En el principio era la palabra
 

11. LA TRADICIÓN DE LOS UNGIDOS

Hijos de Dios

  1. Habiendo abordado las catequesis sobre el Pentateuco (Hexateuco, incluyendo al libro de Josué), abordamos dos catequesis complementarias. En primer lugar, La tradición de los ungidos y, después, La obra del cronista. Con ello terminamos la serie de tradiciones históricas de Israel. Más adelante, abordaremos la serie de tradiciones proféticas. Con ello, tendríamos preparado un libro que podría llamarse: Moisés y Elías, que en el pasaje de la transfiguración aparecen en diálogo con Jesús. Ellos representan “la ley y los profetas”, que Jesús no viene a abolir, sino a llevar a plenitud (Mt 5,17). Por nuestra parte, asumimos lo que nos corresponde, haciendo de guía (Hch 8,31).

  2. El problema de fondo. Una y otra vez, oímos decir: “Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios”, como si el de Jesús fuera un nombre compuesto con un apellido divino. Hijo de Dios se entiende en sentido dogmático, no en sentido mesiánico. No se tiene conciencia (bíblica) de que junto al nombre de Jesús figuran varios títulos mesiánicos: Cristo (ungido), Señor (en tanto que Cristo), Hijo de Dios (título mesiánico que supone una relación especial con Dios).  La confesión de Jesús como ungido de Dios, como Cristo, se sitúa dentro de una tradición bíblica fundamental: la tradición de los ungidos.  

  3. Aclaración de términos. Según el Diccionario de la Real Academia, ungido es el “rey o sacerdote signado con el óleo santo”. Según el Vocabulario de Teología Bíblica, la unción real ocupa un lugar aparte entre los ritos de consagración. Se realiza por un hombre de Dios, profeta o sacerdote. Saúl (1 Sm 10,1) y David (1 Sm 16,13) son ungidos por Samuel. Los reyes de Judá son consagrados en el templo y ungidos por un sacerdote. Salomón recibe la unción de Sadoq (1 R 1,39). El sentido de este rito consiste en señalar con un signo exterior que estos hombres han sido elegidos por Dios para ser instrumentos suyos en el gobierno del pueblo. El rey es el ungido del Señor. Con la unción participa del espíritu de Dios.

  4. Jesús de Nazaret no es ungido de forma ritual, pero es ungido “por Dios con la fuerza del espíritu santo” (Hch 10,38). Así lo proclama él en la sinagoga de Nazaret: “El espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido” (Lc 4,18). La palabra griega cristo significa ungido. La expresión hijo de Dios no significa descendencia física de Dios. Es un título mesiánico que usa Pedro en la confesión de Cesarea de Filipo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). El mismo Caifás lo hace en el proceso de Jesús, cuando le pregunta si es “el Mesías, el Hijo de Dios” (26,63). Cuando muchos cristianos dicen: “Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios”, no parece que se refieran a títulos mesiánicos de Jesús de Nazaret.

  5. La palabra hebrea mesías (masiah) significa ungido. El salmo 2, que habla del Señor y de su ungido se interpreta en la tradición judía y cristiana en sentido mesiánico: “Los príncipes conspiran contra el Señor y contra su Mesías” (Hch 4,26). El judaísmo adoptó la costumbre de dar al futuro libertador de Israel el nombre de mesías (= ungido), o el de rey-mesías, rey de Israel. Sin embargo, Jesús, a causa de las resonancias políticas de este nombre, no lo aceptó sino con reserva, pues debía realizar su misión bajo la figura del siervo (Mt 16, 21). Después de su resurrección, asume explícitamente este título: “¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?” (Lc 24,26). Lo confiesa Pedro el día de Pentecostés: “Sepa con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Mesías a este Jesús, a quien vosotros habéis crucificado” (Hch 2,36).

