En el principio era la palabra
 

LA CRONICA DE FALASCA
Apología curial


La periodista Stefanía Falasca, vice-postuladora del proceso de beatificación de Juan Pablo I, ha publicado el libro “Papa Luciani. Crónica de una muerte”, prologado por el cardenal Pietro Parolin, Secretario de Estado. Como era de esperar, la autora asume la versión oficial que se dio sobre la causa de la muerte de Juan Pablo I: “infarto agudo de miocardio”. La crónica de Falasca se nos presenta como una “investigación histórica rigurosa”. Sin embargo, en ella encontramos omisiones, contradicciones, errores. Nos parece una apología curial. 


El papa estaba bien


La autora omite un artículo del vaticanista Andrea Tornielli, “Las nueve. El papa está bien”, en el que presenta una aportación fundamental: el Dr. Antonio Da Ros, médico personal de Juan Pablo I, rompe su silencio para decir, entre otras cosas, que el papa estaba bien y que aquella tarde no le prescribió absolutamente nada: “Debían ser casi las nueve de la tarde. Hablé con el Papa, pero también con sor Vincenza Taffarel, que era enfermera y atendía al Santo Padre”, “todo era normal. Sor Vincenza no me habló de problemas particulares. Me dijo que el Papa había pasado la jornada  como acostumbraba”, “aquella tarde yo no le prescribí absolutamente nada, cinco días antes lo había visto y para mí estaba bien. Mi llamada  telefónica fue rutinaria, nadie me llamó a mí” (30 Giorni 72, 1993, 53-54; Il Giornale, 27-9-2003).
Según la autora, el Dr. Da Ros “la tarde del 28 de septiembre tuvo una comunicación con sor Vincenza” (Falasca, 82), es decir, solamente con la monja, no con el Papa. Sin embargo, el Dr. Da Ros habló con el Papa, no sólo con la monja: “Hablé con el Papa”, dice el doctor a Tornielli. Es importante este detalle, porque (si esa tarde hubiera tenido un dolor en el pecho, como se dice) el Papa lo habría comentado con su médico. Importa también la hora: “Debían ser casi las nueve de la tarde”, no “en torno a las 19.30”, como dice la autora (Falasca, 82).


El coágulo en el ojo


Luciani tuvo un coágulo en la vena central de su ojo izquierdo: “Fue justo ese año, al volver de Brasil, cuando el patriarca tuvo un émbolo en el ojo derecho” (sic), dice sor Vincenza (Bassotto, 206). El viaje aéreo a Brasil fue en 1975, del 6 al 21 de noviembre. Estuvo ingresado en el hospital una semana, del 2 al 8 de diciembre. No hizo falta ninguna intervención quirúrgica. El especialista profesor Giovanni Rama, del Policlínico de Mestre, dijo a Yallop:
“El tratamiento que se le hizo sólo fue de carácter general y estaba basado en hemocinesis, anticoagulantes, algún suave medicamento para dilatar los vasos sanguíneos y, sobre todo, unos pocos días de descanso en el hospital. El resultado fue casi inmediato, con una recuperación completa de la vista y una mejora general. Luciani nunca fue lo que se dice un coloso desde el punto de vista sanitario, pero era un hombre sano y los exámenes a los que fue sometido nunca revelaron ninguna dolencia cardiaca”.
“El profesor Rama –dice Yallop- me hizo notar que Luciani tenía la tensión baja; en condiciones normales oscilaba entre 120 y 80. La tensión baja, según los especialistas consultados, está considerada come el mejor diagnóstico posible para una expectativa de vida”, “es de la opinión que esta enfermedad vascular pudo llevar a Luciani a la tumba, pero también admitió que, sin autopsia, cualquier opinión médica en este sentido carecía de validez” (Yallop, 349-350, 360).
Escribe la autora: “Por interés de la familia, una copia de la cartilla clínica de esta recuperación ha llegado a la Postulación”, “el diagnóstico fue de obstrucción de la vena central retiniana del ojo izquierdo (o sea, trombosis retiniana),  que con el tratamiento se resolvió en breve y positivamente con la recuperación de la vista y no dejó secuelas significativas” (Falasca, 120, 187).
Según el Dr. Rama, “el papa Luciani no ha tenido una embolia retiniana sino una trombosis de un sector de la vena retiniana del ojo izquierdo”, “ha tenido una recuperación funcional completa de la vista y tales episodios no se han repetido”, “el tratamiento que eventualmente le era prescrito en los años sucesivos era muy simple: vitaminas”, “el papa Luciani era tendencialmente hipotenso y en la familia había una predisposición a los problemas de trombo –nada más verosímil que haya tenido una trombosis cardiaca (infarto) o cerebral”, Yallop “ha extrapolado de mi informe lo que le interesaba para decir cosas que no corresponden a la verdad” (Falasca, 208). Sin embargo, ya sabemos lo que dice Yallop: ¿dónde está la extrapolación?


