En el principio era la palabra
 

TOPO DEL KGB, VOTOS PARA WOJTYLA

¿Fue manipulado el Cónclave?

 

Los autores norteamericanos Gordon Thomas y Max Morgan-Witts encontraron muchas dificultades. en la preparación de su libro Pontífice. Un asesino para tres Papas (1983). Sin embargo, un importante miembro de la Curia, recordando detalles de Juan Pablo I, dejó escapar "ciertos pormenores", y "fueron necesarios otros seis meses para reunir más datos, la mayor parte de los cuales salieron a relucir en filtraciones interesadas, dirigidas, en general, a favorecer determinada tesitura. Los autores creen haber sido objetivos en la exposición" (p.235).

Obviamente, está en cuestión la versión oficial de la muerte de Juan Pablo I, según la cual el Papa estaba enfermo y murió de infarto de miocardio. Tras la extraña muerte del nuevo Papa, el cardenal austriaco Franz Koenig (1905-2004), arzobispo de Viena, promueve la elección de Wojtyla.

Los autores presentan un ambiente dominado por los miedos del cardenal y de otros al "topo del KGB": una supuesta “rocambolesca peripecia" que implica al KGB, el Servicio de Espionaje soviético, y que supone "la tremenda denuncia de que Juan Pablo I ha sido envenenado" (p.249). El miedo al comunismo se transforma en coartada curial, en votos para Wojtyla.

De entrada, surgen unas preguntas. La denuncia de que Juan Pablo I fue asesinado ¿acaso vino sólo del KGB? En algunos cardenales ¿había una obsesión con el KGB?, ¿está la CIA detrás de esa denuncia?, ¿fue manipulado el cónclave que eligió a Wojtyla?

Muerte súbita de Juan Pablo I

Tras la muerte de Pablo VI, el 6 de agosto de 1978, se busca al sucesor. En la primera votación, Siri tiene 25 votos; Luciani, 23; Pignedoli, 18; Baggio, 9; Koenig, 8; Bertoli y  Pironio, 5; Felici, 2; Lorscheider, 2; Hume y Pappalardo, 1. En la segunda votación, Luciani tiene 46 votos; Pignedoli, 19;  Lorscheider, 14; Baggio, 11; Felici, 9; Bertoli, 4; Hume, 1. En la tercera votación, Luciani tiene 66 votos; Pignedoli, 21; Lorscheider, 1. En la cuarta votación, Luciani tiene 96 votos; Pignedoli ,10; Lorscheider, 1. Luciani acepta. Con voz firme y segura, dice su nombre papal: “Seré llamado Juan Pablo I”. Es uno de los cónclaves más cortos de la historia (pp. 185-193).

Hay problemas que el nuevo Papa debe empezar pronto a abordar. Los autores se lo atribuyen a John Magee, secretario del papa Luciani y antes del papa Montini: “La crisis de autoridad que comenzó a mediados de los años 50 continúa acosando a la Iglesia”, “hay toda una galaxia de teólogos y profesores, dedicados a crear un movimiento de opinión pública que arramblará con gran parte de lo que Magee considera sacrosanto: el celibato sacerdotal, la oposición al control de la natalidad, el aborto y el divorcio, el rechazo, por razones teológicas y bíblicas, a la posibilidad de que las mujeres sean ordenadas sacerdotes. Sin embargo, Magee cree igualmente que no puede darse un retorno al catolicismo preconciliar, como han exigido reaccionarios como Lefèvbre”

Otros problemas: “Gianpaolo debía encontrar la forma de aflojar los lazos que ligaban la Iglesia a los cristianodemócratas; quizá debiera empezar por Roma, iniciando un diálogo con el alcalde comunista de la ciudad”, “habrá también que dedicar su atención al funcionamiento cotidiano de su imperio financiero, decidiendo, para empezar, si debe haber un uso más humano y menos capitalista de los fondos”. Esta concepción general es, por completo, independiente de “los problemas locales” de Marcinkus y Cody y “sus enmarañados tratos financieros, aunque también ellos requerían seria atención ya desde los primeros momentos del nuevo pontificado” (pp. 198-201). El obispo Paul Marcinkus era presidente del Instituto para Obras de Religión (IOR, el Banco Vaticano) y el cardenal John Cody era arzobispo de Chicago.

Domingo, 27 de agosto. Juan Pablo I dirige su primer Ángelus desde la ventana del tercer piso del Palacio Apostólico: “Casi todas sus frases fueron subrayadas por estruendosos aplausos”. Incluso la primera palabra de Juan Pablo –“Ayer…”- recibió una ovación. Tuvo que interrumpir durante diez segundos antes de que se le permitiese continuar. El Papa había prescindido del estilo formal y distante de los papas, utilizando la primera persona del singular en vez del mayestático “Nos”: “Era un pequeño, pero significativo, indicio por el que juzgar la forma que estaba asumiendo el nuevo pontificado”.