  6. La monarquía, punto de referencia. El Hexateuco es el desarrollo de la primitiva confesión de fe, que está fija ya desde tiempos muy remotos en su estructura fundamental. La liberación de Egipto fue siempre un artículo de fe. En cambio, la garantía de la estabilidad que el Señor otorgó al trono de David nunca llegó a figurar entre sus afirmaciones de fe. Tras la entrada en Canaán, el Señor siguió actuando en Israel. En tiempos de gran aprieto experimentó su protección. Su espíritu podía convertir a cualquier israelita en caudillo carismático. El canto de Débora lo expresa claramente: “¡Despierta, Débora! ¡entona un cantar!”, “¡levántate Baraq” (Jue 5,12). Sin embargo, la monarquía es el más importante punto de referencia. Eso sí, hay diversas posturas frente a la monarquía. Además, el fallo de los ungidos de Israel y de Judá termina con sendas catástrofes (721 y 587).

  7. El ungido David. El relato que narra la subida de David al trono (1 Sm 16,14-2 Sm 5,12) muestra el tortuoso camino que sigue el antiguo guerrero de Saúl y luego de los filisteos, hasta llegar a ser rey de Israel. La confirmación y garantía de este trono por parte del Señor tiene lugar más tarde con la profecía de Natán, cuando el rey se ha establecido en su palacio de Jerusalén (2 Sm 7.1): “El Señor te anuncia que te va a edificar una casa”, “al que salga de tus entrañas le afirmaré su reino. Será él quien me construya una casa a mi nombre y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre. Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo” (2 Sm 7,12-14). La promesa consiste en “edificar una casa” a David, asegurar su reinado sobre Israel y ofrecerle una relación filial: el Señor quiere ser padre del ungido, éste será su hijo.

  8. David es un hombre de fuertes contradicciones. Como político, tiene una perspicacia genial. Como hombre, le agitan pasiones que le llevan hasta el crimen. Tiene una verdadera debilidad por los hijos, que se convierte en falta y lleva al trono al borde del abismo. Por encima de todo, está el pecado del rey contra Urías. Natán le dijo a David que cuanto había hecho en secreto a Urías, él lo experimentaría “ante todo Israel y a la luz del sol” (2 Sm 12,11). Al poco tiempo, Absalón, en un acto oficial, toma descaradamente posesión del harén de su padre: “Absalón se llegó a las concubinas de su padre a la vista de todo Israel” (2 Sm 16,22). En la historia de Betsabé, David despreció la palabra del Señor, “haciendo lo que le desagrada” (12,9). Del hijo que esperaba la pareja se dice: “morirá sin remedio” (12, 14). Sin embargo, del pequeño Salomón, nacido poco después, se dice: “El Señor lo amó” (12,24).

  9. El ungido y su trono. Con la monarquía todo ha cambiado. La acción de Dios no aparece por ninguna parte. Los acontecimientos humanos se suceden en una serie ininterrumpida de causa y efecto. Ahora se trata del ungido y de su trono, por lo tanto, del problema mesiánico. Todo comenzó con la promesa del Señor en favor de David. Dios cumple su palabra, pero el camino es totalmente inesperado. El ungido es profundamente humillado. Su reino es víctima de la rebelión. Su hijo Absalón manda emisarios por todas las tribus de Israel para decir: “Cuando oigáis el sonido del cuerno, decid, Absalón reina en Hebrón” (2 Sm 15,10).

  10. El ungido humillado. El rey, despojado de sus insignias, abandona el palacio con el trono e incluso el arca, hasta que se decida si Dios se complace en él: “Salió a pie con toda la gente”, “todo el mundo lloraba entre grandes lamentos”, “el rey cruzó el torrente Cedrón y toda la gente lo hizo en frente del camino del desierto” (2 Sm 15,17-23). El rey dijo al sacerdote Sadoc: “Vuelve con el arca de Dios a la ciudad. Si encuentro gracia a los ojos del Señor, me concederá volver y ver el arca y su morada. Pero si él dice: Ya no me eres grato, aquí me tiene, haga conmigo como bien le parezca” (15,25-26). Se trabó batalla en el monte de Efraím: “Absalón se encontró frente a los hombres de David. Montaba un mulo y, al pasar el mulo bajo el ramaje de una gran encina, la cabeza se enganchó en la encina y quedó colgado”. Lo rodearon diez escuderos de David que “hirieron a Absalón y le dieron muerte” (18, 9-15).  

