuestión de ascesis moral materializada en un foro de privaciones y renuncias, sino de una medular kénosis ontológica en que enloquecen las aporías de toda imaginación posible. Hay una “debilidad incurable de los seres corporales” [41] , una “fuerza universal de disminución y de desaparición” [42] , que se instala en nuestro corazón ineludiblemente, y termina por hacernos “perder pie en nosotros mismos”, nos excentra [43] , nos condena; hay una alteración lenta y esencial que nos mata.

Sin embargo, para Teilhard la muerte es “medio divino”. He aquí lo impensable. Es “éxtasis por el que Dios quiere definitivamente someter y unir a sí al Cristiano” [44] ; ese éxtasis es “la muerte que me entrega en tus manos” [45] .

“Dios, para penetrar definitivamente en nosotros, debe en cierto modo ahondarnos, vaciarnos, hacerse un lugar. Para asimilarnos en Él, debe en cierto modo manipularnos, refundirnos, romper las moléculas de nuestro ser. La muerte es la encargada de practicar hasta el fondo de nosotros mismos la abertura requerida” [46] . En realidad, “¿cuál no será el desprendimiento requerido para que nos integremos a Dios?” [47] .

La muerte, en tanto que “medio divino”, es instrumento de santificación, medio de salvación:

“Cuando más se incrusta el mal en el fondo de mi carne y es incurable, es más a Ti a quien cobijo como un principio amante, activo, de depuración y de liberación” [48] .

“Me abandono, oh Díos mío, a las formidables acciones de disolución mediante las cuales tu Divina Presencia sustituiría hoy, así quiero creerlo ciegamente, mi insignificante personalidad”... “Mi comunión ahora sería incompleta (no sería cristiana, sencillamente) si, juntamente con los aumentos que me trae este nuevo día, no recibiese en mi nombre y en nombre del mundo, como la más directa participación contigo, el trabajo, oculto o manifiesto, de debilitamiento, de vejez y de muerte que mina continuamente el Universo para su salvación o su condenación” [49] .

“Porque la edad, la vejez, proviene de Él. Porque la edad, la vejez, conduce a Él. Porque la edad, la vejez, no me afectará más que medida por Él” [50] .

“Para que Jesús penetre definitivamente en nosotros es necesario alternativamente el trabajo que dilata y el dolor que mata, la vida que hace crecer al hombre para que sea santificable y la muerte que le disminuye para que sea santificado” [51] .

La muerte tiene un sentido cristocéntrico. Como vemos en el texto inmediatamente precedente, la muerte, en cuanto medio de salvación, hace referencia a Jesús. Jesús  es el que salva. Teilhard lo confiesa, enuncia y proclama taxativamente: “El principio de Unicidad que salva a la creación culpable en vías de convertirse en polvo es Cristo” [52] .

Pero, ¿qué extraño dinamismo ejerce Cristo? ¿Cómo es siquiera pensable? Tan inmenso servicio radica en el propio misterio de Cristo que no es reducible a su propia humanidad: esto lo sabemos, pero no nos lo podemos representar, nos desborda: Por ello, corremos el riesgo de figurarnos a Cristo reducido a real, pero mera humanidad; “mientras no he sabido o no me he atrevido a ver en Ti, Jesús, más que al hombre de hace dos mil años, al Moralista sublime, al amigo, al Hermano, mi amor ha permanecido tímido y reprimido..., ¿puede el hombre entregarse plenamente a una naturaleza únicamente humana?” [53] .

El misterio de Jesús, ese principio de Unidad que salva a la creación culpable no es meramente cósmico, sino que es humano, y no es meramente humano, sino que es divino, trascendente. “Cristo se ama como una persona y se impone como un mundo” [54] . No se impondría como un mundo si no fuera Dios, y no se amaría como una persona si no fuera hombre: he ahí “el punto ultravivo, el punto ultrasensible, el punto ultraactivo el Universo”, donde las almas encuentran su más profunda consistencia; hacia donde “se ordena, sin esfuerzo, en el fondo de nosotros mismos la plenitud de nuestras fuerzas de acción y de adoración” [55] .

La razón de este cristocentrismo soteriológico, atribuido a Jesús de Nazaret, es, como en el kerygma (anuncio), su propia resurrección: Cristo ha vencido a la muerte. “En un Universo que se me descubría en estado de convergencia, Tú has ocupado por derecho de resurrección el punto clave del Centro total en el que todo se concentra” [56] . Cristo ha comulgado con la voluntad del Padre “usque ad mortem” (hasta la muerte), punto sumo de la “exinanitio” (anonadamiento), por lo cual “et exaltavit illum” (y le exaltó). Esta es la paradoja cristiana: Cristo ha vencido a la muerte muriendo; y ha muerto aceptando la aparentemente terrible voluntad del Padre. Cristo “ha muerto comulgando”; pero una perspectiva más profunda de la verdad cristiana sobre la muerte es que Cristo ha alcanzado el punto sumo de comunión con el Padre, precisamente muriendo: Cristo “ha comulgado muriendo” [57] .

Cristo vence a la muerte, Cristo redime a la humanidad necesitante. Ello no significa que aleje de nosotros nuestras propias “muertes”, ya que  - él mismo murió - “esencialmente forman parte de nuestra vida”, “las transfigura al integrarlas en un plano mejor” [58] . Ni Cristo, - ni el enemigo Belial, las fuerzas del mal -, cambian (ley de encarnación) el rumbo actual de los acontecimientos naturales; Cristo les da un significado salvador: arranca a la muerte su aguijón, su nihilismo, su condena. Por eso, para Teilhard, nuestros respectivos episodios finales son “muertes aparentes”, “despojos de nuestra existencia” [59] . Cristo deshace el hechizo, revelándonos con su propia muerte y resurrección el inconmensurable plan de Dios y el misterio y destino de la historia.

Cristo, personal como un hombre, pero imponente como un mundo, penetra, traspasa y transfigura la historia. Él está en lo más íntimo de las almas y en lo más consistente de la materia.

“Cristo es el aguijón que espolea a la criatura por el camino del esfuerzo, del agotamiento, del desarrollo. Es la espada que separa sin piedad a los miembros indignos o podridos. Es la vida más fuerte que mata inexorablemente los egoísmos inferiores para acaparar toda su potencia de amar. Para que Jesús penetre definitivamente en nosotros es necesario alternativamente el trabajo que dilata y el dolor que mata, la vida que hace crecer al hombre para que sea santificable y la muerte que le disminuye para que sea santificado”.

Cristo es la suprema vocación personal del hombre, la interpelación más honda y profunda, la fuerza con que no contamos y, sin embargo, la más íntima, esclarecedora, poderosa.

“Todo lo que soporto con fe y amor de disminución y de muerte me hace un poco más íntimamente parcela integrante del Cuerpo místico. Exactamente, es Cristo lo que hacemos o padecemos en cada cosa. No sólo diligentibus Deum omnia convertuntur in bonum (para los que aman a Dios todo se convierte en bien), sino todavía más claramente converturtur in Deum (se convierte en Dios), y del todo explícitamente converturtur in Christum (se convierte en Cristo) [60] .

Cristo es, pues, el “apex” de la historia: el propio misterio, destino y sentido trascendente de una historia truncada, sacrificada, frustrada en apariencia. En realidad de verdad, en realidad de misterio, del misterio de Cristo, solamente eclipsada, acrisolada, purificada por la muerte.