Domingo, 3 de septiembre. Juan Pablo está sorprendido de las “numerosas amenazas a su vida recibidas durante los ochos días transcurridos desde su elección. Casi sin ninguna duda, todas las llamadas telefónicas y cartas anónimas eran obras de chiflados. Pero nadie puede estar seguro”. La misa de la Coronación es a las seis de la tarde: “Pese a todas sus sonrisas y bromas, todo lo que Gianpaolo dice y hace lleva el sello de una cuidadosa preparación”, “hay casi trescientas mil personas sentadas o de pie en la plaza”, “el Santo Padre va en la procesión a pie, como todos los demás”, “ha rechazado el famoso trono portátil en el que en estas ocasiones y durante siglos los Papas han sido transportados en alto”, “para esta coronación no habrá trompetas ni escolta de nobles romanos. La mayoría de los relucientes uniformes pertenecen a los distinguidos invitados. El Papa Gianpaolo -así es como le llama ya en Roma todo el mundo- prefiere caminar entre su pueblo. El momento supremo de la ceremonia es la Imposición del Palio, símbolo máximo de la dignidad pastoral. El cardenal Felici quita la mitra al Papa y le impone sobre los hombros “la banda circular de lana blanca, con sendas franjas en pecho y espalda” (pp. 206-211),

Martes, 5 de septiembre. Una de las carpetas de color amarillo claro contiene las notas manuscritas de Luciani sobre “todo lo que Felici y Benelli le han explicado acerca de las operaciones financieras del Vaticano”, “incluso después de que el imperio financiero del siciliano (Michele Sindona) se derrumbara en Nueva York en 1974”. Juan Pablo I  “instintivamente, percibe el olor del escándalo”. Según Felici, Marcinkus es “codicioso y sumamente ambicioso”; según Benelli, “es “incompetente e incauto”. Ahora, tras el crack Sindona, se fragua otro escándalo: el de Marcinkus “al permitir que el Banco Vaticano se involucrara con Roberto Calvi”, presidente del Banco Ambrosiano.

Al mismo tiempo, hay en Estados Unidos dos bombas de relojería que pueden estallar en cualquier momento: “Los agentes del departamento de Justicia descubrieron una conspiración de la Mafia consistente en utilizar a los empresarios europeos para obtener importantes empréstitos contra valores de sociedades norteamericanas falsificados. Los investigadores se entrevistaron en privado con Marcinkus”, “querían averiguar si Marcinkus sospechaba que la Mafia estuviera planeando reciclar a través del Banco Vaticano buena parte de los 900 millones de dólares de beneficios obtenidos de la estafa realizada con los valores falsos”.

Otra bomba de relojería es el cardenal Cody, arzobispo de Chicago: “No es que la cantidad afectada sea muy grande”, “alrededor de dos millones de dólares”, “es el trasfondo turbio lo que más preocupa a Benelli y Felici: el tufo de inmoralidad, la dolce vita que no puede sino evocar lamentables recuerdos de anteriores príncipes de la Iglesia descarriados. Y, por añadidura, la forma en que la oficina de Impuestos de los Estados Unidos está escudriñando las finanzas de la diócesis de Chicago”.

Lo que faltaba. El metropolita ruso Nikodim muere junto al Papa. Se le habían asignado “quince minutos” para hablar en privado con Juan Pablo I. Los autores hablan de una taza de café: "Nikodim bebe un sorbo. Juan Pablo va a hacer otro tanto, pero interrumpe el movimiento sorprendido", "empieza a correr el rumor de que el metropolita ha sido víctima de un envenenamiento por error al beber un café letal que estaba destinado al Papa", "el metropolita ha muerto de un infarto, pero el bulo se extiende" (pp. 226-227). El arzobispo ortodoxo ¿murió de infarto o hubo algo más? (ver mi artículo Muerte súbita de Nikodim, www.comayala.es). El jesuita Arranz, que hizo de intérprete en la audiencia, dice que Nikodim cayó a los pies del Papa “víctima del séptimo infarto”. Es curioso. Los autores norteamericanos en su libro Pontífice  colocan a Luciani cuatro infartos: “Padece flebitis”, “consecuencia de los cuatro pequeños ataques cardíacos que Luciani ha sufrido durante los últimos quince años”. Eso sí, los autores reconocen que la mayor parte de sus datos “salieron a relucir en filtraciones interesadas, dirigidas, en general, a favorecer determinada tesitura" (Thomas-Morgan,127 y 235).

Miércoles, 6 de septiembre. Es la primera audiencia de Juan Pablo I: “Todos siguen la plática embelesados”: “Hemos de sentirnos pequeños delante de Dios. Cuando yo digo: Señor, creo en Ti, no me avergüenzo de sentirme como el niño delante de su madre”. Sin embargo, “la oposición iba en aumento”, dentro de la ciudad-Estado “las críticas se hacían más audibles, más maliciosas y más osadas en reprobación de lo que el Papa decía y hacía”, “antes ya del 6 de septiembre, cuando Il Mondo, el periódico económico más importante de Italia, publicó un informe detallado de la maraña financiera del Vaticano, reflejando casi exactamente lo que Benelli y Felici habían expuesto a Juan Pablo, el Papa  ya había empezado a desenredar la madeja y había pedido cuentas a Marcinkus, en términos enérgicos” (íbidem, 222-233) 

Miércoles, 27 de septiembre. En la audiencia general, “en la Sala Nervi se apretujaban dieciséis mil personas. Él las deja boquiabiertas hablando en excelente inglés de un tema que domina perfectamente: el amor. Hasta sus detractores reconocen que lo dispensa con maestría”.