  11. Los salmos reales. En diversas circunstancias se hacen declaraciones sobre el rey, su trono, su oficio o su reino, sobre todo en el día de su entronización.  El rey es coronado en el templo y recibe el protocolo real que contiene el verdadero encargo de gobierno por mandato divino. Luego, el recién coronado es conducido a su palacio, donde sube al trono. El salmo 2 tiene aquí su lugar: “Yo mismo he establecido a mi rey en Sión, mi monte santo”, “Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy”. El ungido es el protector de los oprimidos: “Él librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector”, traerá abundancia y paz: “habrá trigo abundante en los campos y ondeará en lo alto de los montes” (Sal 72), “sobre él está el espíritu del Señor” (Is 11,2), “habitará el lobo con el cordero”, “nadie causará daño ni estrago por todo mi monte santo, porque está lleno el país del conocimiento del Señor, como las aguas cubren el mar” (11,6-7). El ungido “es por siempre sacerdote según el orden de Melquisedec” (Sal 110),

  12. Hijo de Dios. La entronización supone el ingreso del descendiente de David en la relación filial con Dios, como se dice en el salmo 2: “Hijo mío eres tú, yo te he engendrado hoy”. A diferencia de Egipto, Israel no entiende jamás la filiación divina del rey en sentido mitológico, como si el rey descendiese físicamente de Dios, sino como un acto jurídico e histórico, que crea una relación especial entre Dios y el rey. El derecho supremo es el de reinar en lugar de Dios. En continuo diálogo con Dios por estar sentado a su derecha, le consulta todos los asuntos de su reino. Se dice en el salmo 110: “Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha”. Si el ungido es hijo, es también heredero: “Te daré en herencia las naciones” (Sal 2). El mundo entero es el reino del ungido: “Que domine de mar a mar”, “que todos los pueblos le sirvan” (Sal 72). El Señor enciende “una lámpara para su ungido” (Sal 132).

  13. En relación especial con Dios. En política externa, el ungido lucha contra los enemigos de su pueblo, para lo cual Dios “le ciñe de valor” (Sal 19). En política interna, actúa como garante del derecho y de la justicia. La condición para ello es estar en la debida relación con Dios, poder decir: “El espíritu del Señor ha hablado por mí, su palabra ha llenado mi lengua” (2 Sm 23,2). En realidad, “los salmos reales hablan más del modelo profético del Ungido y de su reino que de su figura histórica; atribuyen a la realeza una gloria que, según ellos, Yahvé le ha concedido para siempre” (Von Rad, 381-398).

  14. El ungido Saúl. La corte de Saúl en Guibeá (1 Sm 20,25) era mucho más modesta que la corte de David en Jerusalén. La tradición sobre Saúl es considerable (1 Sm 9-31), pero disminuye mucho si nos centramos en los relatos donde se habla de él y de su relación con el Señor. Entonces nos queda: el antiguo relato de su coronación (1 Sm 9-11), los capítulos 13-15, la visita de Saúl a la nigromante y el relato de su muerte (1 Sm 28,31). Los relatos sobre Saúl y David juntos son relatos de David. El Señor está con Saúl en el relato de su coronación. Los relatos (13,2-14,46) muestran ya la fatalidad creciente que cae sobre él.

  15. Elección de Saúl. El Señor toma la iniciativa ante la necesidad de su pueblo. Indica a Samuel que unja rey a Saúl, cuando va a encontrarlo mientras busca sus asnos (1 Sm 9,1-10). Tomó entonces Samuel el frasco del óleo, lo derramó sobre su cabeza y le besó diciendo: El Señor te unge como jefe de su heredad” (10,1). Como durante el asedio de Jabes en Galad el espíritu del Señor se manifestó en él conduciéndole a la victoria sobre los amonitas, Israel lo eligió rey: “El pueblo marchó a Guilgal. Y en Guilgal proclamaron rey a Saúl en presencia del Señor” (11,15). En otro relato más reciente, la iniciativa de tener un rey parte del pueblo, y llena de consternación a Samuel. El Señor le confirma sus temores, pero Samuel debe hacerlos caso. Saúl es elegido en Mispá y Samuel renuncia a su oficio de juez, advirtiendo al pueblo la injusticia cometida con el Señor (10,15-24). Israel se ha vuelto “como los demás pueblos” (1 Sm 8,5), ha rechazado la soberanía del Señor: “Me rechazan a mí, para que no reine sobre ellos” (8,7).