Cristo es, además, la “única espera”:

“En el mundo no puede haber dos cimas, como en un círculo no caben dos centros” [61] .

Cristo es para el hombre “la espera, la espera ansiosa, colectiva y operante” y, a la vez, es “fin” y “salida” para el mundo y para el hombre, un hombre angustiado en esta “ampolla cósmica”, porque se encuentra “cerrado”, “no tanto espacial como ontológicamente, es decir, sin futuro, infeliz, desesperado. Un mundo y un hombre, además “castigados” por la reflexión planetaria que va creciendo, y que busca ciegamente, ansiosamente, una salida, un foco (quizá un hogar...) para la evolución [62] .

“El Astro que el Mundo espera, sin saber todavía pronunciar su nombre, sin apreciar exactamente su auténtica trascendencia, sin poder siquiera distinguir los más espirituales, los más divinos de sus rayos, es por fuerza el mismo Cristo que esperamos nosotros, Cristianizándolo, el propio corazón de la Tierra” [63] , esto es, dejemos que lata en nosotros el deseo de un mundo desesperado. Comprenderemos mejor el significado de Cristo.

La muerte pierde su vértigo más profundo, su aguijón más mortal, su carácter más desastrado y lacerante. Sin embargo, no elimina el dolor ni la propia oscuridad y angostura de la fe, no elimina la Pasión ni la Cruz: “En estas horas sombrías, dice Teilhard en sus años finales, hazme comprender que eres Tú... el que dolorosamente separa las fibras de mi ser para penetrar hasta la médula de mi sustancia y llevarme en Ti” [64] .

“Hazme comprender”, dame la visión divina de las cosas..., dame la fe. Hay una fuerte afirmación en los textos de Isaías sobre la grandeza del amor de Dios: “¿Puede olvidarse una madre del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidare, Yo no me olvidaré”. Pero hay también un pasaje correspondiente a la grandeza divina de este amor mayor que el de una madre, y es la respuesta sublime del hombre, la propia fe del paciente Job, más robusta que su propia muerte: “Aunque me mate Yahvé, esperaré en Él”.

En su fondo, la muerte es - como también la vida - medio divino. Y este es el mensaje de Cristo: confiar en el Padre, aceptar su voluntad, con lo cual (hablando teilhardianamente) “morimos comulgando”; pero esto no es todo: la voluntad del Padre es un plan de salvación, según el cual - aquí radica nuestra esperanza - “comulgamos... precisamente muriendo”.

 

Epílogo: resumen y comentario; dos categorías.

Resumiendo brevemente, para Teilhard la muerte es paso hacia una nueva forma de existir: existir es la trascendencia de Omega - en un primer estrato metodológico -, trascendencia que - luego - resulta ser “medio divino”. Esa operación trascendente de la existencia humana avoca a una esfera de experiencia que viene descrita y acometida desde tantos meridianos de expresión: “evasión fuera de la Entropía” y “giro hacia Omega”, “muerte del Planeta y fase última del Fenómeno humano”, “éxtasis fuera de las dimensiones y marcos del Universo visible”, “revuelta interior”... y “reinversión de equilibrio” (con ello nos dice que en la muerte se opera un fenómeno de tipo supremamente psíquico y que se trata de) “una vuelta más psíquica que sideral”, “una metamorfosis” más interior que exterior, “pero que será, de hecho la liberación fuera del plano material histórico y el éxtasis en Dios”, “punto crítico” a la vez de “emergencia” y de “evasión” en cuanto que dejamos, abandonamos, encontramos una salida de la ampolla cósmica” en cuyo proceso de evolución inmanente se nos gesta, y un punto crítico, también, de “emersión” y de “maturación”, en cuanto que no sólo salimos de, sino que avocamos a, es decir a una nueva esfera de realidad: el existir en la trascendencia, en Omega, en Dios.

La muerte es, por tanto, “apariencia” de aniquilación, de “desastrosa malversación”, de exterminio duro de comprender en el hombre que piensa. La muerte es paradoja, sólo paradoja. Cada conciencia mortal afronta un dilema diametralmente opuesto: o más allá hay nada, no hay nada, la nada desnuda, la muerte polvorienta; o, por el contrario, la trascendencia, Dios, la muerte aparente, la muerte-eclipse, la metamorfosis óntica, “punto crítico de emersión y maturación”, logro y coronación del fenómeno y aventura humanos.

Pero no abusemos de la palabra “apariencia”, de la palabra “paradoja”, de la metamorfosis metafísica. Esta, en realidad, ¿cómo se explica? ¿Cuál es su intelligentia, su coherencia interna? ¿Dónde radica esa intelligentia oppositorum (entendimiento de opuestos) que supere la paradoja patente: hecho físico aparente de destrucción y hecho metafísico, latente, de consumación, de plenitud, de suma intelección del fenómeno? Más aún, ¿cómo no sólo no chocan, cómo se exigen mutuamente, cómo a priori se posibilitan, cómo a posteriori se complementan en la totalidad del fenómeno?

Distingamos de nuevo las dos grandes perspectivas del pensamiento teilhardiano, la fenomenológica y la mística, y veamos cómo en cada una de ambas vertientes - racional y religiosa - opera alguna categoría la inteligencia total. (Una verificación categorial en lo que a conceptos se refiere, y una verificación principal, en cuanto a sistema, es quizá lo que urgente e ineludiblemente necesita el pensamiento teilhardiano para adquirir carta de ciudadanía en el mundo filosófico y teológico).

Categoría racional: la trascendencia. He aquí la clave de bóveda. El proceso evolutivo - en cuanto que es mundanización, biogénesis y antropogénesis en la intramundanidad, hominización en la intramundanización - se define así como una operación inmanente, y como una operación inmanente temporal, determinación ésta que da a la inmanencia una irrevocabilidad y una necesidad esencial frente al fin, frente a su propio fin, o sea, la negación y límite de esa misma operación inmanente, de ese proceso, de esa génesis, la ruptura del fenómeno y, por consiguiente, la desvelación de la trascendencia. La muerte, como negación de nuestra intramundanidad, de nuestra inmanencia, de nuestra temporalidad genética, nos desvela eo ipso la trascendencia.

Categoría teológica: la kénosis. he aquí el contrapunto teológico. O mejor, el mismo polo visto desde otro meridiano. La operación trascendente de la muerte es, teológicamente, una operación kenótica. Dios es el Gran Presente, pero también el Gran Invisible, allende cada cosa. Nadie puede ver a Dios y vivir. Dios es supremamente Espíritu. Por eso, para que Dios penetre definitivamente en nosotros debe en cierto modo “ahondarnos”, “vaciarnos” de todo esto que ahora somos y en lo que nos gestamos como espíritus, “hacerse un lugar”, purificar, catarsis medular y esencial; la operación es infinitamente profunda, vertebral: “debemos perder pie en nosotros mismos”. La muerte es la encargada de realizar hasta el fondo de nosotros mismos la abertura requerida, una abertura abisal. Solamente una kénosis a escala de muerte arrebatadora puede - en este orden de cosas - posibilitar el desvelamiento de la faz de Dios.

