En el principio era la palabra
 

40 ANIVERSARIO DEL CONCILIO

 

Día 8 de diciembre de 2005. Hace 40 años terminó el Concilio Vaticano II. Ciertamente, fue un regalo de Dios poder vivir allí, en la plaza de San Pedro, aquella mañana radiante, aquel día esperanzador, aquel momento histórico. Todavía hoy, podemos decir por aquel acontecimiento: Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas (Sal 98).

Sin embargo, con ocasión o sin ella, es preciso recordar que este gran acontecimiento del siglo XX tuvo dos grandes objetivos, que - a gran escala - están todavía pendientes de verdadera realización y efectivo cumplimiento. Podría decirse también con palabras de otro salmo: Cuarenta años me asqueó aquella generación, y dije: Pueblo son de corazón torcido, que mis caminos no conocen (Sal 95).

* En primer lugar, el Concilio quiso la renovación de la Iglesia, volviendo a las fuentes de la experiencia comunitaria original. Se ha dicho certeramente que el texto más importante del Concilio es de los Hechos de los Apóstoles, el que recoge la experiencia de la primera comunidad cristiana (Hch 2,42-47). Cuando el Concilio se plantea lo que debe ser la Iglesia (LG 13;DV 10), lo que debe ser la vida del sacerdote (PO 17 y 21), lo que debe ser la vida del misionero (AG 25) y lo que debe ser la vida religiosa (PC 15), en todos estos casos, acude al texto de los Hechos. El mismo Concilio fue convocado para esto: “Para devolver al rostro de la Iglesia de Cristo todo su esplendor, revelando los rasgos más puros y más simples de su origen” (Juan XXIII, Discurso preparatorio, 13-11-1960). La Iglesia que se renueva es comunidad que escucha la palabra de Dios y establece un diálogo evangelizador con el mundo.

* En segundo lugar, el Concilio quiso la reconstrucción de la unidad entre los cristianos. Se olvida frecuentemente que "promover la restauración de la unidad entre todos los cristianos es uno de los principales propósitos del Concilio ecuménico Vaticano II". La división "contradice abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo". En nuestro tiempo, el Señor ha dado a muchas personas y comunidades "el arrepentimiento y el deseo de la unión". El Concilio "quiere proponer a todos los católicos los medios, los caminos y las formas para responder a esta gracia y vocación divinas" (UR 1).

Ahora bien, si se quiere tomar en serio estos grandes objetivos conciliares, cada iglesia cristiana (la nuestra también) ha de tener el valor de revisar la propia tradición a la luz de la palabra de Dios, a la luz del Evangelio. Este, y no otro, es el punto de encuentro. Como dice Pablo en la Carta a los Romanos: No me avergüenzo del Evangelio, que es fuerza de Dios para todo el que cree, primero para el judío, también para el griego (Rm 1,1), para el hombre religioso (practicante) y para el hombre indiferente (alejado). Quizá para ello haga falta un nuevo concilio, que – volviendo a las fuentes - libere a las iglesias de viejas tradiciones y duros legalismos, que impiden o dificultan el anuncio liberador del Evangelio.

Hoy, cuarenta años después de la clausura del Concilio, constatamos la necesidad actual y ecuménica de revisar la propia tradición a la luz de la Palabra de Dios, de forma que se facilite el cumplimiento de los dos grandes objetivos del Concilio, la renovación eclesial y la reconstrucción de la unidad entre los cristianos.

En este sentido, se necesita un nuevo concilio, un re-concilio que haga posible la reconciliación pendiente, según las palabras de Jesús: Que todos sean uno (Jn 17,21). Se necesita un concilio especial, por ejemplo, un segundo concilio de Jerusalén (Hch 15), que con su autoridad señale el camino, un camino que (en cualquier caso) está ahí y que, antes o después, muchos pueden recorrer, aquellas personas y comunidades que hagan suya la respuesta de María: Aquí está la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra (Lc 1,38).