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¿SE LE HIZO O NO SE LE HIZO LA AUTOPSIA A JUAN PABLO I?

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Con ocasión del Centenario del nacimiento de Juan Pablo I (17-10-2012) surgen preguntas a las que todavía no se ha dado respuesta. Entre otras esta: ¿Se le hizo o no se le hizo la autopsia a Juan Pablo I? Oficialmente, no se le hizo la autopsia. Sin embargo, hay un testimonio que dice que sí. El Código de Derecho Canónico no dice nada al respecto. Sin embargo, según se dice, “a los papas no se les hace la autopsia”, “su cuerpo es sagrado”. Los papas se embalsaman. Oficialmente, no se realiza autopsia. El cuerpo del Papa es entregado a los embalsamadores que, si es preciso, pueden realizar diversos análisis, aunque luego no se diga.

En general, dicen los forenses que los cadáveres hablan si se les hace la pregunta oportuna. El problema del Vaticano es que, sin autopsia, es clínicamente imposible determinar que la muerte del Papa se produjo por infarto de miocardio o, como ahora dicen, por embolia pulmonar. Ahora bien, la autopsia es sólo una pieza del rompecabezas que puede aclarar la muerte de una persona. Cuando se trata de determinar la muerte y las circunstancias, es preciso reunir una serie de datos, que no sólo aporta el forense, sino también otros peritos.

No tengo noticia de que el Colegio Cardenalicio pidiera a Benedicto XVI que se hiciera una autopsia externa a los restos de Juan Pablo I y dijera que no. Es más, me extraña mucho que el Colegio Cardenalicio se atreviera a hacer una petición semejante. Aun en el caso de que lo considerara razonable, no creo que Benedicto XVI decidiera hacer la autopsia a Juan Pablo I.

Se publicó hace 14 años que en 1998, se hizo un escáner del papa Celestino V, el Papa que abdicó, muerto misteriosamente en 1296. En el cráneo se detectó un clavo, lo que levantó la sospecha de que el papa, austero fraile (benedictino) partidario de que la Santa Sede adoptara un estilo de vida pobre, pudiera haber sido asesinado. Sorprende que esto se haga con un papa del siglo XIII mientras una pesada losa de silencio sepulta el misterio de lo que realmente sucedió con Juan Pablo I. Hablando de éste, el cardenal brasileño Aloisio Lorscheider tuvo la valentía de romper el silencio oficial: “Las sospechas siguen en nuestro corazón como una sombra amarga, como una pregunta a la que no se ha dado respuesta” (El Mundo, 8-8-1998).

Es posible, pero no consta que a Pío XI se le hiciera la autopsia. De monseñor Diego Venini, ex-secretario de Pío XI, son estas palabras confesadas entre lágrimas: “¡A nosotros nos la han hecho! Hay que estar con los ojos abiertos”. Con ello pretendía confirmar la sorprendente revelación del diario del cardenal Tisserant sobre la muerte por veneno de Pío XI (G. Zizola, Per ché non ci credo, en Panorama, 18-6-1984, p. 120).

En el libro de Gordon Thomas y Max Morgan-Witts titulado “Pontífice. Un asesino para tres Papas” (Plaza&Janés, 1983) se dice que el cardenal Pericle Felici localizó entonces, en 1978, la autopsia que se hizo a Pío VIII: “La familia Chigi y también la de los Borghese han formado parte de la Corte papal durante siglos y han sido depositarias y discretas cronistas de los secretos de muchos Papas”. En el Diario original del príncipe Agostino Chigi, que fue mariscal de cónclave, a la muerte de Pío VIII (1761-1830), que reinó menos de un año, está el detallado relato de “la autopsia practicada, en secreto, al Papa al día siguiente de su muerte, para averiguar si había sido asesinado”. Los doctores que abrieron a Pío VIII informaron: “Los órganos, sanos; lo único que se advirtió fue cierta debilidad en los pulmones y algunos dijeron que tenía el corazón enfermo” (pp. 260-263).

Desde los tiempos de Julio II (1503-1513), cuyo predecesor Pío III murió al mes escaso de su elección, se suele abrir el cadáver de los papas, se les extrae las vísceras (praecordia pontificum), se les lava y se les prepara. A partir de la muerte de Pablo IV, en 1559, el embalsamamiento es habitual. Por cierto, su predecesor Marcelo II murió a las tres semanas, cuando la reforma deseada parecía finalmente un hecho: se había elegido al mejor, sin tolerar componenda alguna. Desde Sixto V (1585-1590) las vísceras de los papas, encerradas en urnas de mármol, se llevaban generalmente a la iglesia de los santos Vicente y Anastasio. Como veremos después, los tres papas que sucedieron a Sixto V (Urbano VII, Gregorio XIV e Inocencio IX) murieron tan rápidamente después de su elección que sus pontificados apenas dejaron rastros dignos de mención. Al parecer, la costumbre de la evisceración se rompe con Pío X, que quiere se respete la integridad de su cuerpo. Lo mismo sucede con los papas posteriores (Se pedirá cuenta, 38).


Según publicó Giovanni Gennari hace años, hay un testimonio (de un benedictino, que trabajó en la Secretaría de Estado con el arzobispo Giovanni Benelli) según el cual, a Juan Pablo I se le hizo la autopsia y por ella se supo que murió por la ingestión de una dosis fortísima de un vasodilatador, recetado por teléfono por su médico personal de Venecia: "el Papa debió equivocarse y tomó una dosis altísima". (El País, 25-10-1987). 
Por mi parte, acogí el testimonio dado a conocer por Gennari, pero nunca creí que su médico personal recetara al Papa una medicina contraindicada a su tensión baja. Tras quince años de silencio, su médico personal, el doctor Da Ros, publicó en 1993 que "el Papa estaba bien" y que "él no recetó nada aquella noche" (30 Giorni 72, pp.53-54). Ahora bien, si hay una medicación que no ha recetado su médico y que mata al Papa, hay que pensar en una acción criminal. Ver “El día de la cuenta” (pp. 36-42) y “Juan Pablo I. Caso abierto” (pp. 242-248).

Jesús López Sáez
Jesús López Sáez