 

II

PARTE SISTEMÁTICA

 

Coherencia de la hipótesis

Hay un conjunto de razones que hacen de la fenomenología de Teilhard una hipótesis coherente en torno al problema de la muerte.

Comprendida ya la muerte como problema en la fenomenología general del acontecimiento evolutivo teilhardiano, y analizando en su lugar el concepto positivo de Teilhard sobre este episodio menos fúnebre que trascendental de la aventura humana, pasemos a esas razones, q1ue más bien que razones podemos llamarlas científica y fenomenológicamente leyes, leyes y razones que - es preciso tenerlo muy en cuenta - no nos llevan a ninguna demostración ni a ninguna tesis, en cuanto que la postura fenomenológica de Teilhard con todas sus afirmaciones se ha de situar en el plano metodológico de la hipótesis: “Un orden coherente entre consecuentes y antecedentes; descubrir entre los elementos del Universo no ya un sistema de relaciones ontológicas y causales, sino una ley experimental de recurrencia que precise su aparición sucesiva en el curso del tiempo... Más allá de esta primera reflexión científica, naturalmente, quedará abierto un margen esencial para las reflexiones más avanzadas del filósofo y del teólogo. En este terreno del ser profundo, he tratado de manera cuidadosa y deliberada de no aventurarme en ningún momento” [65] . Leyes y razones que se pueden llamar vías, pero no en sentido apodíctico, sino en el sentido de visibilidad y coherencia (¡la gran verdad de la coherencia!): viabilidad racional de coherencias. No razona con argumentos propter quid, necesarios (v. gr.: la filosofía de bufete de Descartes), sino que se lanza a la calle a buscar la coherencia de los grandes hechos evolutivos, dejando a un lado y para otros (camino por otra parte excesivamente sabido) la necesidad de las grandes ideas.

Una primera vía podría denominarse psicológica: el ser humano, consciente, cuando actúa, aunque no lo haga reflejamente, está actuando, trabajando, comprometiéndose para siempre. Los diversos humanismos contemporáneos (el neopositivismo de Occidente y el marxismo) niegan la posición misma de todo problema metafísico, último, como alienación y evasión del espíritu humano: “Seamos positivos, dediquémonos a la construcción el mundo, al progreso”. Este es el credo común del positivismo de ambos. Sin embargo, cuando ambos humanismos hayan logrado su objetivo, la solución de los problemas urgentes y obvios - inaplazables, ciertamente - (la construcción de la Tierra, a escala cósmica; y la situación del hombre de la calle en el concierto social de la vida, a escala individual), entonces sobre todo, cuando ambos humanismos hayan conseguido su objetivo, aparecerán, ya deben aparecer, ante el hombre consciente sus problemas represos: los de su destino, los últimos, los más hondos. Y es entonces cuando el hombre en un nuevo estado de conciencia [66] , es decir, precisamente liberado de los problemas-fuerza, ha de afrontar reflejamente el problema último de la muerte cada vez con mayor intensidad, cada vez con mayor conciencia. Y prenderá en su carne el escándalo [67] ; las cuatro paredes de este mundo, “cerrado no tanto espacial cuanto ontológicamente”, esto es, sin futuro, desgraciado, condenado, serán para él “claustrofobia pánica” [68] y la conciencia motora de la evolución no tendría en sí motivos para continuar, si no se autodescubre (conciencia) en su acción como construyendo - de uno u otro modo - para siempre: éstas son en el fondo las exigencias reflexivas de nuestra acción.

“Entre los hombres, en donde se hace reflexiva, la vida se descubre como exigiendo ser irreversible para su propio funcionamiento. Si, en efecto, nos diéramos cuenta de que el Universo animado va hacia una muerte total, ipso facto morirá en el fondo de nosotros mismos el gusto por la acción; es decir, que la vida se destruiría automáticamente al tomar conciencia de sí misma. Y esto parece mas bien absurdo” [69] . Por ello “poner en duda el valor y las esperanzas del mundo será no virtud crítica, sino enfermedad espiritual” [70] .

La segunda vía, para utilizar la expresión teilhardiana, podría denominarse “hiperfísica”, o mejor, “física en el viejo sentido griego” y podría ser enunciada como “el principio de conservación de lo real” o, más específicamente, “principio de conservación de la conciencia” [71] . La evolución es un hecho, ahí está. Y está con una dirección determinada, con un telos que consigue, con una historia de realizaciones y logros, de maduraciones. Lo real se defiende por sí mismo en su marcha irreversible hacia su propio telos, hacia Omega. Más concretamente, lo real ha llegado a ser conciencia y he aquí precisamente la energía más poderosa y, a la vez, por tanto, la energía más consistente que ha irrumpido en el Universo [72] . Pero, sobre todo, he aquí la energía que ha asumido reflejamente [73] los destinos y la esperanza del mundo en la flecha de la evolución, en el ápex de la historia, de modo que, de la posibilidad de su trascendencia frente a la muerte, el sentido de todo el esfuerzo precedente cósmico [74] . Negar que el mundo pueda y deba tener un sentido, repetimos ahora, no es tanto una “virtud crítica” cuanto “una enfermedad espiritual”. Aceptar y abandonarse al sin sentido y absurdo del mundo y de lo real es, para el hombre consciente, una locura y, a la vez, el mayor de los absurdos. Sería una especia de suicidio reflexivo. Obviamente, esta vía podría denominarse también vía teleológica.

 

Horizonte teológico

Hay, asimismo, un conjunto de razones que hacen de la teología de Teilhard una teoría aceptable en torno al problema de la muerte.

Una, quizá, de las primeras afirmaciones que complican el horizonte teológico teilhardiano sea la de la muerte como acontecimiento esencial a la aventura humana. Si es esencial, teológicamente entonces hay que considerar la muerte como hecho dependiente del plan divino de la creación. En este caso, ¿qué relación subsiste, si es que queda alguna, entre el propio hecho de la muerte humana y el hecho dogmático del pecado original? ¿Es la muerte consecuencia del pecado? ¿Es el hombre libre frente a su destino final?

La muerte como acontecimiento esencial.- El hombre no es espíritu puro, sino, como dice Rahner [75] , una “unidad de naturaleza y persona”, según lo cual “posee, por una parte, una subsistencia previa al libre albedrío personal que sigue sus propias leyes determinadas y tiene, por tanto, su propia evolución necesaria; y, por otra parte, ese ser dispone libremente sobre sí mismo y, por tanto, es definitivamente lo que él determina hacerse dentro del ámbito de su libertad. La muerte, consiguientemente, ha de tener un aspecto natural y otro personal”...

Razonemos. Si la muerte, como acto del hombre entero, ha de tener estos dos aspectos, se sigue que, por su lado natural, la muerte ha de seguir unas leyes necesarias determinadas por el Autor de la naturaleza, esto es, dependientes del plan divino de la salvación en su momento creador; por su lado personal, en cambio, “la muerte es algo que acontece a cada hombre y en que se decide su salvación o su condenación” [76] de una manera irrevocable, o sea, que “con la muerte termina definitivamente el estado de viador del hombre” [77] . Por consiguiente, teológicamente hablando, la muerte no puede ser “mero proceso natural” [78] , pues, de este modo, no podría ser acontecimiento libre de salud y perdición; pero podría ser acontecimiento humano, es decir, de este hombre que es – según la economía de la creación – “unidad de naturaleza y persona”.