  16. Abandonado de Dios. La tradición vio en Saúl, sobre todo, al ungido que escapa de la mano del Señor y abandona el escenario, para ceder el puesto al que viene. Es abandonado de la mano de Dios. Saúl debía actuar, pero precisamente actuando consumaba él mismo su destino. Lo dice su hijo Jonatán: “Mi padre ha traído la desgracia al país (1 Sm 14,29). Había sido llamado para ser un instrumento de la voluntad de Dios, pero fracasó en la empresa. La imagen de Saúl pone en evidencia que la vida del ungido está sujeta a leyes diversas de las que rigen la existencia del hombre común, y la amenaza un fracaso mucho más trágico.

  17. El fracaso del ungido. Saúl jamás llegó a ser un modelo para la posteridad, como lo fue David Al contrario, “se le puede considerar más bien como el tipo del ungido que se desmorona ante el Señor”. La obra del cronista sólo trae la narración de su muerte. Los arqueros filisteos “dieron con él y lo hirieon a flechazos. Saúl dijo a su escudero: Desenvaina la espada y atraviésame, no sea que vengan estos incircuncisos y se mofen de mí. Pero el escudero no aceptó, porque le entró pánico. Entonces Saúl tomó la espada y se arrojó sobre ella“ (1 Cro 10,3-4). El salmo 78 y el himno de los antepasados (Eclo 44) lo eliminan de la historia de la salvación (Von Rad, 401-405).   

  18. Los jueces. El tiempo de los jueces empieza con la muerte de Josué (Jos 2,6-7) y termina con la despedida de Samuel (1 Sm 12). Los antiguos relatos celebran, sobre todo, hechos de liberación. El Señor los realiza mediante personas carismáticas y también mediante un pánico numinoso que siembra entre los enemigos. El Señor salía a ayudar a su pueblo en estas “guerras santas”. Los israelitas “venían en su ayuda” (Jos 5,23). Se considera la institución de los jueces como la forma de gobierno más apropiada para Israel. Fue una desgracia que con la monarquía se obstinara en conseguir su autonomía frente al Señor. El Deuteronomio “se propone organizar a Israel según el prototipo del pueblo santo de Dios, es decir, según la antigua anfictionía”, es decir, la asociación de tribus.

  19. Declive típico. Las historias de Gedeón, Jefté y Sansón muestran un declive típico: “A la llamada sigue enseguida, como signo público del carisma, un triunfo sobre los enemigos; pero entonces la línea se inclina repentinamente hacia abajo. El que era un instrumento especial de la voluntad histórica de Yahvé cae en el pecado, el envilecimiento o la catástrofe. Por lo tanto, tras estas pequeñas composiciones existe ya una determinada concepción, por cierto pesimista, del carismático. Gracias a su carisma pudo elevarse por un momento sobre las limitaciones de su existencia, para hundirse después en un caos aún más profundo”. En el caso de Jefté, a la victoria sobre los enemigos, sigue una contienda sangrienta entre las tribus hermanas (Jue 12,1-7). Los relatos antiguos nos indican claramente que el influjo de los carismáticos en el plano regional era muy limitado. A la movilización que seguía a su llamada, sólo respondían por lo general las tribus vecinas.

  20. Los dos libros de los Reyes. Según los expertos, su autor es el mismo que escribió el libro de los Jueces. La obra surge en tiempos del destierro de Babilonia. El autor procura ordenar con sentido el material antiguo y critica a cada uno de los reyes dentro de un cuadro esquemático que repite: el rey “hizo lo que agradó (o desagradó) al Señor”. En general, los reyes caminaron en el “pecado de Jeroboam” (1 R 15,26-34; 16,19-26), que sucede a Salomón y conduce a la división del reino. Sólo a dos reyes, Ezequías y Josías, dedica una alabanza incondicional. Aprueba con ciertas limitaciones a seis de ellos: Asa, Josafat, Joas, Amasías, Azarías y Jotán, y reprueba a los restantes.