Jueves, 28 de septiembre. El Papa tiene una “importante reunión”: “Juan Pablo ha procurado que sólo lo sepan otras seis personas: Villot, Felici, Benelli, Baggio, Magee y Lorenzi.  Antes de admitir en el secreto a cada uno de ellos ha reflexionado detenidamente. Villot tenía que saberlo puesto que, en su calidad de secretario de Estado, su presencia es preceptiva; Felici y Benelli asistirán por ser sus dos consejeros más allegados; Baggio, por haber reunido las últimas pruebas, y Magee y Lorenzi porque ellos tendrán que preparar el importantísimo documento final sobre lo que Juan Pablo considera la prueba más crítica a que se ha sometido su autoridad hasta el momento”.

Más detalles: “Durante los últimos diez días, los cuatro cardenales han preparado de su puño y letra las notas para la reunión, Juan Pablo ha dispuesto que, dada la delicada índole del asunto, no se ponga al corriente ni a sus secretarios privados. Cada cardenal ha puesto sus notas en sobres que ha cerrado y lacrado con su sello personal, y las ha entregado a Magee o a Lorenzi para que se las pasen a Juan Pablo. Él personalmente ha abierto los sobres y leído su contenido varias veces. Lo que dicen los cardenales le ha inquietado vivamente. El asunto es mucho más grave que los tejemanejes financieros que ahora está tratando de aclarar”.

La crisis: “Ni antes ni durante el cónclave, en las consultas celebradas, nadie le dijo ni una palabra de la crisis. Sin embargo, al estudiar las notas, meticulosamente preparadas por los cuatro cardenales, comprende que Pablo ya había empezado a forcejear con ella. Luego, por agotamiento, por miedo o acaso porque no se sentía con fuerza para lanzarse a semejante enfrentamiento, dejó de lado el problema. Juan Pablo sabe que él no puede hacer tal cosa. Esta crisis -tal es la denominación que ha empleado repetidas veces, después de leer las notas- es, a sus ojos, una amenaza para la misma estabilidad de la Iglesia. Si no acierta a resolverla rápidamente, su propio pontificado puede perder la  credibilidad que tan afanosamente ha tratado de obtener durante los últimos treinta y dos días. Por eso ha convocado esta reunión ultrasecreta en su despacho privado”. Durante noventa minutos, “los reunidos debaten”. De la reunión “no habrá filtraciones”, “a mediodía, se ha tomado una decisión. Por lo menos esto resulta evidente: se dirá a Arrupe y, a través de él, a todos los jesuitas, que su actitud debe cambiar”. La Compañía “se decanta del lado comunista y, al parecer, fomenta lo que supone una verdadera sedición espiritual” (íbidem, 235-242).

Bueno, filtraciones habrá algunas. El periodista y profesor Santiago Fernández Ardanaz, corresponsal en Roma de los periódicos del grupo El Correo (1977-1995), comentará una filtración del cardenal Felici, según la cual en esa reunión el cardenal Villot se dirigió al Papa en términos totalmente desconsiderados, diciéndole a gritos: “¡Sei uno scemo!”, “¡Eres un imbécil!”. Esta confidencia ha sido comunicada por el profesor canario Juan Barreto al autor.

El periodista Juan Arias dio detalles importantes sobre la última tarde del papa y sobre lo que el papa muerto tenía en la mano según sor Vincenza: “Juan Pablo I mantuvo una fuerte discusión con cardenales sobre cambios en la curia”, “se pudo saber también que aquella tarde el papa Luciani había tenido una discusión muy dura con algunos cardenales, probablemente en relación a estos cambios que deseaba hacer. Algunos empleados del Vaticano oyeron las voces desde los pasillos” (El País, 6-10-1978). Asimismo, el periodista escribe en su artículo El fin del papado: “Los gritos de la discusión se escuchaban desde fuera”, “me lo contó la monja que cada mañana despertaba al papa llevándole un café”, “la religiosa que lo encontró muerto con apuntes de la acalorada discusión desparramados en la cama” (El País, 12-3-2013).

Viernes, 29 de septiembre. Según los autores, “poco antes de las cuatro y media”, sor Vincenza “se acerca a la puerta del dormitorio del Papa y deja una bandeja con un termo de café, la taza, el plato, el azucarero y la jarrita de la leche en una mesa situada al lado de la puerta”, “a las cinco menos un par de minutos, Vincenza va a recoger la bandeja y observa que está intacta. No sabe qué hacer”, ”Juan Pablo está sentado en la cama y parece mirarla de un modo extraño. Ella observa que ha estado leyendo y que las gafas le han resbalado sobre la nariz. Tiene las rodillas dobladas y una carpeta en la mano”, “la mano derecha del Papa cuelga de un modo forzado, con los dedos agarrotados. La carpeta que sostiene está vacía y los papeles esparcidos sobre la sábana y el suelo. Pero es la expresión de su cara lo que más le asusta. Tiene los labios abiertos en una mueca horrible que deja las encías al descubierto, los ojos se le salen de las órbitas y las venas del cuello están hinchadas”.