Ahora bien, en qué sentido puede decirse que la muerte es consecuencia del pecado (Rom. 5, 12), ¿también como acontecimiento natural? ¿O se ha de entender la muerte sólo como “muerte del alma”, como situación personal de desgracia ante Dios?

En nuestro razonamiento anterior tenemos los principios de solución, cuando hemos considerado la muerte como acontecimiento humano, del hombre entero.

La muerte, como consecuencia del pecado, no se ha de entender en sentido meramente personal, pues justamente éste – “la muertes del alma” – da al proceso natural  de disolución – a la muerte como acontecimiento natural – su carácter irredento, desesperanzado, irrevocablemente caduco. Se ha de entender, pues, en sentido integral; en definitiva, como toda realidad teológica, afecta al hombre entero, desde sus cimientos.

¿Cómo se reconstruye este concepto integral de la muerte en el pensamiento integral teilhardiano?

Vayamos por partes. La afirmación teilhardiana de la muerte como acontecimiento esencial, nos plantea un problema hacia delante y otro problema hacia atrás; uno escatológico, otro original.

Miremos hacia delante. En esta afirmación de la muerte como acontecimiento esencial a la aventura humana, ¿se salva en realidad el aspecto personal de libertad frente al propio destino? ¿O, más bien, el hecho natural de la muerte es un paso automático y necesario a la realidad de Dios?

Evidentemente, una cuestión teológica como esta, por razones de método, no es abordada en la perspectiva fenomenológica. Sin embargo, en la perspectiva mística, encontramos suficientemente elocuente su postura frente al infierno:

“Dios mío, entre todos los misterios en que debemos creer, sin duda, no hay ninguno que tropiece más con nuestros puntos de vista humanos que este misterio de la condenación. Y cuanto más hombres nos hacemos, es decir, más conscientes de los tesoros que oculta el menor de los átomos para la unidad final, más perdidos nos sentimos ante la idea del infierno. Todavía podemos comprender una recaída en una cierta inexistencia... Pero ¡una eterna inutilización, y un sufrir eternos!...

Dios mío, me habéis dicho que crea en el infierno. Pero me habéis prohibido que piense, con certeza absoluta, que ningún hombre ha sido condenado. No trataré aquí de considerar a los condenados, ni siquiera buscaré, en cierto modo, saber de su existencia. Aceptando, bajo vuestra palabra, el infierno como un elemento estructural del mundo, rezaré, meditaré, hasta que en esta cosa temible aparezca para mí un complemento fortificante, incluso beatificante, dentro de la visión que me habéis abierto sobre vuestra Omnipresencia”... [79] .

“... el infierno, pues, con su existencia, ni destruye en nada ni en nada estropea el Medio Divino, cuyos progresos, Señor, he seguido en torno a mí con entusiasmo. Siento sí, que se realiza además algo grande y nuevo. Añade un acento, una gravedad, un relieve, una profundidad que de no existir el infierno tampoco existirían. La Cima no se aprecia bien sino considerando el abismo que ella corona” [80] .

El infierno, pues, como elemento estructural del mundo, es el abismo que se abre a nuestra libertad.

Hemos de consignar, no obstante, que aun en la perspectiva fenomenológica deja como hipótesis posible la de un “éxtasis en la Concordia o en la Discordia” [81] . Sólo es necesario, en realidad – “por un exceso de tensión interior” – el éxtasis trascendental, pero esta misma trascendencia puede presentarse como encrucijada de Amor y de Odio, según la cual “la Noosfera, llegada a su punto de unificación, se dividiría en dos zonas, atraídas respectivamente hacia dos polos antagónicos de adoración” [82] . Reconoce, también es cierto, como más armónica con su teoría total “la convergencia final operándose en la paz” [83] , si bien la infalibilidad que Teilhard atribuye al logro y consumación de la Humanidad y del Mundo se ha de entender en lenguaje fenomenológico, en lenguaje científico: la “infalibilidad de los grandes números” [84] . Esto es, en globo, a gran escala; el científico, normalmente, en el modo de operar de la naturaleza, encuentra un reto despreciable, las excepciones. Esto, por lo que se refiere a su modo de pensar fenomenológico. Su sensibilidad teológica, por otro lado, se resiste a admitir que de facto exista un solo hombre condenado, opinión que no sólo se integra con la hipótesis científica del logro final a gran escala, sino que además la supera resistiéndose a admitir un resto despreciado de facto a los ojos misericordiosos del Dios del Amor.

Como confirmación, no obstante, de sus propias reservas sobre esta opinión teológica, citamos algunos pasajes en donde se distinguen la encrucijada, a la vez crisis y schisis (división), esto es, a la vez juicio y doble posibilidad de salvación y condenación, donde se pone una condición para el éxtasis en Dios: “con tal de que nos entreguemos a Él amorosamente” [85] , donde se reconoce la situación y destino de una humanidad sin Cristo: culpable y condenada al polvo.

Miremos hacia atrás. La caída original. ¿Es para Teilhard la muerte consecuencia del pecado o es un mero proceso natural?

De los mismos textos a que nos acabamos de remitir se desprende la respuesta. Efectivamente, para Teilhard la muerte es un acontecimiento esencial a la aventura humana, pero su consideración integral y teológica se efectúa desde el momento en que Teilhard, por ejemplo, considera a la culpa como determinante del polvo – correspondería a la muerte primera - , y del posible éxtasis en la Discordia – que a su vez correspondería a la muerte segunda.

Entre ambos hitos teológicos, asegura también un tercero: el de la trascendencia o consistencia evolutiva del espíritu que correspondería sua vice a la categoría clásica de la inmortalidad del alma, y que viene afirmado en el éxtasis trascendental frente a Omega (hipótesis racional) y frente a Dios (perspectiva mística). La situación, pues, de trascendencia final sería necesaria en este orden creado de cosas, como necesaria e ineludible es la muerte como hecho natural.

El Pleroma.- No tiene Teilhard un concepto tan espiritualista de muerte que pase por alto como innecesario el mojón final de la consumación cósmica: Punto Omega, para la perspectiva fenomenológica; Pleroma, para la perspectiva mística:

“Un día – nos lo anuncia el Evangelio – la tensión lentamente acumulada entre la Humanidad y Dios alcanzará los límites fijados por las posibilidades del Mundo. Entonces será el fin. Como un rayo que partiera de un polo a otro polo, la Presencia de Cristo, silenciosamente acrecentada en las cosas, se revelará bruscamente. Rompiendo todas las barreras en donde, sólo en apariencia, la contenían los velos de la materia y el aislamiento mutuo de las almas, invadirá la faz de la Tierra. Y bajo la acción, al fin liberada, da las auténticas afinidades del ser, los átomos espirituales del Mundo, llevados por una fuerza en la que se manifestarán las potencias de cohesión propias del mismo Universo, vendrán a ocupar en Cristo o fuera de Cristo – de nuevo la  crisis y schisis – (mas siempre bajo la influencia de Cristo), el lugar de felicidad o de dolor que les designe la estructura viviente del Pleroma. Sicut fulgur exit ab Oriente et paret usque ad Occidentem... Sicut venit diluvium et tulit omnes... Ita erit adventus Filii Hominis” (como el relámpago sale por Oriente y brilla hasta Occidente... Como vino el diluvio y los arrastró a todos... Así será la venida del Hijo del hombre). Como el rayo, como un incendio, como el diluvio, la atracción del Hijo del Hombre aprehenderá, para reunirlos o someterlos a su Cuerpo, a todos los elementos arremolinados del Universo. Ubicumque fuerit corpus, ibi congregabuntur et aquilae (Donde esté el cuerpo, allí se juntarán las águilas ).