El lugar del café


Como sucede en otros detalles, aquí se da una “sorda y dura batalla”. La monja dejó el café ¿en el estudio del papa?, ¿delante de la puerta?, ¿en el dormitorio?, ¿en la sacristía?
A partir de una entrevista concedida por sor Vincenza, el investigador inglés David Yallop afirma que “a las 4.30 de la mañana del viernes, 29 de septiembre, sor Vincenza llevó un café al estudio del papa, como era lo habitual” (Yallop, 313). Por su parte, el secretario de Juan Pablo I, John Magee, dice: “En Venecia, ella  acostumbraba a entrar en la habitación de Luciani a las cuatro y media, pero eso significaba romper de tal forma el protocolo vaticano que pensaron que dejarle el café delante de la puerta sería mejor”. Pero el secretario dice también, se contradice: “Cada mañana le dejaban el café a las cinco y veinte. Lo dejaban en la sacristía o fuera de la puerta del dormitorio, no estoy seguro” (Cornwell, 144 y 195). Según sor Margherita Marín, “hacia las 5.10 de aquella mañana, como cada mañana, sor Vincenza había dejado una taza de café para el Santo Padre en la sacristía” (Falasca, 94).  Sin embargo, según me dijo Camilo Bassotto, que recibió de sor Vincenza su testimonio sobre el hallazgo del cadáver, la hermana dejó el café junto a la cortina del dormitorio. La cortina dividía el dormitorio en dos. Sorprende constatar dónde, según la apología curial, se pone el café: en la sacristía.


