En el principio era la palabra
 

- EL EVANGELIO DE JUAN Hemos visto su gloria Volviendo a las fuentes, abordamos el evangelio de Juan. Detrás de cada evangelio (Marcos, Mateo, Lucas, Juan) hay un apóstol y hay una comunidad o una red de comunidades, las comunidades de Pedro, Santiago, Pablo, Juan. El evangelio de Juan es distinto. Desde el prólogo al epílogo, pasando por las señales, los diálogos y la hora final, el evangelio sigue el rastro de la palabra de Dios. Por supuesto, el discípulo siente la ausencia de Jesús, pero vive su misteriosa presencia. Con él su comunidad lo atestigua: Hemos visto su gloria (Jn 1,14). En la foto, papiro 52, hacia el año 125 (Biblioteca John Rylands, Manchester). Es el testimonio más antiguo del evangelio de Juan (Jn 18,31-33 y 37-38). Algunos interrogantes. De entrada, nos encontramos con un problema: “La mayoría de los estudiosos dudan que alguno de los cuatro Evangelios canónicos haya sido escrito por un testigo ocular del ministerio público de Jesús” (Brown, 16). ¿Es esto así?, ¿quién es el autor del evangelio de Juan?, ¿cuándo lo compuso?, ¿dónde?, ¿quién es el otro discípulo...

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COMUNIDAD DE AYALA, 50 AÑOS Volviendo a las fuentes   Al celebrar los 50 años de la Comunidad de Ayala,  parece oportuno recordar algunos acontecimientos más importantes de su historia, así como también algunos antecedentes que la han hecho posible. Lo dijo Pablo VI: En el fondo ¿hay otra forma de anunciar el Evangelio que no sea el comunicar la propia experiencia de fe? (EN 46). Además, "es bueno dar gracias al Señor y cantar a su nombre, publicar su amor por la mañana y su lealtad por las noches" (Sal 92). Muchos lo intentaron. Por aproximaciones sucesivas, hemos ido buscando la comunidad perdida de los Hechos de los Apóstoles. Por ahí era posible la renovación profunda de una Iglesia, que -siendo vieja y estéril como Sara (Rm 4,19)- podía volver a ser fecunda. En realidad, para eso fue convocado el Concilio, “para devolver al rostro de la Iglesia de Cristo todo su esplendor, revelando los rasgos más simples y más puros de su origen” (Juan XXIII, 13 de noviembre 1960). En la foto, pintura mural, comida eucarística, Catacumbas de San Calixto, Roma (Cordon...

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INFORME SECRETO  Decisiones de Juan Pablo I En mayo del 89, la llamada "persona de Roma" envió a Camilo Bassotto (en la foto), periodista veneciano y amigo de Juan Pablo I, una carta con unos apuntes. En realidad, era un informe secreto. Este informe recoge decisiones importantes y arriesgadas, que Juan Pablo I había tomado. Se lo había comunicado al cardenal Villot, Secretario de Estado. Pero también se lo comunicó a la persona de Roma. Fue una medida prudente. De este modo nos hemos enterado. Juan Pablo I había decidido destituir al presidente del IOR (Instituto para Obras de Religión, el banco vaticano), reformar íntegramente el IOR, hacer frente a la masonería (cubierta o descubierta) y a la mafia. Es decir, había decidido  terminar con los negocios vaticanos, echar a los mercaderes del templo.  El informe debía ser publicado, pero sin firma. El autor del mismo no podía hacerlo, pues, así decía, "el puesto que ocupo no me lo permite, al menos por ahora". Camilo lo publicó en su libro "Il mio cuore è ancora a Venezia" (1990).  

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EPÍLOGO

 

Al final de nuestra escalada, nos encontramos en la cima del monte, donde se contempla un panorama único, excepcional. Ciertamente, Moisés y Elías representan la ley y la profecía. Por eso Jesús dialoga con ellos. Lo hace siempre, no sólo en el monte de la transfiguración. Jesús revisa la tradición, la ley, desde su experiencia profética. Como algunos no lo entienden, Jesús precisa: “No penséis que he venido a abolir la ley y los profetas. No he venido a abolir, sino a dar plenitud” (Mt 5, 17). Pero no hay manera. Sus adversarios le acusan de que viola la ley. En la foto, cuadro de la transfiguración (catedral de Ávila).