Tal será la consumación del Medio Divino” [86] .

Lo esencial y lo caduco.- Una de las determinantes evolutivas de lo real es el tiempo, en cuya dirección y duración las cosas logran o malogran su fin. Hay una irreversibilidad del tiempo evolutor y una evolución ineludible de las cosas en el tiempo, que no pasa en balde. Una evolución también irrevocable, irreversible.

En esta línea hemos hablado de la historia humana como génesis del espíritu y hemos concebido la muerte teilhardiana como “la condición natural de un éxtasis fuera de las dimensiones y marcos del Universo visible” y como una “reinversión de equilibrio separando al Espíritu, ya totalmente construido, de su matriz material”. Por otro lado, en la perspectiva mística, hemos considerado la operación kenótica de la muerte como “medio divino”.

¿Qué es lo que significa entonces la materia para Teilhard? ¿Es platonizante o maniqueo? ¿Qué ha de suceder con el soporte y matriz materiales?

Ante todo, hemos de tener presente que el concepto teilhardiano de materia es, por un lado, más elevado que el que estamos acostumbrados a entender quizá con una mentalidad tendentivamente platonizante y próximamente cartesiana; e, igualmente a su vez, su concepto de espíritu humano es menos puro, por así decirlo, del que nos dan los manuales de psicología racional escolástica.

Fuertemente impregnado por el realismo del hecho evolutivo, Teilhard no puede concebir las cosas sino como realidades unitarias y no dicotómicas. Así, ante la pseudo-antiomia secular de la Materia y el Espíritu, para él “en el fondo no debe haber actuando más que una Energía única” [87] , tan misteriosa, “interiorizada” [88] y profunda que hace que el Cosmos sea “fundamental y primariamente vivo” y que “toda su historia no sea en el fondo más que un inmenso proceso psíquico” [89] , y que la realidad, toda realidad, “bifaz por estructura” [90] , constituya por la íntima trama de sus dos caras – interior y exterior – una sola unidad solidaria.

Si todo ello escandalizaría a un platónico, ¿qué vestiduras no se rasgaría un maniqueo oyendo hablar a Teilhard de “la fuerza espiritual de la Materia”, a la que aun llega a llamar “santa” – y “carne de Cristo” [91] – en cuanto que de ella quiso revestirse el Señor para salvarla y consagrarla? [92] .

Más aún, acabamos de abordar el tema de la consumación cósmica en el Pleroma, que a su vez es consumación del Medio Divino, según la cual el Hijo del Hombre someterá a su Cuerpo a todos los elementos arremolinados del Universo. O sea, tal Medio Divino que es cósmico y tal medio cósmico que es divinizado, ¿no recuerdan acaso los “cielos nuevos y la tierra nueva” de san Pablo y el “ut sit Deus omnia in ómnibus” (1 Cor 15, 28)?.

Ahora bien, si, como hemos cotejado, para Teilhard no existe la realidad dicotómica, sino una sola realidad unitaria que evoluciona de facto por diversos umbrales hacia logros cada vez mayores, no hemos de entender la categoría teilhardiana de la consumación universal como un paso extracósmico, sino como transformación radical de la misma realidad [93] , (principio de conservación de lo real), paso que no ha de ser meramente cuantitativo ni solamente cualitativo, sino ontológico, trascendental, que afecta al ser concreto en su propio fundamento. En la raíz en que ha crecido y evolucionado (“perder pie en nosotros mismos, excentramiento, etc.”).

Algo muy profundo sucede en la operación kenótica de la muerte y algo que, según el pensamiento de Teilhard, pasa irreversible e irrevocablemente. Hay algo esencial y algo caduco. Algo caduco en su propia temporalidad y es el espacio y los marcos naturales del Universo visible al que escapamos por una aparente disminución interior. En definitiva, la espacio-temporalidad que a la vez  constituimos y nos constituye, y de la que nos libera la muerte. Mirando de nuevo a san Pablo, yo pienso dónde terminarán las implicaciones del schema de este mundo que pasa (1 Cor 7, 31), y, por otro lado, en las características – ahora misteriosas – que entraña la inmutación del soma psichicón (cuerpo animal) en soma pneumaticón (cuerpo espiritual) (1 Cor 15, 44 ss).

Como dice Rahner, el cómo se desconoce; sólo es de fe la plenitud del ser: “Imposible representarnos el cómo de esta consumación corpórea. Pero, como creyentes, podemos decir con la revelación divina: Creo que un día seremos vivientes, totales y acabados en toda extensión, en todas las dimensiones de nuestra existencia; creo que eso que llamamos lo material en nosotros y en nuestro medio (sin poder exactamente decir qué es en el fondo lo que pertenece a su esencia o sólo a su manifestación y configuración pasajera) no es sencillamente idéntico con lo no-esencial y aparente, lo una vez acabado, aquello que perece antes de que logre el hombre su definitivo ser” [94] .

Con todo ello, es preciso notar sin embargo, que en Teilhard se perfila un nuevo concepto  de resurrección, fruto de su concepción dinámica del mundo. Nos explicamos.

Hay tres grandes modos generales de concebir la resurrección de la carne:

La primera explicación podría denominarse imaginativa. Es la representación vulgar vigente por doquier aun en mentalidades científicamente preparadas, en las que tantas veces termina haciendo crisis. Se concibe la resurrección como la vuelta del alma al cadáver, como una restauración del polvo. Es una resurrección del sepulcro. Podría denominarse también mística.

La segunda explicación podría denominarse metafísica. Se trata ya de una concepción culta. Es la explicación escolástica. Para los escolásticos, la resurrección de la carne no consistiría ya en una vuelta mítica del alma al propio cadáver o polvo sino en la información por parte del alma, forma sustancial del cuerpo, de la materia prima común; de tal información brotaría como resultancia una materia segunda, que vendría a ser – en cuanto informada por la misma forma – el mismo cuerpo que antes tuviera. La mismidad corporal provendría – no de la materia segunda, que es efecto, ni tampoco de la materia prima, que es común, indiferenciada, principio potencial -, sino justamente de la mismidad de la forma sustancial, principio activo y simple, alma inmortal. Podría denominarse, no ya una resurrección del sepulcro, sino “resurrección de la materia prima común”. Es una explicación basada en los presupuestos aristotélicos de la doctrina hilemórfica. En sí es capaz de encajar filosóficamente resultados modernos de la ciencia, como aquel que la afecta directamente: el preparado químico humano es renovado aproximadamente cada diez años en su totalidad y, sin embargo, el individuo paciente permanece en su mismidad corporal.

La tercera concepción podría denominarse evolutiva.