Hallazgo del cadáver


La autora omite el testimonio de sor Vincenza sobre el hallazgo del cadáver que recoge Camilo Bassotto en su libro “Il mio cuore è ancora a Venezia”:
“Aún no habían dado las cinco, el café puesto, como siempre, por sor Vincenza en la mesa de la antecámara, estaba todavía allí”, sor Vincenza “entró en el dormitorio, apartó la cortina que separaba la cama, la luz estaba encendida. Juan Pablo I estaba acomodado sobre el fondo del lecho, apoyado en los almohadones, la cabeza levemente inclinada hacia adelante, los ojos cerrados, los labios ligeramente abiertos, los brazos abandonados sobre los flancos. Una leve, levísima sonrisa se había detenido en su rostro. En la mano derecha tenía unos folios, en el rostro tenía puestas las gafas. Todo estaba en orden en la cama y en la habitación. Sobre la mesilla estaba el reloj de pulsera y la foto de papá y mamá, nada más. Sor Vincenza se le acercó, el pulso había desaparecido, le pasó una mano por la frente y notó una ligera tibieza como si la vida hubiera desaparecido hace poco. La compostura de su rostro, de las manos, de todo su ser físico dejaba creer que se había dormido en la muerte” (Bassotto. 209).
Camilo Bassotto me dijo confidencialmente: “Hablé en dos ocasiones con sor Vincenza. La primera con la provincial delante. La segunda, a solas. En esta ocasión, sor Vincenza se echó a llorar desconsoladamente. Yo no sabía qué hacer. Sor Vincenza me dijo que la Secretaría de Estado le había intimidado a no decir nada, pero que el mundo debía conocer la verdad” (SPC, 28).
“Hace muy poco, escribe Yallop, la hermana revivió aquellos momentos en una entrevista que me concedió”. Una vez descubierto el cadáver, dice sor Vincenza, “pulsé el timbre para llamar a los secretarios, y luego salí a buscar a las otras hermanas”, “lo primero que hizo el padre Magee fue telefonear a Villot, que residía dos planteas más abajo”, “alrededor de la cinco, Villot ya estaba en el dormitorio del papa”, “junto a la cama del papa, en la mesilla de noche, estaba el frasco con el medicamento que Luciani tomaba contra la tensión baja. Villot se lo embolsó en la sotana y arrancó de las manos yertas de Luciani los apuntes sobre los desplazamientos y las designaciones que el papa había comunicado la víspera. También los papeles se los guardó Villot” (Yallop, 314-315).
El cadáver lo encuentra sor Vincenza, ella sola, no como afirma Falasca, acompañada de sor Margherita: “El hallazgo del cadáver hay que atribuirlo a sor Vincenza Taffarel, la cual sin embargo no estaba sola en aquel momento: estaba acompañada por la hermana Margherita Marín”, “es encontrado muerto en la cama por las hermanas Vincenza Taffarel  y Margherita Marin” (Falasca, 94, 217).
Un detalle importante: “Todo estaba en orden en la cama y en la habitación”. Es decir, no ha habido lucha con la muerte, lo que no encaja con el cuadro típico del infarto agudo de miocardio. Sor Margherita, compañera de sor Vincenza, confirma el detalle: “Nada en la habitación estaba fuera de lugar. No. Nada, nada. Ni siquiera una arruga. Nada caído al suelo, nada desaparecido que pudiera hacer pensar en un malestar que hubiera notado. Parecía como uno que se duerme leyendo. Que se duerme y queda así” (Falasca, 95).
Hacia las 6.00 horas, escribe Falasca, llegan “casi simultáneamente el cardenal Secretario de Estado Villot y el doctor Buzzonetti” (Falasca, 99-100). Pero no está claro. Según Magee, el doctor llegó antes que Villot: “Subimos juntos en el ascensor y cuando llegamos a los aposentos, sonó el timbre de la tercera logia y era el cardenal Villot”. Según Lorenzi, “primero vino Villot”, “después vino el doctor” (Cornwell, 196, 80). Según sor Vincenza, “alrededor de las cinco, Villot ya estaba en el dormitorio del papa” (Yallop, 314).
Pues bien, el Dr. Buzzonetti afirma lo siguiente:
“Su Santidad yacía en su cama; estaba arropado por los cobertores hasta la altura de la parte superior del tórax; la cabeza, la parte posterior del cuello y la parte superior del dorso se apoyaban sobre dos almohadones. Los cobertores, las prendas, los almohadones estaban en orden. El Santo Padre tenía la cabeza ligeramente inclinada hacia el lado derecho, llevaba las gafas (que no habían resbalado sobre la nariz)”, “con ambas manos sostenía unos folios impresos, que habían sido mantenidos en la posición idónea para una correcta lectura. La comisura de los párpados y la boca estaban cerrados. La postura era compuesta y serena”, “fue necesario hacer una cierta fuerza de tracción para retirar los folios apretados entre los dedos de las manos del papa” (Falasca, 100).
Atención: aquí hay una diferencia importante entre el relato de sor Vincenza y el de Buzzonetti. Dice la monja que los brazos del papa estaban “abandonados sobre los flancos” y que “en la mano derecha tenía unos folios”. Sin embargo, dice el doctor: “Con ambas manos sostenía unos folios impresos, que habían sido mantenidos en la posición idónea para una correcta lectura”, “fue necesario una cierta fuerza de tracción para retirar los folios apretados entre los dedos de las manos del papa “. Por su parte, sor Margherita dice que “eran folios escritos a máquina, más bien medios folios, dos o tres”, “nosotros dejamos lo que tenía en la mano. No tocamos nada” (Falasca, 104, 172).
Preguntamos: ¿Se trata de los mismos folios? ¿Se ha manipulado el cadáver antes de que llegara el doctor? ¿Se le han retirado los folios que tenía en la mano derecha? ¿Se le ha puesto “entre los dedos de las manos” unos folios impresos? ¿Qué es lo que tenía en la mano?
Se sigue diciendo que Luciani murió “en la noche del 28 de septiembre”, “probablemente hacia las 23.00 horas” (Falasca, 6, 107). Sin embargo, el Papa murió en la madrugada del día 29. Es lo que dice sor Vincenza a Camilo: “Su muerte ocurrió entre las dos y las tres de la madrugada del 29 de septiembre. La tibieza encontrada por mi sobre el rostro del Papa y sentida también por don Diego Lorenzi al vestirle, podría ser una confirmación de ello” (Bassotto, 212). En el comunicado oficial se retrasa el hallazgo del cadáver: “hacia las 5.30 horas” (Falasca, 192).
La sobrina Lina Petri relata un “suceso extraño” que presenció en la cocina de las monjas: “La hermana Vincenza estaba llorando y abriendo su corazón al contar estas cosas”, comentaba que el Papa “se había encontrado muy bien, mucho mejor en Roma que en Venecia”. Entonces Don Diego entró corriendo e hizo una escenita. Le dijo: “¡Escuche, hermana Vincenza, lo que ya ha pasado, pasado está! No hay necesidad de afanarse inútilmente con todos estos detalles” (Cornwell, 331-332). ¿Y cuáles eran esos detalles de los que  no debía hablar? Si hay algo que ocultar, importan todos los detalles.