Como sucede con el cristianismo convencional, en el judaísmo del tiempo de Jesús constatamos algunos problemas. El nacionalismo: el empeño por dar al pueblo el sentimiento de identidad conduce a la cerrazón al fanatismo, a la xenofobia; Además, la situación de opresión por parte del poder romano lleva a una fe ciega en la violencia. El ritualismo:  formas concretas de culto se presentan como algo absoluto querido desde el principio por personas intocables. El legalismo: la ley (con sus 613 prescripciones, nosotros tenemos 1752 cánones) se convierte en una realidad que lo domina todo y que olvida escuchar la palabra de Dios en medio de la historia. Vemos ahí en germen las causas del conflicto de Jesús con el judaísmo de su tiempo.

El testimonio de Dios. Jesús cura al paralítico de Betesda. Los judíos le persiguen porque hace estas cosas en sábado. Le acusan de quebrantar la ley. Les dice Jesús: “Mi padre trabaja y yo también trabajo”. Los judíos replican que se endiosa: “Se hace a sí mismo igual a Dios”. Jesús no se endiosa. Es un judío fiel que proclama la confesión de fe: “Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es uno” (Dt 6,4). Jesús se remite al testimonio de Dios: “Las obras que el Padre me ha encomendado hacer, esas obras dan testimonio de mí”, “estudiáis las Escrituras pensando encontrar en ellas vida eterna; pues ellas dan testimonio de mí” (Jn 5, 16-39). Es una experiencia fundamental: las Escrituras dan testimonio de Jesús. Quien prescinde de las Escrituras no puede entender a Jesús, le hace a su imagen, le deforma. En la Biblia, “no puede fallar la Escritura” (Jn 10,35), encontramos el carné de identidad de Cristo. Es una experiencia que todos podemos tener.

Repaso bíblico. El Resucitado se mete en la conversación de los discípulos de Emaús. Para ellos, Jesús “fue un profeta poderoso en obras y palabras”, pero, tras el escándalo de la cruz, van de vuelta diciendo: “Nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel”.  Jesús les interpela: “¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas!”. Y, para que quede claro, les da un repaso bíblico, que es tan necesario hoy: “Comenzando  por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las  Escrituras” (Lc 24, 19-27).

El profeta esperado. Jesús se reconoce como profeta. Lo indica cuando es rechazado en su propio pueblo: “Ningún profeta es bien recibido en su tierra” (Lc 4, 24). La gente le sitúa en la línea de los grandes profetas: “Unos dicen que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas” (Mt 16, 14). Es el profeta esperado, tal y como el Señor anunció a Moisés: “Suscitaré un profeta de entre tus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca y les dirá lo que yo le mande. A quien no escuche las palabras que pronuncie en mi nombre, yo le pediré cuentas” (Dt 18,18-19). En la experiencia de la zarza, en el fuego de esa   experiencia, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob aparece ante Moisés como Dios de vivos y no de muertos: los muertos resucitan. Dice Jesús a los saduceos: “Que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de zarza, cómo Dios le dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? No es Dios de muertos, sino de vivos” (Mc 12, 26-27).

Bautismo y misión. La misión de Jesús arranca de una experiencia fundamental, su bautismo en el Jordán: “Vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán. En cuanto salió del agua vio que los cielos se rasgaban y que el espíritu, en forma de paloma, bajaba a él. Y se oyó una voz que venía de los cielos: Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco" (Mc 1,11; Lc 3,22). Se evoca, superándola, la figura del siervo: "Mirad a mi siervo..., mi elegido, a quien prefiero" (Is 42,1). Se cumple el salmo de entronización: “Ya tengo consagrado a mi rey en mi monte santo”, “tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy” (Sal 2). Jesús es el ungido de Dios, “el Cristo” (Mc 8,29), el rey del reino de Dios.

Los dos mandamientos. Un escriba le pregunta cuál es el primer mandamiento, responde Jesús: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser” (Mc 12,28-30). El joven rico le pregunta qué ha de hacer para heredar la vida eterna, responde: “Ya sabes los mandamientos”, “no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no darás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre” (Lc 18, 18-21). Jesús le cita los referidos al prójimo. En realidad, “quien no ama a su prójimo a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn 4,20). Un fariseo le pregunta para ponerle a prueba cuál es el mandamiento principal de la ley, Jesús le cita el primero y añade “Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas” (Mt 22, 34-40).