En general, la visión escolástica del mundo adolece de un defecto de época: es una visión estática. Para un pensador de la philosophia perennis, las cosas son como están. Evolutivamente, sin embargo, las cosas son como devienen, las cosas son también y definitivamente como serán. Hay aquí una llamada a la visión dinámica de las cosas. En la línea irreversible del tiempo, la muerte es un paso hacia delante en la evolución, es el afrontamiento necesario de la esfera trascendente de lo real. La resurrección, por su parte, no será una restauración del orden precedente del mundo, pues hay un schema que pasa irrevocablemente; justamente, el esquema actual. La resurrección, pues, no puede ser entendida como la restauración de una especie de paraíso terrestre, sino como una plenitud de nuestra propia personalidad en situación de trascendencia. La muerte es una operación kenótica y purificadora: “proveedora de los infiernos insaciables”, es el crisol donde se quema lo caduco. Sin poder fijar su línea fronteriza, Teilhard señala genéricamente lo esencial como “lo más reflejo de nosotros mismos”, no ya como un residuo y como lo más primitivo e inconsciente, sino como “la esencia más preciosa de nuestros seres” [95] , “nuestro yo, nuestra propia personalidad”. Esto es esencialmente lo que la muerte, para no ser ya tal muerte, debe “dejar filtrar”, y esto es justamente lo que Omega “debe recuperar” en la trascendencia; hablando teológicamente, esto es lo que Cristo debe asumir para divinizar.

En resumen, hay sobre todo tres razones que desligan el concepto evolutivo de resurrección de una especia de paraíso paraterrestre:

- Que el esquema de este mundo pasa con la operación kenótica de la muerte.

- Que la muerte, paso hacia delante, coloca al mundo y al hombre en situación de trascendencia.

- Que la plenitud propia de la resurrección se nos da en Cristo, en quien somos divinizados. Omnia converturtur in Deum, omnia converturtur in Christum (Todo se convierte en Dios, todo se convierte en Cristo): consumación de la Cristogénesis, destino y misterio de la historia. En cada eón evolutivo y, sobre todo aquí, resulta corto y estrecho el principio de que las cosas son como están. El hombre concreto – tercer eón evolutivo – no puede ser solamente definido por su realidad originaria, sino también por su realidad evolutiva, terminal, vocacional. El hombre es llamado por Dios a lo que será, y en el peregrinaje en su propio ser encontrará su situación radical en el presente y su definitivo ser en el futuro.

Epílogo: comentario y verificación principal.

En una carta al P. De Lubac [96] , perteneciente al período de la “dialéctica apasionada” según la división biográfica de Bruno de Solages, Teilhard muestra su convicción de que es posible una trascripción más tradicional de sus puntos de vista, si bien él se halla empeñado en desenmascarar de una manera clamorosa los aspectos en que la filosofía clásica necesita prolongación y complemento. Lo mismo puede decirse de la teología. Teilhard es roturador de perspectivas, no un profesional de la técnica teológica. Su perspectiva es mística, no académica; es de participación, no de mera especulación. El Medio Divino y El Himno del Universo son, más que obras propiamente teológicas, expresión de su vida teologal. Por ello necesita ser retocado, completado, sistematizado, transcrito. De Teilhard, en cuanto roturador, interesa sobre todo lo que implícitamente ha dicho, lo que ha apuntado. Por ello, si cabe la expresión, interesa ya más el teilhardismo que lo expresamente teilhardiano; más el horizonte que – desde un punto de vista científico – el propio descubridor.

En el ámbito de lo expresamente teilhardiano no tiene lugar propio la filosofía, sino la fenomenología. Todo el pensamiento fenomenológico teilhardiano es una hipótesis sobre las grandes etapas del proceso evolutivo, que supone como clave de interpretación la existencia de Omega.

No hay aquí, pues, una demostración de la existencia de Dios, como piensa Bruno de Solages [97] , sino una interpretación de los grandes hechos de la evolución a partir de la existencia de Omega. En su deriva más general, podría enunciarse así: “Si Omega existe, entonces todo es explicable”.

En la segunda vertiente de lo expresamente teilhardiano, tampoco podemos decir propiamente que haga teología, sino más bien un diario íntimo. Teilhard llegó a decir de El Medio Divino que era “el alma de su alma” y exactamente “él mismo”. Como más arriba queda dicho, su perspectiva mística es más bien la confidente expresión de su vida teologal.

La parte sistemática de nuestro trabajo pretende ser una reflexión sobre lo expresamente teilhardiano en busca de lo implícito. En la perspectiva fenomenológica se trataba de integrar el concepto de muerte dentro del sistema general del pensamiento fenomenológico teilhardiano. En la perspectiva mística se pretendía analizar el horizonte teológico teilhardiano, que descubre o implica su concepto de la muerte, a la luz teologal de la retrospectiva original y de la perspectiva escatológica.

Como término de nuestra reflexión, señalamos los principios que, según nuestra opinión, operan a la base del pensamiento teilhardiano sobre la muerte, concebida, no como aniquilación, sino como “paso a la trascendencia”, como “desveladora de la trascendencia”, como “el acontecimiento trascendental que por sí mismo nos coloca en situación de trascendencia”. Tanto en la perspectiva fenomenológica, como en la perspectiva mística.

Un primer principio podría denominarse físico. Vendría a estar inspirado en el principio de conservación de la energía, y – a escala humana – vendría a resultar  “el principio de conservación de la conciencia”. Según él, la energía más poderosa irrumpida sobre el mundo sería la humana y – en el acontecimiento tenebroso de la muerte – ella menos que ninguna sería destruida, sino transformada. Podemos recordar aquí que en la parte positiva la muerte venía descrita como “punto crítico”, “metamorfosis”, “fase de crecimiento”.

Otro principio clave con el que piensa Teilhard es de rango metafísico. De uno u otro modo viene a ser “el principio de finalidad”. Según él, la muerte no es telos ni para el hombre, ni para el mundo. El mundo y la vida hasta ahora tienen sentido en el hombre; pero si el hombre mortal no alcanza un sentido más allá de sí mismo y más allá de su muerte, entonces resulta incomprensible el fenómeno humano y el proceso cósmico.

Supuesta la existencia de Omega, he ahí el nuevo centro, el telos y consumación de todo.

En estrecha conexión y dependencia del principio de finalidad se halla el correspondiente principio psicológico de “las exigencias reflexivas de nuestra acción”. Es alienadora y absurda nuestra acción si no tiene sentido nuestra existencia. Y efectivamente, no la tendría si la muerte fuera “aniquilación”, “desastrosa malversación”.

Un cuarto presupuesto del pensamiento teilhardiano sería evolutivo: “las cosas no son como están, las cosas son como devienen”. Las cosas son irrevocablemente transformadas en el tiempo irreversible. En este sentido, la muerte es un paso hacia delante en la evolución. “la fase última del Fenómeno humano”, “salida de la ampolla cósmica”, “éxtasis fuera de las dimensiones y marcos del Universo visible”, “punto crítico”, etc.