El cardenal Villot dispone que se dé al mundo una versión de los hechos que se aparta de la verdad en varios puntos: “La intervención de sor Vincenza se mantendrá en secreto. Ella y las otras religiosas deberían regresar lo antes posible a la casa madre de su Orden, donde permanecerán aisladas del exterior hasta el fin de sus días. La versión oficial del Vaticano será que Magee encontró muerto al Papa cuando iba a buscarlo para acompañarlo a misa. Y, señalando el documento de amonestación del padre Arrupe, Villot agrega que nadie debe mencionarlo. Se dirá al mundo que Juan Pablo murió mientras leía La imitación de Cristo. Explica Villor que esta asombrosa tergiversación tiene por objeto evitar desafortunados equívocos”.

Luego interviene el doctor Buzzonetti. Dice que no puede estirar el cadáver: “A las seis y media llega el empleado de Zega, llamado el Técnico, acompañado de un ayudante.  El Técnico trae una maletita. Cuando la abre todos ven con sorpresa que contiene cuerdas”, “el Técnico ata una cuerda alrededor de los tobillos de Juan Pablo y otra, en las rodillas”, “las piernas de Juan Pablo se estiran. Los hombres atan las cuerdas al armazón de la cama. Luego, con otra cuerda, rodean el tronco del Papa y tiran con fuerza para enderezarlo. Cada uno toma un brazo y lo estira hasta situarlo paralelo al cuerpo. Ya están sujetas con cuerdas todas las extremidades. Cuando pase el rigor mortis y el cuerpo quede flácido, se retirarán las ligaduras. Los dos hombres concentran sus esfuerzos en la cabeza, uno la sujeta firmemente mientras el otro manipula con la mandíbula hasta encajarla en una posición normal. Cubren el cuerpo con una sábana que meten por los lados debajo del colchón, dejando fuera solo la cabeza. Le cierran los ojos y la boca. Juan Pablo parece dormir apaciblemente. Cuando los dos hombres se van, Magee sale con ellos y quedan para el día siguiente, en que volverán para embalsamar el cadáver” (Thomas-Morgan, 245-249).

Una cosa más: “Contrariamente a lo acordado con Magee, el Técnico y su ayudante volvieron a los apartamentos privados a media mañana del viernes. Magee ya no estaba. Al verlos entrar, Villot ordenó despejar la habitación. Lorenzi ya sabía que no habría autopsia hasta que el Sacro Colegio tomara una decisión. Sabía también que sería imposible practicarla autopsia una vez que el cuerpo hubiera sido drenado y se le hubieran inyectado los líquidos de embalsamar”, “el Técnico y su ayudante salen de la habitación al cabo de una hora”, poco después, unos Guardias Suizos llevaron el cuerpo en unas parihuelas a la Sala Clementina” (íbidem, 257-258).

Don Germano Pattaro, ilustre sacerdote veneciano, llamado por el papa Luciani a Roma como consejero, afirma lo siguiente: “Los apuntes que Luciani, muerto, tenía en la mano, eran unas notas sobre la conversación de dos horas que el Papa había tenido con el Secretario de Estado Villot la tarde anterior (por tanto, no la Imitación de Cristo ni la serie de otras cosas, apuntes, homilías, discursos, etc., indicados por la Radio Vaticana: demasiadas cosas, y heterogéneas para poder ser tenidas entre dos dedos)” (Zizola, Il papa che non volle farsi re, 171)..

La agencia de noticias ANSA publicó que sor Vincenza vio “en la mano cuatro hojas de papel”, “tenía una hoja con nombramientos” (Cornwell, A Thief in the Night, 231 y 72). Algo semejante escribió Juan Arias en El País: sor Vincenza “le vio sentado en la cama con las gafas puestas y unos folios en la mano”, “unos folios en los cuales había tomado apuntes de una larga conversación de dos horas con el Secretario de Estado, cardenal Villot, sobre una serie de cambios en la curia romana y en algunas diócesis de Italia” (El País, 6-10-1978). Según escribe Antoine Wenger en su libro sobre el cardenal, Villot “hizo lo que correspondía a su cargo”, “recogió los papeles, expedientes, impresos y objetos diversos que se encontraban en la habitación del difunto, según lo que prescribe la función de camarlengo”, “los papeles fueron depositados en la Secretaría de Estado para el sucesor” (Wenger, El cardenal Jean Villot, 330 y 391). Es decir, para Juan Pablo II. Entonces, ¿se ha ocultado este dato clave del hallazgo del cadáver?

Topo del KGB, votos para Wojtyla

Sábado, 30 de septiembre. El cardenal Franz Koenig examina atentamente a cada uno de los cardenales que van entrando en la sala: "Se pregunta cuántos de ellos habrán mordido el anzuelo cuidadosamente preparado", "está seguro de que el infundio sigue haciendo estragos", "los periodistas estarán devorándolo", "pero no son los de la Prensa los únicos engañados. En los pasillos y en los patios del Vaticano se oyen las voces de algunos radicales que dicen que, por primera vez en la historia, habría que hacer la autopsia a un Papa: que es preciso abrir y mandar los órganos al laboratorio para que los analicen, a fin de averiguar si ha sido asesinado. La sola idea da escalofríos a Koenig".