Del Decálogo al Evangelio. Jesús revisa la tradición, la Ley. Dice una y otra vez: Habéis oído  que se dijo... pues yo os digo... El Decálogo no sólo es cumplido "hasta la última letra" (Mt 5,18), sino también superado: No sólo no tendrás otros dioses (Dt 5,7), sino que buscarás por encima de todo el reino de Dios y su justicia (Mt 6,33). No sólo no jurarás en falso (Dt 5,11), tampoco en modo alguno (Mt 5,33-34). No sólo guardarás el sábado (Dt 5,12-15), sino que el sábado está al servicio del hombre (Mc 2, 27), serás alimentado con el pan de vida (Jn 6,35-51). No sólo honrarás a tu padre y a tu madre (Dt 5,16), sino que aquellos que escuchan la palabra de Dios serán tu familia (Mc 3,31-35). No sólo no matarás (Dt 5,17), sino que amarás a tu enemigo (Mt 5,43-46). No sólo no cometerás adulterio (Dt 5,18), ni desearás la mujer de tu prójimo (Dt 5,21), sino que serás fiel de corazón (Mt 5,27-30). No sólo no robarás (Dt 5,19) ni codiciarás los bienes ajenos (5,21), sino que compartirás tus bienes (Lc 19,8-10; ver Mt 6,24; Lc 18,24-27). No sólo no darás falso testimonio contra tu prójimo (Dt 5,20), sino que disculparás y perdonarás (Mt 18,21-22).

El corazón del Evangelio. En la misión de Jesús los hechos acompañan a las palabras: anuncia una palabra que se cumple (Ez 12, 28). Jesús enseña y cura (Mc 1,39). En diversos medios, en las sinagogas (1,21), por las casas  (2,1), junto al mar (3,7; 4,1; 6, 34-35), en el desierto (8,4), en el templo (11,17), Jesús anuncia la palabra. El reino viene cuando se dirige a los hombres la palabra de  Dios. Encontrar a Dios en el centro de la vida es el corazón del Evangelio. El reino de Dios es como la semilla que crece sin que se sepa cómo (4,26-29), como un grano de mostaza que crece y echa ramas tan grandes que las aves del cielo anidan a su sombra  (4,31-32). Jesús hace sentir a quien le busca la cercanía de Dios, lleva en sí mismo el reino de Dios. Ello da a su persona una autoridad que no tiene igual: "Quedaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad” (1,22).

La misión de Jesús. En la sinagoga de Nazaret, Jesús proclama el pasaje de Isaías: “El espíritu de Dios está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a anunciar la buena nueva a los pobres, a proclamar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, a liberar a los oprimidos, a proclamar un año de gracia del Señor” (Is 61,1-2). Dice: “Hoy se cumple esta lectura que acabáis de oír”. Todo va bien, hasta que Jesús toca la fibra del nacionalismo cerrado y fanático de Nazaret, cuando cita a Elías y a Eliseo, enviados respectivamente a una viuda fenicia y a un sirio, ¡dos extranjeros!: “En Israel había muchas viudas en tiempos de Elías, cuando estuvo cerrado  el cielo tres años y seis meses, y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, más que a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, más que Naamán, el sirio”. Todos en la sinagoga se pusieron  furiosos y querían despeñarlo (Lc 4,16-29).

El don de Dios. Jesús plantea a la samaritana, casada cinco veces, símbolo vivo de su tierra, la cuestión del conocimiento de Dios, es decir, la   experiencia de fe como don: Si conocieras el don de Dios... (Jn 4,10). Jesús asume el mensaje de Oseas. El diálogo con la samaritana tiene lugar junto al pozo de Jacob. El pozo de Jacob remite a los orígenes, a un tiempo en que aún no se había producido la división entre judíos y samaritanos, en que la esposa del Señor aún no se había   ido detrás de sus amantes (Os 2,7). Quien acoge la palabra de Dios es hijo de Dios (Jn 1,12), quien la rechaza es hijo de prostitución (8,41).

Las señales esperadas En la misión de Jesús se cumplen las señales esperadas: “¡Dichosos los ojos que ven los que veis!” (Lc 10, 23). Se hace posible lo que parecía imposible: “Que el desierto y el sequedal se alegren, regocíjese la estepa y florezca como flor”, “fortaleced las manos débiles, afianzad las rodillas vacilantes, decid a los de corazón intranquilo: Ánimo, no temáis”, “mirad que vuestro Dios trae el desquite, viene en persona y os salvará”, “entonces se despegarán los ojos de los ciegos, y los oídos de los sordos se abrirán. Entonces saltará el cojo como ciervo y la lengua del mudo lanzará gritos de júbilo, porque brotarán aguas en el desierto y torrentes en la estepa”, “habrá allí un camino recto, vía sacra se la llamará”, “los rescatados la recorrerán. Los redimidos del Señor volverán, entrarán en Sión entre aclamaciones, y habrá alegría eterna sobre sus cabezas. ¡Regocijo y alegría les acompañarán! ¡Adiós penar y suspiros!” (Is 35,1-10). Jesús dice a los enviados de Juan: “Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la buena nueva” (Mt 11,2-11).

