En el principio era la palabra
 

 TERESA DE ÁVILA

Recuerdos y confidencias

Teresa de Cepeda y Ahumada nace en Ávila el 28 de marzo de 1515, miércoles santo. Su padre es Alonso, de origen judío converso. Su madre, Beatriz, se casa con él al quedar viudo. En 1562 Teresa termina el libro de su Vida, que llama “mi alma” (Carta, 23-6-1568) y que titula “De las misericordias de Dios” (Carta, 19-11-1581). Recogemos aquí recuerdos y confidencias que ella escribe de su puño y letra. Se pueden confrontar con lo que, a veces, se dice. Muchos no tienen acceso a los escritos de la Santa. 

Algunas cuestiones. ¿Cuál es su ambiente familiar?, ¿hay señales del despertar de su vocación?, ¿es clara su orientación sexual?, ¿qué papel tienen los letrados de su tiempo?, ¿sus locuciones y visiones son alucinaciones?, ¿son mensajes que recibe de Dios?, ¿son experiencia bíblica?, ¿se nota su ascendencia judía?, ¿qué formas de oración tiene?, ¿qué pretende con la reforma del Carmelo?, ¿cómo afronta el riesgo que la Inquisición supone para ella?

Ambiente familiar. Sus padres y hermanos: “Era mi padre hombre de mucha caridad con los pobres y piedad con los enfermos, y aun con los criados”, “mi madre también tenía muchas virtudes, y pasó la vida con grandes enfermedades”. Murió a los treinta y tres años: “Cuando murió mi madre, quedé yo de edad de doce años”, “éramos tres hermanas y nueve hermanos”, “tenía uno casi de mi edad; juntábamonos entrambos a leer vidas de santos”, “como veía los martirios que por Dios las santas pasaban, parecíame compraban muy barato el ir a gozar de Dios, y deseaba yo mucho morir así”, “concertábamos irnos a tierras de moros, pidiendo por amor de Dios, para que allá nos descabezasen”, “de que vi que era imposible ir adonde me matasen por Dios, ordenábamos ser ermitaños, y en una huerta que había en casa procurábamos, como podíamos, hacer ermitas”, “ahora me pone devoción ver cómo me daba Dios tan presto lo que yo perdí por mi culpa” (Vida,1,2-7).

Livianos tratos.  Teresa tenía unos primos hermanos: “Eran casi de mi edad, poco mayores que yo; andábamos siempre juntos”, “oía sucesos de sus aficiones y niñerías nada buenas”, “tomé todo el daño de una parienta que trataba mucho en casa. Era de tan livianos tratos que mi madre la había mucho procurado desviar que tratase en casa”, “con ella era mi conversación”, “me ayudaba a todas las cosas de pasatiempo que yo quería, y aun me ponía en ellas y daba parte de sus conversaciones y vanidades. Hasta que traté con ella, que fue de edad de catorce años, y creo que más, …no me parece había dejado a Dios por culpa mortal ni perdido el temor de Dios, aunque le tenía mayor de la honra; éste tuvo fuerza para no la perder del todo” (2,2-4).

Internado. En julio de 1531 ingresa en el internado de Santa María de Gracia donde permanece año y medio: “No me parece había tres meses que andaba en estas vanidades, cuando me llevaron a un monasterio que había en este lugar, donde se criaban personas semejantes, aunque no tan ruines en costumbres como yo”, “no parecía novedad: porque haberse mi hermana casado, y quedar sola sin madre, no era bien”, “los primeros ocho días sentí mucho, y más la sospecha que tuve se había entendido la vanidad mía”, “en ocho días -y aun creo menos- estaba muy más contenta que en casa de mi padre. Todas lo estaban conmigo, porque en esto me daba el Señor gracia, en dar contento adondequiera que estuviere, y así era muy querida” (2,6-8).

Una gran amiga. Se llama Juana Suárez y es monja carmelita en el convento de la Encarnación: “Tenía yo una grande amiga en otro monasterio, y esto me era parte para no ser monja, si lo hubiese de ser, sino adonde ella estaba; miraba más el gusto de mi sensualidad y vanidad que lo bien que me estaba a mi alma” (3,2).

Gran enfermedad. Por este motivo vuelve a casa de su padre y, luego, va a casa de su hermana María, que vivía en Castellanos de la Cañada: “Diome una gran enfermedad, que hube de tornar a casa de mi padre. En estando buena, lleváronme en casa de mi hermana -que residía en una aldea- para verla, que era extremo el amor que me tenía”, “habíanme dado con unas calenturas unos grandes desmayos (3,3-7).