Lo que tenía en la mano


Aquí se da también una “sorda y dura batalla”: ¿qué tenía en las manos el papa Luciani en el momento de morir?, ¿un libro?, ¿una homilía?, ¿un papel sobre los cambios que pensaba hacer? No es lo mismo.
Se dijo que el papa murió leyendo La imitación de Cristo, de Tomás de Kempis. El jesuita Francesco Farusi, entonces director de “Radiogiornale” en Radio Vaticana, difundió la noticia en la mañana del 29 de septiembre. Dice Farusi: “Lo confronté personalmente con don Diego Lorenzi. Él me dijo que era verdad”. Sin embargo, el 2 de octubre desmintió la noticia “por sugerencia de la Secretaría de Estado” (Yallop, 243).
El secretario John Magee afirma que “lo que el Papa tenía en las manos” era “una de esas homilías”, “era la homilía”, “tan verdad como el Evangelio, porque lo vi con mis propios ojos” (Cornwell, 191, 196).
Sin embargo, don Germano Pattaro, ilustre sacerdote veneciano, llamado por el papa Luciani a Roma como consejero, afirma al respecto: “Los apuntes que Luciani, muerto, tenía en la mano, eran unas notas sobre la conversación de dos horas que el papa había tenido con el Secretario de Estado Villot la tarde anterior (por tanto, no la Imitación de Cristo ni la serie de otras cosas, apuntes, homilías, discursos, etc, indicados por la Radio Vaticana: demasiadas cosas, y heterogéneas para poder ser tenidas entre dos dedos)” (Zizola, Il papa che non volle farsi re, 171).
Sor Margherita Marin declara: “Eran folios escritos a máquina, más bien medios folios, dos o tres. No escritos a mano, estoy muy segura, pero no sé decir el contenido porque no me puse a leer en ese momento. Alguno en el pasillo nos dijo que eran los folios para la audiencia del miércoles.
La agencia de noticias ANSA publicó que sor Vincenza vio “en la mano cuatro hojas de papel”, “tenía una hoja con nombramientos” (Cornwell, 231, 72). Algo semejante escribió Juan Arias en El País: sor Vincenza “le vio sentado en la cama con las gafas puestas y unos folios en la mano”, “unos folios en los cuales había tomado apuntes de una larga conversación de dos horas con el Secretario de Estado, cardenal Villot, sobre una serie de cambios en la curia romana y en algunas diócesis de Italia” (6-10-1978).
El secretario Diego Lorenzi afirma algo distinto: “Las hojas de papel estaban totalmente en vertical. No se habían escapado de sus manos y caído al suelo. Yo mismo le quité las hojas de las manos”, “vi que habían sido sacadas de los panfletos especiales en los que los obispos pronuncian sus sermones” (Cornwell, 72-73).
El doctor Buzzonetti, que llega hacia las 6.00, escribe: “En las manos sostenía unos folios impresos. Yo cogí los folios de las manos del difunto y, sin leerlos, los puse en el escritorio situado cerca de la cama. Entonces vi que eran páginas que contenían una homilía suya”.
Aunque puede utilizarse de forma indistinta el singular y el plural (mano o manos), sor Vincenza, sor Margherita y don Germano Pattaro utilizan el singular. Magee, Lorenzi y Buzzonetti utilizan el plural. Entre lo que afirman unos y otros hay una diferencia significativa: el cadáver ha sido manipulado.
Sobre el destino de los folios dice sor Margherita: “No sabría decir quién se ocupó de ello”. En diversas ocasiones los secretarios han sido preguntados sobre el destino de los folios “sin que hayan sabido dar una respuesta exhaustiva. Tales hojas no han sido encontradas” (Falasca, 104-105).
Resulta sorprendente que hayan desaparecido los folios que Juan Pablo I tenía en la mano. Según escribe Antoine Wenger en su libro sobre el cardenal, Villot “hizo lo que correspondía a su cargo”, “recogió los papeles, expedientes, impresos y objetos diversos que se encontraban en la habitación del difunto, según lo que prescribe la función de camarlengo”, “los papeles fueron depositados en la Secretaría de Estado para el sucesor” (Wenger, 330, 391). Es decir, para Juan Pablo II.