Un último principio, que afectaría exclusivamente a la perspectiva mística, sería ya el teológico. (A falta de un trabajo positivo sobre el concepto de muerte, por ejemplo, en san Pablo, en san Juan, ... en el Magisterio, nos atenemos a él como criterio de ortodoxia). Es un principio doctrinal, de pensamiento; clave tradicional del equilibrio católico entre el pesimismo protestante sobre la naturaleza humana y el optimismo a ultranza de todo pelagianismo. Se encuentra a la base del pensamiento religioso de Teilhard. La problemática de El Medio Divino brota de una tensión entre dos extremos aparentemente contradictorios: el amor al mundo, a la vida, a las “fuerzas de crecimiento y acción”, y por otro lado, la “pasión por lo Absoluto”. Es un problema de integración dialéctica, sintética. El equilibrio es dinámico, desplegador de todas las potencialidades de la persona y del mundo:

“El desprendimiento cristiano subsiste totalmente en esta actitud engrandecida. Pero en vez de dejar atrás, arrastra; en vez de cortar, empina: no más ruptura, sino travesía; no más evasión, sino emergencia” [98] .

“Dicen los unos: Esperemos pacientemente a que Cristo vuelva. Y los otros: Más bien, acabemos de construir la Tierra. Y piensan los terceros: Para apresurar la Parusía, acabemos de hacer al hombre sobre la Tierra [99] .

“Una religión que se considerase inferior a nuestro ideal humano, fueren cuales fueren los prodigios de que se rodease, sería una religión perdida [100] .

Un humanismo sano no se opone a la religión, sino que es asumido y trascendido por ella. Dios y el Mundo no son dos polos antagónicos de adoración – ahí está el pecado -, sino que Dios, lo Absoluto, debe ser buscado a través de todo: a través del crecimiento y a través de la disminución, a través de la acción y a través de la pasividad, a través del amor y a través del dolor, a través de la vida y a través de la muerte. He aquí la solución mística: encontrar “las dos Manos de Dios” en las dos caras de la existencia, adorar al Absoluto que opera tras las fuerzas del crecimiento y las fuerzas de disminución, contribuir – nihil in nobis sine nobis (nada en nosotros sin nosotros) – al establecimiento del Medio Divino en el fondo de nuestras actividades y en el de nuestras pasividades.

“Inmersión y emersión, participación en las cosas y sublimación, posesión y renunciamiento, travesía e impulsión” [101] . Inmanencia y trascendencia, podríamos añadir.

“Por haber visto demasiado tan sólo la primera fase, los místicos sensuales, o bien algunos neopelagianismos (tales como el americanismo), han caído en el error de buscar el amor y el reino divinos en relación sencilla con los afectos y los progresos humanos” [102] . “La menor tangencia con algo que pudiera recordar el pelagianismo sería suficiente para destruir al punto, para el vidente, todos los encantos del Medio Divino” [103] .

“Inversamente, por haber considerado demasiado la segunda fase tan sólo, algunos cristianos tajantes no ven elevarse una perfección más que sobre la destrucción de la naturaleza. El auténtico sobrenatural cristiano, definido por la Iglesia infinitas veces, ni deja a la criatura en su plano, ni la suprime: la sobreanima” [104] .

Nihil in nobis sine nobis [105] , y, sin embargo, “in eo vivimus, movemur et sumus” (en él vivimos, nos movemos y existimos) [106] .

Hemos llegado al punto sumo de la dialéctica y, también, al principio integrador: gratia non destruit, sed supponit et perficit naturam (la gracia no destruye, sino supone y perfecciona la naturaleza). En la economía unitaria de pecado y de gracia en que radicamos, podemos establecer un paralelo para completar la perspectiva: peccatum non destruit, sed supponit el in deterius commutat naturam. El concilio de Trento, en el decreto sobre el pecado original, prefiere aquella y, tratando del libre albedrío en el decreto sobre la justificación, también prefiere esta otra: minime exstinctum... licet attenuatum et inclinatum (no extinguido... aunque sí atenuado e inclinado) (DS 1511 y 1521).

Este principio bifronte queda expuesto más atrás del siguiente modo: “ni Cristo – ni el enemigo Belial, las fuerzas del mal – cambian (¡ley de encarnación!) el rumbo actual de los acontecimientos naturales; Cristo les da un significado salvador”, los integra en un plano mejor, los transfigura.

Esta fe teilhardiana en la preservación y valores de lo meramente natural, le hace concebir el acontecimiento natural de la muerte, esto es, la muerte en cuanto proceso de disolución, de una forma fundamentalmente positiva, “dependiente del plan divino de la salvación en su momento creador” (interpretamos nosotros).

Sin embargo, no por ello la muerte es un ingreso automático y necesario en la realidad de Dios. Lo que es irrevocable es el afrontamiento de la trascendencia. La divinización es condicionada. La misma muerte es sólo condicio para la resurrección, así como la naturaleza es sólo condicio para la gracia. Ni la destruye ni la exige; la supone. He aquí uno de los dos términos de la dialéctica teológica: la inmersión, la participación, la inmanencia, la encarnación. Pero lo natural no sólo es supuesto, sino trascendido. Y he aquí el otro polo: la emersión, el renunciamiento, la trascendencia, la glorificación. No cabe pensar que tal glorificación sea producto exclusivo del perfeccionamiento creciente y la ascensión evolutiva y mecánica de los seres. Como el propio Teilhard dice en latín de la Vulgata: “Quid est quod ascendit, nisi quod prius descendit, ut repleret omnia” (Qué es lo que asciende, sino lo que primero desciende, para llenarlo todo) [107] . O como repite obsesivamente en El Medio Divino: “In eo vivimus, movemur et sumus”. Cristo es el que salva, no el hombre. El hecho natural de la muerte, aun dependiendo irrevocablemente del plan divino de la creación, es solamente condicio para la resurrección, precisamente porque ésta, la nueva creación, en cuanto acontecimiento personal de salvación es un colaborador encuentro entre la voluntad libre del hombre que dispone definitivamente sobre sí mismo y el querer absoluto de Dios que nos ofrece el mayor don: la divinización en Cristo Jesús. “No os acordéis ya de las cosas pasadas. He aquí que voy a hacer una maravilla nueva”. En frase parabíblica de Danielou, “la historia va de gloria en gloria, y el esplendor de la nueva creación oscurecerá el resplandor de la primera”. Recordemos el concepto de muerte como “kénosis” y “pascua”.

Pasamos al otro aspecto del principio bifronte: peccatum non destruit, sed supponit et in deterius commutat naturam (el pecado no destruye, sino supone y deteriora la naturaleza). La naturaleza no ha sido corrompida por el pecado; sin embargo, no por ello ha dejado de ser afectada en sí misma. Así el pecado original es “la razón de ciertos excesos, desconcertantes, en los desbordamientos del pecado y del sufrimiento”. Así es concebible la muerte como “grieta vertiginosa y oscuro paso” [108] , como algo desconcertante, escandaloso, inaceptable, como una condena, como trance amargo, dolorante. Pero el pecado no solamente deteriora la naturaleza, sino que trastorna la historia y el plan de Dios, destruye la realidad teologal de las cosas e introduce el drama. Lo natural, abandonado a sí mismo, nos privaría del futuro, nos arrancaría la esperanza, nos condenaría en la última respiración. La situación de una humanidad pecadora da al proceso natural de disolución – a la muerte como acontecimiento natural – su carácter irredento, desesperado, irrevocablemente caduco. El polvo sería el destino final de una humanidad sin Cristo. Sin eliminar, en cambio, el curso actual de los acontecimientos naturales, Cristo les da un significado salvador; los transfigura al integrarlos en un plano mejor: arranca a la muerte su agijón, su nihilismo, su condena; deshace el hechizo, revelándonos con su propia muerte y resurrección el inconmensurable plan de Dios y el misterio y destino de la historia, la vida futura en Cristo Jesús, la consumación del Medio Divino. “Et erit in omnibus omnia Deus” (Y Dios lo será todo en todo).