Piensa el cardenal: "Si los que sugieren la conveniencia de practicar la autopsia fueran sólo miembros de la Curia, ya sería bastante malo". Pero ahora va a empezar una reunión del Sacro Colegio Cardenalicio con objeto de considerar si debe haber autopsia a fin de acallar los rumores: "Esto es lo que más alarma a Koenig. Por ello sigue observando atentamente a los otros cardenales, en busca de indicios de si se han dejado engañar por la añagaza y van a solicitar la autopsia, con lo que caerían en la trampa tendida por la organización soviética", el Comité Estatal de Seguridad, el KGB.

Koenig deduce que esta es una de sus operaciones. Reconoce su "modus operandi". A sus ojos, las huellas conducen desde Roma hasta Moscú. Es posible que, dada su importancia, la operación fuera planeada e incluso esté siendo dirigida por el presidente del organismo, el general Yuri Andropov: "A lo largo de los años éste ha realizado una considerable labor dirigida a desacreditar a la Iglesia". Hace apenas cuarenta y ocho horas, estando Koenig en Helsinki "para asuntos de la Iglesia", llega a sus oídos que el KGB estaba preparando "otra campaña contra la Iglesia".

Sin embargo, esto es mucho peor: “un complot por todo lo alto, apuntando a desestabilizar a la Iglesia toda con la calumnia de que el Papa había sido envenenado por sus hombres de confianza”. La idea es tan monstruosa que ni siquiera ahora, en que su éxito parece indiscutible, puede Koenig acabar de creer: “Pero así es. De lo contrario, no se habría convocado esta reunión. Ni hubieran sucedido muchas de las cosas de las que König ha tenido noticia después de enterarse de que Juan Pablo ha muerto".

Su secretario le despertó en su hotel de Helsinki para darle la noticia. Cuando era conducido al aeropuerto, mientras el taxi se detenía en la terminal, la Radio finlandesa dijo que existía la sospecha de que el Papa había sido envenenado por “personas desconocidas”.  Cuando llegó a Roma y oyó a personas del Vaticano sugerir que la autopsia “demostraría” que el Papa había muerto por causas naturales, Koenig tuvo la certeza de que lo que ocurría llevaba la marca del KGB.

Koenig cree saber incluso qué departamento ha urdido la campaña, el Departamento D, de Desinformación: “Sólo el Departamento D puede moverse con tanta rapidez, estar tan bien organizado y disponer de tan vasta experiencia en la fabricación de grandes bulos destinados a intoxicar, confundir e influir en la opinión mundial en contra de la Iglesia".

El éxito del KGB ha sido favorecido, en gran medida, por las decisiones tomadas por el cardenal Villot. Koenig y aquellos cardenales que han reconocido el espectro del Departamento D -entre otros, Joseph Ratzinger, de Munich; Joseph Hoeffner, de Colonia; Giuseppe Siri, de Génova; Stefan Wyszynski, de Varsovia, y Karol Wojtyla, de Cracovia- no logran explicarse la conducta del cardenal. La crítica es discreta. Cualquiera que sea la razón, lo cierto es que “Villot no ha obrado con su buen tino y previsión acostumbrados" (Thomas-Morgan, 249-252).

Alrededor de las siete de la mañana del día 29, la hora en que Radio Vaticano anuncia oficialmente que Juan Pablo ha muerto, Franco Antico recibe la primera llamada. Es secretario general de Civiltà Cristiana, una organización derechista que apoya a Lefèbvre. Antico queda estupefacto por lo que le dice su comunicante. En nombre de su organización, debe exigir inmediatamente una autopsia, a fin de averiguar si el Papa ha sido asesinado "por personas desconocidas". Tal como Koenig intuye, “el plan ha sido bien trazado. Es casi seguro que entre los agentes del Departamento D y la persona que llamó a Antico hay más de un punto de bifurcación”.

El director de la Oficina de Prensa del Vaticano, Romeo Panciroli, a las siete y media de la mañana, difunde este comunicado oficial: "Esta mañana, alrededor de las cinco y media, el padre John Magee, secretario particular del Papa, entró en el dormitorio de Juan Pablo I. Al no encontrarlo en su capilla, fue a buscarlo a su habitación y lo halló muerto, con la luz encendida, como si hubiera estado leyendo".

Unos treinta minutos después, la agencia italiana de noticias ANSA recibe una llamada de Antico que lee una nota en la que se dice claramente que Vincenza encontró al Papa. Juan Pablo "tenía en la mano varias hojas de papel" que Antico califica de "documentos secretos". Poco después de las ocho, ANSA empieza a transmitir la sensacional nota de Antico en la que "se exige la autopsia, para averiguar si el Papa ha sido asesinado".

Los periodistas empiezan a llamar a Panciroli, que se muestra más frío que de costumbre. Los periodistas le acusan de encubrimiento. Panciroli llama a Villot. El Camarlengo ordena al director de la Oficina de Prensa que eche el cierre. La sospecha de conspiración se consolida.

Los periodistas tratan de ponerse en contacto con la religiosa y con el secretario particular. Llegan tarde. Por orden de Villot, tres horas después de que sor Vincenza encontrara a Juan Pablo, ella y las tres monjas son sacadas del Vaticano y recluidas en un convento. Cuando la centralita del Vaticano avisa a Magee de que unos periodistas preguntan por él, éste, prudentemente, consulta con Villot. La reacción del cardenal le deja estupefacto. Villot le dice que haga las maletas inmediatamente y se vaya fuera de Roma. No tarda Antico en llamar a la Prensa para dar esta última noticia. Los periodistas hacen la correspondiente comprobación. La Oficina de Prensa del Vaticano dice que Magee "ha salido del país" y que las monjas "no están accesibles".