  21. El autor escribe después de los desastres nacionales del 721 y del 587. Su obra es una confesión de culpa de Israel. Fue en el corazón de los reyes donde se decidió la desgracia, pues “su corazón no estuvo por entero con Yahvé”. Por otro lado, “la tradición de la anfictionía, que se remontaba a Moisés, no dejaba lugar alguno a la monarquía. Esta actitud esquiva frente a la institución monárquica se puede palpar todavía en el tardío Deuteronomio, que se consideraba una renovación de la tradición de la alianza israelita”, “era de hecho una gran novedad ver cómo se recordaba a los reyes su relación con Moisés y con la alianza del Sinaí” (1 R 11,11; 2 R 21,8).

  22. Se dice del rey Josías (648-609 a.C.): “No hubo antes de él ningún rey que se volviera, como él, a Yahvé con todo su corazón, con toda su alma y con toda su fuerza, según toda la ley de Moisés, ni después de él se ha levantado nadie como él” (2 R 23,25). El Deuteronomio contiene grandes amenazas y maldiciones si Israel persiste en su desobediencia (Dt 28,15-16). Lo que profetizaron Miqueas, Elías y Eliseo se ha hecho historia (Von Rad, 405-419).

  23. El ungido Jesús. Jesús es mesías (rey, cristo, ungido) bajo la figura del siervo (Is 42, 1-7). En el desierto discierne el sentido de su misión (Mt 4,1-2). Él se identifica como profeta (Lc 4,24). Su reino “no es de este mundo” (Jn 18, 36). No es, como esperan en Qumrán, un mesías que se impone por la fuerza según la Regla de la Guerra: “Se acabará el dominio de los kittim (los opresores), siendo abatida la impiedad sin que quede un resto”, “en el día en que caigan los kittim habrá un combate” (4Q496 I, 6-9). Los esenios sitúan ese día en el año 70 a.C., “unos cuarenta años” después de la muerte del Maestro de Justicia (CD-B XX, 13-17; ver XIX, 33-XX, 1). Luego reconocen su error y, en virtud de una nueva interpretación, determinan que la victoria mesiánica llegaría en el año 70 d.C.  Precisamente ese año, en plena guerra judía, lo que llega es el desastre nacional, lo que Jesús había anunciado. Del templo “no quedará piedra sobre piedra” (Mt 24,2 y 15-20). Jesús murió en el año 30. Tuvieron que pasar cuarenta años hasta que se viera cumplida su palabra sobre Jerusalén y el remplo.

  24. Los endemoniados de Gerasa.  Es un pasaje difícil (Mt 8,28-34). Con algunas variantes lo recogen también Marcos y Lucas (Mc 5,1-20; Lc 8,26-39). Tras el pasaje de la tempestad calmada, llega Jesús a la otra orilla, a la región de los gerasenos, en la orilla oriental del mar de Galilea. La región es pagana. Gerasa es la ciudad principal. Desde los sepulcros, dos endemoniados salen al encuentro de Jesús: “Eran tan furiosos que nadie se atrevía a transitar por aquel camino”. Son agresivos, marginados, violentos. Lo dicen a gritos: “¿Qué quieres de nosotros, Hijo de Dios? ¿Has venido a atormentarnos antes de tiempo?”. Muchos lo interpretan en clave dogmática: “Los demonios lo saben y reconocen a Jesús como Hijo de Dios”. Sin embargo, aquí la clave es mesiánica: los demonios se dirigen a él como Mesías. Frente a las reservas de Jesús, ellos lo dicen a gritos, le comprometen. Hijo de Dios es un título mesiánico. Se dirigen a él, según la cultura popular, como “el liberador de Israel” (Lc 24,.21).

  25. Clave fundamental. Los endemoniados perciben a Jesús como un problema. Es el adversario, alguien que viene a atormentarlos antes de tiempo. Para ellos no ha llegado todavía la hora de “los tormentos”, la hora del juicio. En el Apocalipsis, “los dos profetas fueron un tormento para los habitantes de la tierra” (11,10), el diablo, la bestia y el falso profeta “serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos” (14,10).