Monja carmelita. El 2 de noviembre de 1535 ingresa en el convento de la Encarnación. Su padre se opone: “Después de sus días haría lo que quisiese” (3,7). Sin embargo, con su hermano Antonio, dice, “concertamos entrambos irnos un día, muy de mañana, al monasterio adonde estaba aquella mi amiga, que era a la que yo tenía mucha afición”. En tomando el hábito, “dábanme deleite todas las cosas de la religión” (4,1-2). No obstante, “en el año del noviciado pasé grandes desasosiegos con cosas que en sí tenían poco tomo; mas culpábanme sin tener culpa hartas veces. Yo lo llevaba con harta pena e imperfección, aunque con el gran contento que tenía de ser monja, todo lo pasaba” (5,1).

Mal de corazón. Vuelven los desmayos: “Comenzáronme a crecer los desmayos, y diome un mal de corazón tan grandísimo que ponía espanto a quien lo veía”, “y así pasé el primer año con harta mala salud”. En abril de 1539 su padre la lleva a Becedas, “un lugar adonde había mucha fama de que sanaban allí otras enfermedades”, “estuve casi un año por allá, y los tres meses de él padeciendo tan grandísimo tormento en las curas”, “no sé cómo las pude sufrir”, “había de comenzar la cura en el principio del verano, y yo fui en el principio del invierno. Todo este tiempo estuve en casa de la hermana que he dicho que estaba en la aldea”. Pasando por Hortigosa, un tío suyo le da el libro de Francisco de Osuna, “Tercer Abecedario”, que “trata de enseñar oración de recogimiento” (4,4-6).

El cura de la aldea. En Becedas está acompañada: “Mi padre y hermana, y aquella monja mi amiga que había salido conmigo”. Comenzó a confesarse con el cura: “Él se aficionó en extremo a mí”, “no fue la afición de este mala, mas de demasiada afición venía a no ser buena”. Sin embargo, “con la gran voluntad que me tenía, comenzó a declararme su perdición. Y no era poca, porque había casi siete años que estaba en muy peligroso estado con afición y trato con una mujer del mismo lugar; y con esto decía misa. Era cosa tan pública, que tenía perdida la honra y la fama”, “dejó del todo de verla, y no se hartaba de dar gracias a Dios por haberle dado luz” (5,3-5).

Los letrados. Los aprecia mucho: “Es gran cosa (saber) letras, porque estas nos enseñan a los que poco sabemos y nos dan luz, y llegados a verdades de la Sagrada Escritura hacemos lo que debemos; de devociones a bobas nos libre Dios”. No vale “decir que letrados sin oración no son para quien la tiene (yo he tratado hartos …y siempre fui amiga de ellos), que aunque algunos no tienen experiencia, no aborrecen el espíritu ni le ignoran; porque en la Sagrada Escritura que tratan, siempre hallan las verdades del buen espíritu” (13,16-18), “buen letrado nunca me engañó. Otros tampoco me debían de querer engañar, sino que no sabían más”, “lo que era pecado venial decíanme que no era ninguno, lo que era gravísimo mortal, que era venial”, “duré en esta ceguedad creo más de diecisiete años, hasta que un padre dominico, gran letrado, me desengañó” (5, 3). Al parecer, el letrado enseña a Teresa la moral propia de la época, una moral rigorista en materia sexual, donde -así se decía- “no hay parvedad de materia”. Donde el Decálogo dice: “No cometerás adulterio” (Dt 5,18), se dice: “No cometerás actos impuros”. No es lo mismo.

La dieron por muerta. Las curas duraron tres meses: “A los dos meses, a poder de medicinas, me tenía casi acabada la vida”. A mediados de julio de 1539, su padre la lleva de nuevo a Ávila: “Me tornó a traer mi padre adonde tornaron a verme médicos. Todos me desahuciaron”, “decían estaba tísica”, “ahora me espanto y tengo por gran merced la paciencia que Su Majestad me dio”, “mucho me aprovechó para tenerla haber leído la historia de Job”. En la fiesta de Nuestra Señora de Agosto le dio por la noche “un paroxismo” y la dieron por muerta: “Hasta la cera me hallé después en los ojos” (Vida, 5,7-9). En abril de 1542 se siente curada por intercesión de San José.