Curación del ciego. Betsaida es una de las ciudades que rechazan a Jesús: “¡Ay de ti, Betsaida!” (Mt 11,21). Allí vive el ciego que es curado. Es una señal del Evangelio: “los ciegos ven”. El texto es sobrio, escueto. Jesús saca al ciego “fuera del pueblo”[1], fuera del ambiente nacionalista: “la única forma de sanar al ciego es apartarle físicamente de Betsaida”. Jesús echa saliva al asunto: “¿Ves algo?”. El ciego ve a los hombres “como árboles, pero que andan”. La imagen puede sugerir una formación militar camuflada: entre ceja y ceja el fanático tiene un grupo armado que se oculta en las montañas y tiende emboscadas (1 Mac 2, 28-48; 9,40; Jn 10,8). Al final, ve “de lejos claramente todas las cosas”. La medida es drástica: “Ni siquiera entres en el pueblo”, dice Jesús (Mc 8,22-26).

La ceguera de Pedro. Él y su hermano Andrés son de Betsaida (Jn 1,44). Los dos se trasladan a Cafarnaúm (Mc 1,29). Pedro también parece ciego. A la pregunta de Jesús: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”, dice resueltamente: “Tú eres el Mesías” (Mc 8,29). Jesús “les mandó enérgicamente que no hablaran acerca de esto”. Puede entenderse mal, incluso es peligroso. Jesús ha optado por un mesianismo profético que no se impone por la fuerza, un mesianismo que es rechazado en Galilea y será rechazado en Jerusalén: “El hijo del hombre tiene que padecer mucho”, “ser ejecutado y resucitar a los tres días”. Pedro no lo entiende, se lo lleva aparte y le quiere aconsejar. Jesús le increpa duramente: “¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!” (8,33). Los pensamientos de Pedro son una tentación para él (Mt 4,10). Es la confusión, no la confesión de Pedro. El pasaje del primado no pega aquí, es una interpolación posterior: “¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de     Jonás! porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi padre que está en el cielo. Ahora yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16,18-19).

Escuchadle. “Seis días después, Jesús toma consigo a Pedro, Santiago y Juan, sube aparte con ellos a un monte alto” (Mc 9, 2). Seis días después ¿después de qué? De la confusión y de la osadía de Pedro, cuando se lo llevó aparte a Jesús y le quiso aconsejar. Ahora Jesús se lleva aparte a Pedro, a Santiago y a Juan. Se los lleva a un “monte alto” para orar. Según la tradición, el monte Tabor, al sur de Galilea (575 m), pero pudo ser el Hermón, al norte (2.814 m). En cualquier caso, “el Tabor y el Hermón aclaman tu nombre” (Sal 89). Se celebraba la fiesta de las tiendas. Jesús no había querido participar en esa fiesta de tipo nacionalista. Mientras oraba, “su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz” (Mt 17,2). La gloria de Dios lo transfigura todo: “Se les aparecieron Moisés y Elías, que conversaban con él. Aparecían en gloria y hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén” (Lc 9, 31). Pedro se ofreció a cumplir la fiesta de las tiendas: “Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. No sabía lo que decía” (9, 33). La palabra de Dios recuerda el bautismo de Jesús: “Este es mi hijo amado, en quien me complazco; escuchadle” (Mt 17,5). Es la confirmación del bautismo de Jesús y de su misión: “Escuchadle”.

Elías vino ya. Los discípulos conversan con Jesús al bajar del monte. Necesitan una explicación. Se recomienda prudencia: “No contéis a nadie la visión hasta que el hijo del hombre resucite de entre los muertos”. Jesús es el Ungido de Dios, el Cristo, el Mesías, pero no como se espera. La función precursora, que en la tradición judía es propia de Elías, se ha cumplido en la persona de Juan, el mensajero que prepara el camino (Mal 3, 1): “Elías vino ya, pero no lo reconocieron, sino que hicieron con él cuanto quisieron. Así también el hijo del hombre tendrá que padecer de manos de ellos. Entonces los discípulos comprendieron que se refería a Juan el Bautista” (Mt 17,9-13).