  26. En el evangelio de Lucas, también en el de Marcos, el endemoniado es uno solo. Al ver a Jesús, cayó ante él gritando con gran voz: “¿Qué tengo yo contigo, Jesús, Hijo de Dios Altísimo. Te pido que no me atormentes”. Él había mandado al espíritu inmundo que saliera de aquel hombre. En tenso diálogo Jesús afronta el problema, le hace salir, le increpa, le interroga, le pregunta su nombre: "Mi nombre es Legión, porque somos muchos”. El problema parece de tipo político. La palabra Legión evoca la fuerza militar romana que domina el país. El espíritu inmundo “le suplicaba con insistencia que no los echara fuera de la región” (Lc 8,26-30). Los demonios (como los romanos) quieren permanecer en la región. Para los judíos, la legión romana es una piara de cerdos que han de ser echados al mar, como el ejército del faraón (Ex 14,21). En la foto, moneda de la Roma imperial con el cerdo, símbolo de la Legión X Fretensis, una de las legiones estacionadas en la zona.

  27. La piara de cerdos. En el relato “hay una referencia clara a la opresión que estaban ejerciendo las tropas romanas sobre aquella región” (G. Theissen). El número de "unos dos mil" (Mc 5,13) encaja mejor con una legión que con una piara. El lenguaje es críptico, clandestino. Ciertamente, “aquí se requiere sabiduría” (Ap 13,18). Había allí una gran piara de cerdos que pacían en el monte. Los demonios le rogaron: “Si nos echas, mándanos a la piara”. Jesús les dijo: Id. “Salieron y se metieron en los cerdos. Y la piara entera se abalanzó acantilado abajo y se ahogó en el agua” (Mt 8, 31-32). Jesús libera al hombre de la violencia que le oprime, pero después viene lo imprevisto, lo desconcertante. La piara de cerdos se precipita en el mar. No sabemos exactamente qué pasó. Quizá fue un accidente, pudo ser una señal. Recientemente, un camión que transportaba 170 cerdos volcó en el km 17 de la A-2 en dirección a Tarancón, provocando la muerte de muchos de ellos (2-6-2021).

  28. Curación. Los porqueros huyen al pueblo y cuentan lo ocurrido. La gente acude. Ven al hombre "sentado, vestido y en su sano juicio" (Mc 5,15). A quien nadie le podía dominar, “muchas veces lo habían sujetado con cepos y cadenas, pero él rompía las cadenas y destrozaba los cepos” (5,4), Jesús le libera sólo con su palabra. Jesús enseña “como quien tiene autoridad” (1,22), “manda a los espíritus inmundos y le obedecen” (1,27). Quien se portaba de forma asocial, como un animal salvaje, aparece sentado con los demás, tranquilo y sereno, con dignidad y cordura. Incluso le pide a Jesús que le permita estar con él, pero no se lo permite, sino que le dice: “Vete a casa con los tuyos y anúnciales lo que el Señor ha hecho contigo” (Mc 5, 19). El hombre curado supera el desajuste con su propio medio social. Probablemente, su medio está en contra de los romanos, pero guarda las formas. Entonces el pueblo entero salió a donde estaba Jesús y, al verle, “le rogaron que se marchara de entre ellos, porque estaban llenos de miedo” (Lc 8,37). Jesús es más fuerte que los demonios (Mc 3,27), porque su fuerza viene de Dios, pero el pueblo no quiere problemas con las fuerzas de ocupación. Ciertamente, el “evangelio de Jesús, el Cristo” (1,1) no es el evangelio del César. Evangelizar supone anunciar la Palabra que libera, afrontar resistencias poderosas, “echar demonios”, superar problemas que desbordan.

 

  • Diálogo: ¿Cuál es el problema de fondo? ¿Se tiene conciencia de que junto al nombre de Jesús figuran varios títulos mesiánicos: Cristo (ungido), Señor (en tanto que Cristo), Hijo de Dios (título mesiánico que supone una relación especial con Dios)? ¿Es importante recuperar la tradición de los ungidos?