por OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL
¿Qué es Teilhard: científico, filósofo o místico? ¿Cuál fue el interés central de su vida: ensanchar el campo de la geología y la paleontología; crear un sistema filosófico a partir de la ciencia; abrir paso a una comprensión nueva del Evangelio más ligada a una interpretación evolutiva del cosmos? Estas preguntas nos sitúan en el corazón del enigma; un jesuita, con toda la riqueza de su preparación cultural, filosófica y teológica, con su doctorado en el Instituto de Paleontología humana en el Museo de Historia Natural de París (1912-1914), que participa en expediciones científicas tanto en África como en China, que llega a ser director del CNRS, equivalente de nuestro Consejo Superior de Investigaciones Científicas (1946), que vive entre el aplauso o rechazo científico por un lado, a la vez que bajo la fascinación de muchos lectores y la sospecha de las autoridades eclesiásticas.
Es un pensador, que no intenta proponer una filosofía nueva pero vive la desazón de una ciencia que busca sentido a la vez que datos, que pregunta por fines, por el último fin de todo y el lugar del hombre en medio de ello; por el dinamismo de la materia y de la vida humana, sobre esos tres infinitos que ya asombraban a Pascal: el de duración temporal, el de extensión a lo máximo o concentración en lo mínimo y el de complejidad creciente. Aquí se sitúa al final de una herencia espiritual apasionada por la persona (Pascal, Newmann) a la vez que por la vida y la acción (Bergson, Blondel). En este campo se hallan sus aportaciones específicas, con la creación de un vocabulario: hominización, cefalización, planetización; los tres órdenes de realidad, que evocan los tres órdenes de grandeza de Pascal: biogénesis, noogénesis, cristogénesis. Él ha vivido arrastrado psicológicamente por una desazón: la distancia entre la investigación de los científicos o la propuesta dogmática de las iglesias por un lado y la vida personal y social por otro. De ahí nacen sus tres pasiones: por Dios, por la Materia, por Cristo, y por la relación entre las tres. Él es un hombre de una piedad honda y heredada de su madre, y voluntad de análisis que aprendió de su padre desde niño. De ahí esas tres pasiones primordiales. Por Dios: «El verdadero interés de mi vida se orienta hacia un mejor descubrimiento de Dios en el mundo». «Todo el problema humano se remite-resuelve en el amor de Dios». Su segunda pasión era la materia. Cuando él escribe esta palabra no dice cosas, ni hechos, ni cuerpos sino aquel principio dinámico y polivalente, que en un proceso de acrecentamiento y de complejidad incesante suscita siempre realidad nueva. Él, que se definió a sí mismo como «un hombre que busca expresar cándidamente lo que hay en el corazón de su generación», dirá con la misma candidez que no sabe lo que es la materia. «No hay nada científicamente pensable en la naturaleza que no se halle en función de un enorme y único proceso conjugado de «corpusculización» y de «complejificación» en el curso del cual se dibujan las fases de una interiorización gradual e irreversible («conscientización») de lo que llamamos (sin saber lo que es ) Materia». La tercera pasión de su vida es Cristo. En él ve la presencia particular de un Absoluto y de un Universal: El Dios vivo, que no sólo empuja a los seres desde atrás en el origen sino que, sobre todo, los llama, atrae y plenifica hacia delante. En este sentido reacciona contra una comprensión aristotélica del Motor extrínseco que actúa a retro y de una comprensión fisista de la creación. Dios tiene que ser comprendido como el punto final, trayente y atrayente, vocante y finalizador. Y se pregunta: «¿Dónde dar con semejante Dios, funcional y totalmente Omega? ¿Quién será en definitiva el que dé su Dios a la evolución?».
Cristo es el punto Omega de la evolución porque es el Dios que a la vez finaliza, consuma y abre hacia arriba la evolución. Sus claves de pensamiento son los dos vectores: el vertical o de abertura a la trascendencia y el horizontal o de progreso en la historia. De ahí su empeño por trascender a Cristo de su particularidad judaica, incluso cristiana, para verlo en un horizonte de materialidad, universalidad y consumación. Él soñó y esperó. Una de sus síntesis más breves y claras, con el título: «El Dios de la evolución», concluye con estas palabras: «Esto es lo que preveo. Esto es lo que espero». Todo desde dentro de la plena fidelidad a su fe cristiana y condición de jesuita: «La sola garantía de que Omega existe es Jesús y la Iglesia» (Diario, 29.10.1951). «Estoy decidido a sacrificarlo todo antes que poner en peligro en mí, o alrededor de mí, la integridad de Cristo» (Carta 8,10.1933).
Balthasar echa de menos el lugar exacto que el pecado, nuestras rupturas del sufrimiento, la muerte y la cruz de Cristo, pueden encontrar en su visión. Pero al final lo mismo que Rahner le ha mantenido lo que A. Cordovilla -uno de los españoles que junto con L. Ladaria y A. Pérez de Laborda le han dedicado últimamente atención- ha calificado como «separación crítica junto a una secreta admiración».
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