La teoría de la conspiración ha ido tomando cuerpo hasta el sábado por la mañana en que se reúne el Sacro Colegio Cardenalicio. De las preocupaciones que aquejan a Koenig hay una especialmente grave: "¿Cómo pudo el comunicante de Antico estar tan bien informado con tanta rapidez?", "¿existe en el Vaticano un topo del KGB?".

Esta es la cuestión: sobre el supuesto “topo del KGB” en el Vaticano y, en general, sobre el miedo al KGB y al comunismo, los votos de los cardenales irán cayendo a favor del cardenal Wojtyla, entrenado en la lucha anticomunista y, además, promovido por Estados Unidos. La profesora polaca, Ana Teresa Tymieniecka, afincada en Estados Unidos, puso a su disposición los recursos del país más poderoso de la tierra. En 1976, el profesor Zbigniew Brzezinski, que después sería consejero de seguridad del presidente Carter asistió a la conferencia del cardenal Wojtyla en la Universidad de Harvard y quedó impresionado. El marido de Tymieniecka, el profesor Hendrick Houthakker, le presentó como “el futuro papa” (Bernstein-Politi, 146).  

Reunión del Sacro Colegio Cardenalicio. El último en entrar en la sala es Felici: "parece físicamente derrumbado". Benelli “tiene los ojos hundidos y está demudado". Siri, de Génova, “quizás esté pensando en lo que sus fuentes del espionaje italiano le han dicho acerca de la operación del KGB". El espionaje italiano está detrás. Pappalardo, de Palermo, "está un poco aturdido por lo que le ha dicho Baggio": "Es necesario oponerse a cualquier sugerencia de que se practique una autopsia". Villot repite el diagnóstico de Buzzonetti y propone que el funeral se celebre el 4 de octubre. Confalonieri afirma que "es preciso actuar con decisión, a fin de acabar con la maliciosa campaña desatada. Por muy desagradable que resulte, es necesario realizar una autopsia". Le parece "el único camino posible para poner fin a esta injuriosa campaña. El votará por la autopsia". Como veremos después, lo que no sabe Confalonieri (ni el Sacro Colegio Cardenalicio) es que la autopsia ha sido denegada al doctor que tenía que hacer el diagnóstico.

Koenig habla despacio, midiendo sus palabras: "Está la cuestión de falta de precedente. Que él sepa, nunca se le ha hecho la autopsia a un Papa. Por lo tanto, ¿no sería mejor aplazar la decisión hasta que pudiera votar el Colegio en pleno? ¿No contribuirá una autopsia a avivar el fuego que todos desean sofocar? Aunque queda poco tiempo para el funeral, ¿no sería preferible meditar y consultar discretamente entre ellos durante el fin de semana? ¿No es una decisión muy grave para tomarla precipitadamente?".

Además, "está la cuestión del secreto. ¿Cómo evitar que trascienda la noticia de la autopsia? Tendrán que intervenir personas de fuera. Por muy dignas de confianza que sean, siempre puede haber fugas”. Por otra parte, en el caso de que se anunciara previamente, “¿no le resultaría fácil al KGB decir que se trataba de una operación meramente cosmética?".

Según Felici, algunos cardenales "no llegarán hasta el día del funeral", "propone que tres médicos examinen exteriormente el cuerpo del Papa y extiendan informes separados sobre si la autopsia es médicamente aconsejable", "estos informes deberían presentarse a la próxima reunión de los cardenales, a celebrar el lunes". Felici da los nombres de tres médicos romanos. Villot marca una pausa y solicita una votación: “Apoyan a Felici veintinueve cardenales”.

Terminada la reunión de cardenales, Felici va a consultar en los Archivos Secretos. Si no le falla la memoria, "en algún lugar de este laberinto, entre millones de libros y documentos únicos, hay uno que demostrará que Koenig se equivoca: que hay precedente de autopsia papal". Así consta en la biblioteca de la familia Chigi. En el Diario original del príncipe Agostino Chigi, que fue mariscal del cónclave a la muerte de Pío VIII (1761-1830), que reinó menos de un año, está el detallado relato de "la autopsia practicada, en secreto, al Papa al día siguiente de su muerte, para averiguar si había sido asesinado". Los doctores que abrieron a Pío VIII informaron: "Los órganos, sanos; lo único que se advirtió fue cierta debilidad en los pulmones".

Lunes, 2 de octubre. Ochenta y cinco cardenales se reúnen en la Sala Bologna. Su actitud es tensa y expectante. Están enterados de que son muchas las voces que solicitan una autopsia y de la campaña que muchos creen inspirada por el KGB: “¿Cómo explicar sino la forma en que se han fomentado las sospechas hasta el extremo de que Corriere della Sera, uno de los más prestigiosos periódicos de Italia, ha manifestado que la muerte de Juan Pablo I suscita tan serias dudas que no comprendemos por qué no se practicó la autopsia, teniendo en cuenta que la Constitución del Vaticano no la prohíbe explícitamente?” (íbidem, 252-265).