Fracaso en Galilea. Jesús promueve un desarme universal: “De las espadas forjarán arados, de las lanzas podaderas” (Is 2, 4). Es un mesías desarmado. Su arma es la palabra de Dios que siembra en la tierra. Pudo salvar a Jerusalén: “¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos como una gallina reúne a sus polluelos, pero no quisiste!” (Mt 23,37). Jesús pone una mesa para “cinco mil”, lo que supone una fuerza política considerable. Quieren “proclamarlo rey”, rey armado, pero Jesús “huyó al monte él solo”. Por opción profética, es rey desarmado. Para ellos, una utopía, no es lo que buscan: “Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él” (Jn 6, 10-66). Esto supone el fracaso de la misión de Jesús en Galilea.

Etapa final. Entonces empieza la etapa final. Jesús es el hijo del hombre sacrificado por poderes bestiales, pero viene “sobre las nubes del cielo“ a juzgar la historia. Es el reto que Jesús hace a Caifás en pleno proceso, cuando le pregunta si es “el Cristo, el Hijo del Bendito”: ”Sí, yo soy, y veréis al hijo del hombre sentado a la derecha del Poder y venir sobre las nubes del cielo”  (Mc 13, 62). No es un imperio más, un reino más: “Mi reino no es de este mundo” (Jn 18, 36), dice Jesús. Se cumple el salmo 110: “Dijo el Señor (Dios) a mi Señor (Cristo): Siéntate a mi derecha”.

Cueva de bandidos. La misión de Jesús había comenzado en Galilea, pero su destino era Judea y, dentro de Judea, Jerusalén y, dentro de Jerusalén, el templo, la niña del ojo del mundo judío, centro de poder religioso, político y económico. Un destino comprometido y peligroso (Mt 23,37). Es parte de su misión. El templo debe ser "casa de oración para todas las gentes", pero se ha convertido en "cueva de bandidos" (Mc 11,17). Ya lo dijo Jeremías (Jr 7, 11). El templo debe ser purificado. Más aún, el templo debe ser sustituido. Jesús hablaba del “templo de su cuerpo” (Jn 2,21). El nuevo templo se construye con "piedras vivas" (1 P 2,5), “ese templo sois vosotros” (1 Co 3,17), una comunidad viva.

Mensaje central. Lo proclama Pedro como el centro del mensaje cristiano: "A Jesús el Nazoreo[2], hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales…vosotros le matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos”, “a éste, Dios le resucitó ...de lo cual todos nosotros somos testigos. Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del padre el espíritu santo prometido[3] y ha derramado lo que vosotros veis y oís", Dios le ha constituido “Señor y Cristo” (Hch 2,22-36). Jesús es el ungido de Dios, “el Cristo” (Mc 8,29), el rey del reino de Dios y, por tanto, Señor. Cristo Resucitado tiene dimensiones cósmicas. Dios quiso “recapitular en él todas las cosas” (Ef 1,10). Lo canta Teilhard de Chardin en El himno del universo: “Tú has ocupado por derecho de Resurrección el punto clave del Centro total en el que todo se concentra” (Taurus, Madrid, 1960, 147).

 

[1] BOCKMUEHL, M., Simón Pedro en la Escritura y en la historia, Ed Sígueme, Salamanca, 2014, 242.

[2] El Nuevo Testamento en griego pone la palabra “nazoreo”, no “nazareno”. En la antigua tradición a Jesús se le llama “nazoreo”, discípulo de Juan. La tradición posterior le llama “nazareno”, de Nazaret. A los discípulos de Juan se les llama “nazoreos”, que significa “preservadores”. La conversión preserva de la “ira inminente” (Lc 3,7). El profeta debe anunciar la violencia que viene (Ez 33,1-6) y que puede evitarse mediante la conversión.

[3] Los traductores de la Biblia, quizá influidos por la tradición dogmática posterior, ponen estas palabras (padre, espíritu santo) en mayúscula. Sin embargo, la versión crítica del Nuevo Testamento en griego las pone en minúscula. Volviendo a las fuentes, la versión crítica responde mejor a la confesión original de fe: la confesión de Dios y la confesión de Cristo (Merk, A., Novum Testamentum graece et latine, Pontificio Instituto Bíblico, Roma, 1964, 399).