Escándalos económicos


La crónica de Falasca no hace referencia a los escándalos económicos, que como obispo, como patriarca o como papa, Luciani tuvo que afrontar, cuando estaba en juego la  credibilidad de la Iglesia. Así sucedió con el caso Antoniutti (1962), con la venta de la Banca Católica del Véneto (1972) y con el problema de la relación IOR-Ambrosiano (1978).
De todo esto Falasca no dice nada: “Ni siquiera hemos podido saber –considerando lo que Luciani tuvo que constatar algún año antes sobre la Banca Católica del Véneto- si y cómo él verosímilmente se habría interesado en el problema financiero contingente”, “en cuanto a las eventuales decisiones que Juan Pablo I pensara tomar, en los autógrafos referentes al pontificado se lee solamente un apunte sobre la Lex Fundamentalis Eclesiae” (Falasca, 58). Son lagunas de la apología curial.
Sobre el caso Antoniutti, en el que estuvieron implicados dos sacerdotes de la diócesis de Vittorio Veneto, el obispo Luciani escribe una carta a sus diocesanos con el título de “Un caso penoso” (9-8-1962).
Sobre el caso de la Banca Católica del Véneto, Luciani fue a ver a Benelli, entonces  sustituto de la Secretaria de Estado, y le contó el problema. Luciani sacó a los obispos vénetos de la Banca Católica. Tras su conversación con Benelli, le comentó a su secretario Mario Senigaglia: “Estoy liberado. Lo he dicho todo”. Esta confidencia me la comunicó el propio Senigaglia, en Venecia, en presencia de Camilo Bassotto. Luciani sabía que algo olía mal en las finanzas vaticanas. Cuando fue elegido Papa, se encontró de frente con el problema.
Sobre el problema de las finanzas vaticanas, del informe de la persona di Roma destacamos algunas decisiones importantes y arriesgadas. Por ejemplo, Juan Pablo I pensaba:
- destituir al presidente del IOR y reformar enteramente el banco vaticano: "El presidente del IOR debe ser sustituido”, “un obispo no puede presidir o gobernar un banco. Aquella que se llama sede de Pedro y que se dice también santa, no puede degradarse hasta el punto de mezclar sus actividades financieras con las de los banqueros, para los cuales la única ley es el beneficio y donde se ejerce la usura, permitida y aceptada, pero al fin y al cabo usura. Hemos perdido el sentido de la pobreza evangélica; hemos hecho nuestras las reglas del mundo. Yo he padecido ya de obispo amarguras y ofensas por hechos vinculados al dinero. No quiero que esto se repita de Papa. El IOR debe ser íntegramente reformado" (Bassotto, 237-239).
  - tomar abierta posición frente a la masonería y la mafia “La masonería, cubierta o descubierta, como la llaman los expertos, no ha muerto jamás, está más viva que nunca. Como no ha muerto esa horrible cosa que se llama mafia. Son dos potencias del mal. Debemos plantarnos con valentía ante sus perversas acciones”, “es un tema que un día afrontaremos con más claridad delante de todos” (Bassotto, 239).
La persona de Roma, que “reside en esta ciudad”, escribe a Camilo Bassotto: “Los apuntes que le adjunto son para usted. Había pensado guardarlos para mí. Me vino también la idea de publicarlos, pero el cargo que ocupo no me lo permite, al menos por ahora”, “la presente declaración con fecha 14 de mayo de 1989, fiesta de Pentecostés, está firmada a mano" (Bassotto, 227). Esta declaración ¿no importa en una rigurosa investigación histórica? Falasca no la recoge. Para ella, el libro de Camilo Bassotto es “un discutido volumen” (Falasca, 44, 58). ¿No sirve para su apología?
En realidad, los apuntes son un informe secreto, que tiene relevancia judicial. La identidad de la persona de Roma es un secreto aún mayor, tenazmente guardado durante años. Para nosotros la persona de Roma es el cardenal argentino Eduardo Pironio. Juan Pablo I recibe al cardenal Pironio el 14 de septiembre: “Habían pasado ya tres semanas desde que Albino Luciani había sido elegido Papa” (Bassotto, 228). Otros aspectos pueden verse en mi libro (capítulos XII y XVI).


Testimonio sobre la autopsia


La autora omite el testimonio de Giovanni Gennari sobre la autopsia. Según Gennari, que fue profesor del Seminario Diocesano de Roma, a Juan Pablo I “se le hizo la autopsia”,  “por ella se supo que había muerto por la ingestión de una dosis fortísima de un vasodilatador recetado por teléfono por su ex médico personal de Venecia”. Lo recoge Juan Arias en El País (25-10-1987). Puesto en contacto con Gennari en diciembre de 1992, me confirmó lo anterior, afirmando además que se lo dijo “un ilustre prelado vaticano el mismo día de la muerte”.
En mi opinión, es muy posible que a Juan Pablo I se le hiciera la autopsia. Obviamente, esto se podría confirmar por la apertura de archivos secretos o por la exhumación del cadáver. Es también posible que muriera por la ingestión de un vasodilatador. Es una medicina contraindicada para quien tiene la tensión baja. Ello encajaría con la forma en que se encuentra el cadáver: no ha habido lucha con la muerte, como corresponde a una muerte provocada por sustancia depresora y acaecida en profundo sueño.
Ahora bien, le dije a Andrea Tornielli en el verano de 1993: “No puedo creer que el Dr. Da Ros, médico personal de Luciani, recetara por teléfono una medicina contraindicada. Él podría desmentir algo que tan directamente le afecta”. Pues bien, Tornielli consiguió que hablara el Dr. Da Ros, que llevaba quince años de silencio, y dijo lo que ya sabemos.