La súbita muerte de Juan Pablo I pesó sobre los cardenales en los primeros días, pero después la atención general se fue centrando en el nuevo cónclave. Se comentó que el elegido debía ser “un pastor”, pero también “un financiero”, “un buen administrador” :”Hace falta un Papa que sea un buen administrador”, declaró el cardenal neoyorquino Terence J. Cooke, nada más llegar a Roma. “Pastores, vino a decir, lo somos todos”.

“Ahora que el inepto ha muerto, escribe a principios de octubre de 1978 el cínico purpurado al Gran Maestro, es menester que la Hermandad se comprometa más esta vez a apoyar en el Cónclave su candidatura o, por lo menos, la de otro hermano”. Según la revista 30 Giorni, el texto está celosamente guardado por algunos altos prelados italianos, que garantizan su credibilidad.

El cardenal Ratzinger declaró que la izquierda italiana presionaba cada vez más abiertamente para elegir un Papa favorable a ese pacto de gobierno entre católicos y comunistas llamado “compromiso histórico”. ¿Se situaba Ratzinger en la clave opuesta? Los adversarios de la distensión querían un papa “que buscase no el diálogo, sino la confrontación Este-Oeste”. La elección del cardenal Wojtyla encajaba con la idea de una “Europa cristiana” sostenida por el episcopado alemán, en armonía con las instancias políticas de Alemania occidental (Lai, I segreti del Vaticano da Pio XX a papa Wojtyla, 179).

Villot combatía las candidaturas de Siri y de Benelli. Poco antes de la muerte de Pablo VI, se felicitaba ya por la candidatura de Wojtyla. El cardenal Villot confió a su secretario: “He encontrado al futuro papa: será el cardenal Wojtyla”. Al decir esto, se frotaba las manos, gesto que le era familiar cuando se felicitaba por haber tomado una buena decisión o cuando le llegaban buenas noticias (Wenger, 368).

Domingo, 15 de octubre. Según los autores, en la primera votación, Siri tuvo 23 votos; Benelli , 22; Felici, 17; Wojtyla, 5. En la segunda votación Siri tuvo 11; Benelli, 40; Felici, 30; Wojtyla, 9. En la tercera votación Siri tuvo 5 votos, Benelli, 45; Felici, 27; Wojtyla, 9. En la cuarta votación Benelli tuvo 65; Wojtyla, 24; Colombo, 14.

Lunes, 16 de octubre. En la quinta votación, Benelli tuvo 70 votos, cinco menos de los que le hubieran dado la victoria; Wojtyla, tuvo 40. En la sexta votación Benelli tuvo 59 votos; Wojtyla, 52. En la séptima votación Wojtyla tuvo 73 votos; Benelli, 38. En la octava votación Wojtyla obtuvo 97 votos. En la Capilla Sixtina sonó un aplauso cerrado y sostenido (Thomas-Morgan, 290-299).

En el cónclave anterior, Luciani dio su voto a un cardenal extranjero, el brasileño Lorscheider. De hecho, según el testimonio de don Germano, Luciani sabía a los pocos días de pontificado quién sería (y, además, pronto) su sucesor: el cardenal Wojtyla. Esto es realmente sorprendente y no puede dejar de extrañar. La referencia a Wojtyla, cuando Luciani había dado su voto a Lorscheider, muestra que la candidatura del Papa polaco estaba presente y activa en el entorno vaticano del Papa Luciani. Sin ir más lejos, en el cardenal Villot, secretario de Estado (El día de la cuenta, 135 y 152-156).

Las manos sobre el balcón. Es fácil imaginar la expectación que había en la plaza de San Pedro aquella tarde del 16 de octubre de 1978. De pronto -gesto insólito en los anteriores Papas-, en vez de recoger sus manos sobre el pecho, las apoya firmemente sobre el balcón. Un ingeniero de Radio Vaticano, viejo laico que ha visto mucha historia, exclama: “No sé por qué, pero de pronto me recordó a Mussolini” (Lamet, Hombre y Papa, 175).

Se ha dicho cáusticamente que el general Vernon Walters, el “creador de golpes de Estado”, “fue quizá él quien ayudó al Espíritu Santo para la elección de Wojtyla, y puede que colaborase en la muerte del papa Luciani”. Lo dice el periodista Eduardo Haro Tecglen (El País, 16-2-2002). En abril de 1984 se establecen relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y el Vaticano. Por su parte, Richard Allen, que fue consejero de seguridad del presidente Reagan, caracteriza la relación de Reagan con el Vaticano como “una de las más grandes alianzas secretas de todos los tiempos” (Bernstein-Politi, 279).

El papa Wojtyla lanzó “una campaña despiadada contra los jesuitas y su general Pedro Arrupe”. Paralizado del costado izquierdo, Arrupe había designado al norteamericano Vincent O’Keefe vicario general de la orden. El 3 de octubre de 1981, O’Keefe anunció una congregación general para elegir al sucesor de Arrupe. Dos días más tarde, el secretario de Estado, Casaroli, llegó a la curia de la Compañía y entregó a Arrupe un mensaje del papa: “El papa había prohibido que se convocara la congregación general y había suspendido la constitución de la Compañía”. Para dirigir a los jesuitas, Juan Pablo II designó a su propio delegado personal, el jesuita de ochenta años de edad Paolo Dezza: “El 2 de septiembre de 1983, la congregación general de los jesuitas, preparada por Dezza, eligió como general al jesuita holandés Hans Peter Kolvenbach” (ibidem, 434-437).