“De este modo se hallará constituido el complejo orgánico: Dios y Mundo, el Pleroma, realidad misteriosa que no podemos decir que sea más bella que Dios solo, puesto que Dios podía prescindir del Mundo, pero que tampoco podemos pensar como absolutamente accesoria sin hacer con ello incomprensible la Creación, absurda la Pasión y falto de interés nuestro esfuerzo”.

 

Et tunc erit finis (Y entonces será el fin)

Como una marea inmensa, el Ser habrá dominado el temblor de los seres. En el seno de un Océano tranquilizado, pero en que cada gota tendrá conciencia de seguir siendo ella misma, terminará la extraordinaria aventura del Mundo. El sueño de toda mística habrá hallado su satisfacción plena y legítima. “Erit in omnibus omnia Deus” [109] .

En pasi panta Theos (Dios todo en todo) deja escrito tres días antes de su muerte, en la última página de su diario, página sintética que resume sorprendentemente su pensamiento entero [110] :

El Universo está centrado evolutivamente.

Cristo es el centro.

Y los tres versículos, que son:

“El último enemigo reducido a la nada es la Muerte; pues El ha puesto todas las cosas bajo sus pies... Y cuando le sean sometidas todas las cosas, entonces el Hijo mismo se someterá a quien todo lo sometió a El, para que sea Dios en todo” (1 Cor 15, 26-28).

JESÚS LÓPEZ SÁEZ

 


Bibliografía

 

TEILHARD DE CHARDIN, P.: El fenómeno humano (=FH), Madrid, Taurus, 1963; El medio divino (=MD), Madrid, Taurus, 1964; El himno del Universo (=HU), Madrid, Taurus, 1960; El grupo zoológico humano (=GZH), Madrid, Taurus, 1957; La energía humana (=EH), Madrid, Taurus, 1963; La visión el pasado (VP), Madrid, Taurus, 1962; La aparición del hombre (=AH), Madrid, Taurus, 1964; El porvenir del hombre (=PH), Madrid, Taurus, 1964; La activación de la energía (=AE), Madrid, Taurus, 1965; Génesis de un pensamiento (=GP), Madrid, Taurus, 1963; Cartas de viaje (=CV), Madrid, Taurus, 1964.

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Notas

 

[1] PH p. 39

[2] FH p. 372

[3] FH p.37. Cf. FH p. 327, MD p. 84, HU p. 30 y MD p. 80.

[4] FH p. 324.

[5] MD p.116

[6] FH p. 324

[7] AE p. 337 Cf. FH p. 276, 332, 394  y HU p. 146

[8] HU p. 146

[9] FH p. 326

[10] HU p. 146

[11] FH p. 313.

[12] FH p. 326.

[13] FH p. 327.

[14] HU p. 146.

[15] FH p. 313.

[16] FH p. 346.

[17] FH p. 344.

[18] EH p. 51.

[19] EH p. 96.

[20] AE p. 291.

[21] EH p. 113.

[22] EH p. 95.

[23] EH p. 95.

[24] MD p. 76.

[25] MD p. 75.

[26] FH p. 374.

[27] MD p. 85.

[28] EH p. 96

[29] PH p. 370.

[30] EH p. 113.

[31] EH p. 26.

[32] AE p. 344.

[33] MD p. 116.

[34] MD p. 117.

[35] HU p. 30 Cf. PH p. 378.

[36] MD p. 85.

[37] MD p. 73.

[38] MD p. 74.

[39] MD p. 76.

[40] MD p. 75.

[41] MD p. 84.

[42] MD p. 84.

[43] MD p. 83. Cf. HU p. 30.

[44] MD p. 123.

[45] MD p. 134.

[46] MD p. 84.

[47] MD p. 83.

[48] MD p. 85.

[49]   HU p. 31. Cf. PH p. 378 y MD p. 189: deuxième mort.

[50] HU p. 102.

[51] HU p. 129.

[52] HU p. 155.

[53] HU p. 32.

[54] HU p. 162.

[55] HU p. 147.

[56] HU p. 159.

[57] MD p. 85.

[58] MD p. 80.

[59] MD p. 77.

[60] MD p. 129.

[61] MD p. 158.

[62] MD p. 168.

[63] HU p. 146.

[64] MD p. 127.

[65] FH p. 39. Cf. EH p. 109.

[66] AE p. 344-345.

[67] AE p. 341. Cf. EH p. 152-153 y notas 37 y 38.

[68] AE p. 345.

[69] VO p. 220. Cf. EH p. 44, 152-153 y AE p. 201 ss.

[70] VP p. 232.

[71] AE p. 344.

[72] EH p. 129 ss.

[73] AE p. 339. Cf. EH p. 135.

[74] Cf. notas 67 y 69.

[75] K. RAHNER, Sentido teológico de la muerte, Barcelona, Herder, 1965, p. 15.

[76] Id., ibid., p. 41.

[77] Id., ibid., p. 15.

[78] Id., ibid., p. 43.

[79] MD p. 161-162. El texto francés (Le milieu divin, Paris, Ed. du Seuil, 1962, p. 189) resulta más claro: “Vous m’avez dit, mon Dieu, de croire à l’enfer. Mais vous m’avez interdit de penser, avec absolute certitude, d’un seul homme, qu’il était damné”.

[80] MD p. 162-163. Cf. ibid. p. 161-162: “muerte segunda”, “deuxième mort”.

[81] FH p. 346.

[82] FH p. 345.

[83] FH p. 344.

[84] PH p. 289.

[85] MD p. 80.

[86] MD p. 168.

[87] FH p. 80. Cf. C. TRESMONTANT, Estudios de Metafísica Bíblica, Es. Gredos, Madrid, 1961, p. 12 ss. y 196 ss.

[88] FH p. 69.

[89] EH p. 25.

[90] FH p. 73.

[91] HU p. 70.

[92] MD p. 106.

[93] MD p. 112 (1): “Es sorprendente que sean tan pocas las mentalidades que tanto en un caso como en otro lleguen a captar la idea de transformación. Tan pronto la cosa transformada les parece ser la misma cosa de antes invariada, tan pronto todo les parece enteramente nuevo”.

[94] K. RAHNER, Escritos de Teología, II, Madrid, Taurus, 1961, p. 221. Cf. X. LEÓN-DUFOUR, Vocabulario de Teología Bíblica, Barcelona, Herder, 1965, p. 499.

[95] EH p. 154.

[96] B. SOLAGES, Teilhard de Chardin, Toulouse, Ed. Privat, 1967, p. 237:

[97] Id., ibid., p. 241 ss.

[98] HU p. 100.

[99] PH p. 319.

[100] MD p. 86.

[101] MD p. 112.

[102] MD p. 112.

[103] MD p. 31.

[104] MD p. 112.

[105] MD p. 33.

[106] MD p. 27, 115, 127 y 132.

[107] MD p. 48.

[108] MD p. 102.

[109] PH p. 379.

[110] PH p. 380-381.