El dolor en el pecho


Del dolor en el pecho habló por primera vez el secretario Diego Lorenzi. Fue el 2 de octubre de 1987. Lo recoge Camilo en su libro:
“Luciani pocos minutos antes de las 20.00 saliendo de su despacho dijo a los secretarios don Diego y padre Magee, que poco antes había notado un fuerte dolor en el pecho. Se ofrecieron en seguida a llamar a un médico del Vaticano, pero el Papa se opuso diciendo que ya se le había pasado. Ahora, vamos a cenar, dijo, mañana volvemos a hablar de ello” (Bassotto, 208).
“Es la primera vez que oigo esto, comentó Yallop, para quien las palabras de Lorenzi confirmaban su convicción de que Juan Pablo I murió envenenado. El doctor Cabrera me dijo al respecto: “Un dolor en el pecho puede ser debido a causas muy diversas; por ejemplo: neumonía, hernia de hiato, angina de pecho, catarro o simples gases”.
Lo reconoce la autora. Los dos secretarios “presentan llamativas divergencias”. La primera de estas “se refiere a un presunto malestar que el papa habría tenido por la tarde”. Según el padre Magee, “el  pontífice habría tenido este malestar en la primera parte de la tarde”: “He encontrado al Santo Padre parado junto a la mesa con una mano sobre el pecho. Él me explicó que tenía un dolor en el pecho y me pidió que llamara a sor Vincenza, la enfermera, porque según él ella tenía medicinas fabulosas. Sor Vincenza venía con la medicina y un vaso de agua”, “tras un breve periodo de tiempo el Santo Padre me llamó para decirme que el dolor había pasado y que estaba listo para recibir al cardenal Villot” (Falasca, 79).
También don Diego Lorenzi menciona el episodio, pero lo pone durante la cena y afirma: ”Hacia las 20.00 nos ponemos a cenar, el papa, yo y mons. Magee. De pronto el papa se llevó las manos al pecho diciendo: Siento punzadas, pero están pasando. Nuestra reacción inmediata fue decir: Hay un médico fácilmente localizable, lo llamamos. Respondió: Está pasando, no hay necesidad”.
En cambio, sor Margherita Marin “declara con seguridad que Juan Pablo I no tuvo ningún dolor y afirma no haber visto ningún movimiento particular de sor Vincenza ni de los secretarios que me hiciera sospechar nada” (Falasca, 81-82).
La autora reconoce “la escasa fiabilidad de ambos secretarios en la transmisión objetiva de los hechos que precedieron a la muerte del papa”. El relato de los secretarios, no ajeno a contradicciones en el curso de los años, tiene “el sabor del apólogo, verosímilmente también dictado por haberse sentido acusados por los hechos sucedidos después” (Falasca, 92,91). Se comprende perfectamente. Camilo Bassotto me comentó confidencialmente sobre el dolor en el pecho: “Es un invento; un inexplicable, inconcebible invento”.