Manipulación del Cónclave

Según escribe el Dr. Renato Buzzonetti (9-10-1978) “en forma del todo reservada”, dando cuenta al Sustituto de la Secretaría de Estado Giuseppe Caprio, “al que escribe le fue autoritariamente excluida la práctica   posibilidad de pedir la autopsia por parte del abogado Trocchi” (Biografía, 829; Falasca, 129).

El abogado Vittorio Trocchi era el Secretario General de Gobernación del Vaticano. En esas condiciones (anómalas) el doctor formuló el certificado de muerte. Se ha ocultado durante cuarenta años.

Desde el asesinato a Juan Pablo I a la pederastia de Maciel, todo se ha tapado con el mismo argumento: el miedo al comunismo, el comunismo está detrás. Se ha tapado como Secreto de Estado incluso el propio atentado que le pudo costar la vida al propio Wojtyla. El juez instructor Rosario Priore buscó en vano la colaboración de las autoridades vaticanas: “Muchos interrogantes de esta investigación se hubieran resuelto si hubiera habido colaboración por parte de la Ciudad del Vaticano. Pero nos hemos encontrado delante de una actitud que aparece como intento, y no se comprende con qué fines, de cerrar toda investigación sobre el delito y de poner una losa sobre la búsqueda de la verdad” (Discepoli di verità, 94).

Esa actitud es la misma que intenta encubrir otros enigmas: la muerte súbita de Nikodim, mientras hablaba con el Papa; la muerte súbita de Juan Pablo I, tras haber decidido cortar los negocios del Banco Vaticano con el Banco Ambrosiano; el asesinato de Roberto Calvi, presidente del Banco Ambrosiano; la desaparición de Emanuela Orlandi, hija de un empleado vaticano; la firma, el 25 de mayo de 1984, de un acuerdo en Ginebra, según el cual el Banco Vaticano se compromete a pagar 250 millones de dólares a los acreedores del Banco Ambrosiano.

A diferencia de lo que pensaba hacer Juan Pablo I, Wojtyla mantiene durante años al frente del IOR a Marcinkus, que había negociado primero con Sindona y después con Calvi. Al propio tiempo, Wojtyla asume la línea de Agostino Casaroli, secretario de Estado, el cual manifiesta en febrero de 1981: “Los que nos critican tienen toda la razón. Así no se puede seguir. Tenemos que cambiar”.

El juez italiano Carlo Palermo, en su libro titulado Il Papa nel mirino (1998), afirma que en 1983 por un informe de la policía financiera de Milán fue informado del papel desarrollado por la Banca de Crédito y Comercio Internacional, una banca fundada por la mafia pakistaní operante en todo el mundo, vinculada al tráfico de armas y de drogas: "En aquel informe, venían también individuados algunos elementos de vinculación entre esas complicidades de alto nivel y algunos de nuestros misterios: el del Banco Ambrosiano, el de la P2, el del ‘suicidio’ de Calvi en Londres, el de nuestros servicios secretos desviados, el más reciente del atentado al Papa. Este último episodio era descrito en una clave muy diversa de la indicada por Ali Agca” (Palermo, 210), la pista de las armas y de las drogas.

El cardenal Koenig era un hombre abierto, dialogante: por ejemplo, con el Opus Dei, con la política del Este, con la socialdemocracia de su país, pero llamarle el “cardenal rojo”, como algunos repiten, es una exageración. Él promovió la candidatura de Wojtyla, pero quedó decepcionado después. Como tantos otros: “Las esperanzas de muchos de los más fervientes promotores de Wojtyla en el cónclave, como los cardenales Lorscheider y Koenig, quedaron en humo”. En Viena, Wojtyla impuso como sucesor del cardenal Koenig a Hermann Groer, “un tradicionalista de línea dura”, que terminó siendo acusado de pederastia (Bernstein-Politi, 201 y 527).

En estos días acaba de salir el documental “La chica del Vaticano” (I-IV), que recoge el secuestro de Emanuela Orlandi (22-6-1983). El periodista Andrea Purgatori definió el caso como “chantaje económico” al Vaticano y fue echado del Corriere della Sera. Carlo María Viganó, en sus funciones dentro de la Secretaría de Estado, recibió la primera llamada de los secuestradores el mismo día del secuestro. Precisamente, ese día Wojtyla estaba en Polonia, donde había mandado mucho dinero a Solidaridad que los secuestradores reclamaban. Wojtyla no dijo nada del caso hasta el día 3 de julio ante los fieles congregados en la plaza de San Pedro.

Surgen algunas preguntas: ¿Había obsesión con el topo del KGB?, la información que dan Antico y otros ¿no pueden tener como fuente personas fieles al papa Luciani que no tienen por qué callar? ¿El miedo al comunismo estaba alimentado por servicios secretos occidentales? ¿Fue manipulado el Sacro Colegio Cardenalicio? ¿Se les ocultó a los cardenales la denegación de la autopsia al doctor que tenía que hacer el diagnóstico? ¿Fue manipulado el Cónclave? Es lo que queda al descubierto cuarenta años después. Cualquiera puede juzgar.

Jesús López Sáez