Diagnóstico sin fundamento


Documento revelador. Según Falasca, “el 9 de octubre de 1978 el Sustituto de la Secretaría de Estado, Giuseppe Caprio, pidió a Buzzonetti una detallada relación sobre el informe médico, que el mismo día fue redactada y enviada de forma absolutamente reservada”:
“Excelencia reverendísima, de forma absolutamente reservada, haciéndole en cierto modo partícipe del secreto profesional, que vincula mi conciencia de médico, le transmito la adjunta relación sobre la constatación de la muerte de Su Santidad Juan Pablo I”, “la rapidez del hecho-muerte aparece confortada por datos circunstanciales”, “estos me han sido comunicados en parte por el Dr. Da Ros el 23 de septiembre”, “y en parte por el padre J. Magee delante del lecho de muerte del S. Padre”.
Los datos del Dr. Da Ros son estos: “un pasado espasmo (o tromboembolia) de la arteria central de la retina del ojo izquierdo”, “el uso (¿cotidiano?) de Gratusminal, un preparado oral a base de blandos sedativos y de pequeñas dosis de estrofanto (que es un cardiocinético)”. Y estos los datos del padre Magee: “el episodio de dolor localizado en el tercio superior de la zona esternal, sufrido por el S. Padre hacia las 19.30 del día de la muerte”.
El Dr. Buzzonetti recuerda además que su diagnóstico había sido concordado telefónicamente con el Dr. Mario Fontana, “llegado hacia las 8.00 horas”, “examinó el cadáver y firmó el texto por mí escrito a máquina y firmado”.
El Dr. Buzzonetti recuerda también “haber comunicado telefónicamente el texto del certificado a Romeo Panciroli, director de la Sala de prensa vaticana, con las modificaciones destacadas en cursiva”: “…el deceso, ocurrido presumiblemente hacia las  23 horas  de ayer, por muerte imprevista referible a infarto agudo de miocardio”.
En la misma relación el doctor aborda también la hipótesis de solicitar la autopsia, antes de formular el diagnóstico, en cuanto que “la legislación vigente en el Estado de la Ciudad del Vaticano, conforme con la de muchísimos Estados, no permite formular la causa de muerte con anotaciones que expresen probabilidad, duda, reserva o sospecha, salvo que el médico no pida la autopsia”.
“Con este fin, por tanto, el doctor Buzzonetti interpeló telefónicamente al abogado Vittorio Trocchi, Secretario general del Governatorato del Vaticano, el cual excluyó la posibilidad de modo categórico”. El doctor precisa así:
“En los casos previstos por la ley, el cadáver debe ser puesto a disposición de la autoridad judicial. En este sentido, antes de escribir el diagnóstico de muerte, al que suscribe le fue autoritariamente excluida la práctica posibilidad de pedir la  autopsia por parte del abogado Trocchi. Por tanto, el diagnóstico y la causa de la muerte debían necesariamente evitar o no incluir la expresión de duda, reserva, sospecha, probabilidad. En base a las anteriores consideraciones, formulé el diagnóstico clínico de muerte imprevista por infarto agudo de miocardio” (Falasca, 127-130).
Por tanto, el diagnóstico del Dr. Buzzonetti queda sin fundamento: el Papa “estaba bien” (Da Ros); el coágulo en el ojo fue en 1975 y quedó completamente curado: “tuvo una recuperación completa de la vista y tales episodios no se repitieron más” (Rama); el dolor en el pecho “es un invento” (Bassotto); la propia Falasca reconoce “la escasa fiabilidad de ambos secretarios” (Magee, Lorenzi); al Dr. Buzzonetti se le niega “de modo categórico” la práctica posibilidad de pedir la autopsia (Trocchi); el propio Buzzonetti confiesa sus problemas al Sustituto de la Secretaría de Estado (Caprio).
El caso sigue abierto.


Preguntas y respuestas


La autora presenta las preguntas que los cardenales, a través de la Secretaría de Estado, hicieron al profesor Cesare Gerin y a los médicos que habían atendido al Papa con motivo del embalsamamiento. El documento no lleva fecha, ni membrete ni firma. Los cardenales preguntan, en la más absoluta discreción, si “el examen del cadáver permitía excluir lesiones traumáticas de cualquier tipo”, si los testimonios recogidos por los médicos “permitían asegurar sobre el plano científico y sobre la base de la experiencia el diagnóstico clínico de muerte imprevista”, si “la muerte imprevista es siempre NATURAL”, si “en el caso de respuesta afirmativa a esta pregunta, permiten una publicación de su parecer al respecto“, si “en modo subordinado –considerando absolutamente inoportuno hacer declaraciones públicas sobre el tema- permiten que su autorizado parecer sea comunicado de modo absolutamente reservado al Sacro Colegio de Cardenales” (Falasca, 136).
Estas son las preguntas. Al menos, manifiestan que entre los cardenales hubo serias dudas. El profesor Gerin responde así: “El examen externo del cadáver del Santo Padre permite excluir lesiones traumáticas de cualquier tipo”, “según los datos conocidos por nosotros, nada hay que objetar sobre el diagnóstico de muerte imprevista por infarto agudo de miocardio”, “también procediendo a la realización de la autopsia en casos de infarto de miocardio muy reciente –como ahora- es posible no encontrar alguna señal del infarto mismo”, “la muerte imprevista en su correcta acepción técnica, como norma, es siempre natural”.
“El prof. Cesare Gerin, considerando absolutamente inoportuno hacer declaraciones públicas sobre el tema, pues la actual petición desborda la específica tarea para la que fue solicitado su trabajo y además declarándose dispuesto a desmentir cualquier noticia que fuese divulgada en su nombre, permite que las argumentaciones anteriores sean comunicadas - de modo absolutamente reservado- solamente al Sacro Colegio de Cardenales” (Falasca, 137).
Por tanto, las preguntas de los cardenales quedaron sin respuesta pública. En realidad, ni las preguntas ni las respuestas eran publicables.


Crónica de una muerte anunciada


Habiendo conocido la entrevista que el periodista Stefano Lorenzetto hizo a Giuseppe Pedullá en Il Giornale (26-4-2015), me puse en contacto con él para agradecerle su testimonio sobre Juan Pablo I: “Habría podido salvarle la vida al papa Juan Pablo I, pero no lo hice”, “el arzobispo Perantoni quería que le llevase al Vaticano una carta para avisarle del peligro. Me negué”, “pensé que Perantoni exageraba y yo estaba aterrorizado”, “tres días después, Juan Pablo I estaba muerto”. Le ha pesado como una losa. Ahora, con más información, cree que, de haberle avisado, no le hubiera revelado nada que el papa Luciani no supiera.
Por ejemplo, el periodista Mino Pecorelli, en su artículo “Petrus Secundus” publicado en la revista “Osservatore Politico” (OP, 12-9-1978) anuncia el asesinato del nuevo papa tras un breve y tempestuoso pontificado:
“Breve y tempestuoso es el pontificado de este papa que terminará asesinado por obra de fuerzas políticas adversas, alarmadas por sus denuncias e interesadas en anular los esfuerzos del papa Pedro por la renovación de la sociedad humana”.
Asimismo, en su artículo “Santità, come sta?” (OP, 26-9-1978) el periodista le pregunta enigmáticamente a Juan Pablo I sobre su salud. Además, comenta sobre los cambios que el Papa pensaba hacer: “Hoy en el Vaticano muchos tiemblan, y no solo monseñores y curas, sino también obispos, arzobispos y cardenales”. Miembro arrepentido de la logia P2 y vinculado a los servicios secretos, Mino Pecorelli fue asesinado el 20 de marzo de 1979.
La vice-postuladora Falasca omite estos testimonios que pueden considerarse crónica de una muerte anunciada y que, en carta de 3 de noviembre de 2016, envié al cardenal Beniamino Stella, postulador de la Causa. Por cierto, dice la autora, “el 16 de octubre de 2015 el obispo de Belluno Feltre indicó como nuevo postulador de la Causa al cardenal Beniamino Stella” (Falasca, 232), pero no dice que el cardenal fue nombrado para esta función por el Papa Francisco (7-7-2016).


Beatificación viciada de raíz


Con ocasión de los primeros pasos dados hacia la beatificación de Juan Pablo I, envié mis libros al obispo de Belluno, Vincenzo Savio (+2004), con una carta en la que decía: "Sé muy bien que en ambientes eclesiásticos se considera pura fantasía el asesinato del papa Luciani. Sin embargo, fuera de esos ambientes, es vox populi. No puedo callarlo: un proceso de beatificación, que eludiera el modo de la muerte, estaría viciado de raíz. Como ya sabrá, el magistrado Pietro Saviotti, titular de la diligencia relativa a la muerte de Juan Pablo I, ha reabierto el caso en la Fiscalía de Roma" (29-8-2002).  
El obispo de Belluno me contestó con fecha 9-9-2002: "He recibido sus libros. La idea de que el Papa Luciani pueda haber sido asesinado ni siquiera ha rozado a la gente de esta diócesis, que lo ha conocido más de cerca. Ni tal hipótesis ha encontrado nunca paso entre los parientes cercanos del Papa; quien lo ha tratado conocía que su estado de salud no era nada envidiable. Gracias por su interés. Oremos".
El cardenal Stella no contesta a mi carta. Sin embargo, con fecha 20-3-2017 le escribo de nuevo. Habiendo leído los artículos publicados en la revista Humilitas (enero-octubre y noviembre-diciembre 2016) por la vice-postuladora Stefania Falasca sobre la causa de beatificación del papa Luciani, le envío un amplio artículo que lleva por título “Justicia para Juan Pablo I. Beatificación viciada de raíz” (www.comayala.es).
Le pregunto al cardenal: “Dejando a un lado otros interrogantes también importantes, aquí me quedo sólo con uno. Entre los expertos y teólogos (censores o consultores) que han participado en la causa de beatificación ¿hay alguno que cuestione la versión oficial de la muerte de Juan Pablo I? Si no es así, esto revela (para muchos) una situación anómala, unilateral e insostenible”.
Por mi parte, me ofrezco a “subsanar de algún modo esa anomalía que, como sucede en otros casos, podría considerarse mala práctica (ocultación, falta de transparencia, encubrimiento)”. Tampoco he recibido respuesta. He recibido, como todo el mundo, la crónica de Falasca que se nos presenta como investigación histórica rigurosa, pero parece más bien apología curial.
Y por supuesto, no es la autopsia.

Jesús López Sáez                                
Noviembre 2017