Muerte del padre. Fue el 26 de diciembre de 1543: “En este tiempo dio a mi padre la enfermedad de la que murió, que duró algunos días. Fuile yo a curar, estando más enferma en el alma que él en el cuerpo, en muchas vanidades”, “estuvo tres días muy falto el sentido; el día que murió se le tornó el Señor tan entero que nos espantábamos, y le tuvo hasta que a la mitad del credo, diciéndole él mismo, expiró. Quedó como un ángel” (7,14-16).

Con Dios y con el mundo. En esta lucha pasó “más de dieciocho años” (8,3): “Aunque os dejase yo a Vos, no me dejaste Vos a mí tan del todo que no me tornase a levantar, con darme Vos siempre la mano; y muchas veces, Señor, no la quería” (6,10). Le parecía mejor “andar como los muchos”, “y rezar lo que estaba obligada, y vocalmente, que no tener oración mental y tanto trato con Dios”, “como me veían tan moza y, en tantas ocasiones, apartarme muchas veces a soledad a rezar y leer mucho, …me daban tanta y más libertad que a las muy antiguas”, “a mí me hizo harto daño no estar en monasterio encerrado; porque la libertad que las que eran buenas podían tener con bondad (porque no debían más, que no se prometía clausura), para mí, que soy ruin, hubiérame cierto llevado al infierno, si con tantos remedios el Señor no me hubiera sacado de este peligro” (7,1-3).

Mal de frailes y monjas. Lo lamenta: “¡Oh, grandísimo mal de religiosos -no digo ahora más mujeres que hombres- adonde no se guarda religión! Adonde en un monasterio hay dos caminos: de virtud y religión y falta de religión”, “más ha de temer el fraile y la monja que ha de comenzar de veras a seguir del todo su llamamiento a los mismos de su casa que a todos los demonios”, “no sé de qué nos espantamos haya tantos males en la Iglesia, pues los que habían de ser los dechados para que todos sacasen virtudes, tienen tan barrada la labor que el espíritu de los santos pasados dejaron” (7,5).

Un gran sapo. Dice Teresa: “Estando con una persona, bien al principio de conocerla, quiso el Señor darme a entender que no me convenían aquellas amistades, y avisarme y darme luz en tan gran ceguedad”, “ha esto más de veintiséis años, y me parece lo tengo presente”, “estando otra vez con la misma persona, vimos venir hacia nosotros -y otras personas que estaban allí también lo vieron- una cosa a manera de sapo grande, con mucha más ligereza que ellos suelen andar”, “la operación que hizo en mí me parece no era sin misterio; y tampoco esto se me olvidó jamás”, “tenía allí una monja, que era mi parienta, antigua y gran sierva de Dios y de mucha religión. Esta también me avisaba algunas veces; y no sólo no la creía, mas disgustábame con ella y parecíame se escandalizaba sin tener por qué” (7,6-8). Al parecer, la persona en cuestión era un fraile.

Toma y lee. En la cuaresma de 1554 Teresa lee las Confesiones de san Agustín: “Como comencé a leer las Confesiones, paréceme me veía yo allí. Comencé a encomendarme mucho a este glorioso santo. Cuando llegué a su conversión y leí cómo oyó aquella voz en el huerto, no me parece sino que el Señor me la dio a mí, según sintió mi corazón; estuve por gran rato que toda me deshacía en lágrimas” (9,8).  No es simple meditación, es la experiencia bíblica fundamental: Dios habla hoy. En mayo de 1556 “no estaba aún mi alma nada fuerte, sino muy tierna, en especial en dejar algunas amistades que tenía; aunque no ofendía a Dios con ellas, era mucha afición, y parecíame a mí era ingratitud dejarlas”. El jesuita Juan de Prádanos le dijo que lo encomendase a Dios unos días y rezase el himno “Veni Creator”. Estando un día en oración, comenzó el himno: “Vínome un arrebatamiento tan súbito que casi me sacó de mí”, “fue la primera vez que el Señor me hizo esta merced de arrobamiento. Entendí estas palabras: Ya no quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles” (24,6-7).

El pasaje de la samaritana. Le gustaba mucho: “Soy muy aficionada a aquel evangelio. Y es así, cierto, que sin entender como ahora este bien, desde muy niña lo era y suplicaba muchas veces al Señor me diese aquel agua, y la tenía dibujada adonde estaba siempre con este letrero, cuando el Señor llegó al pozo: Señor, dame agua” (30,19; Jn 4,15).

Locuciones. Son palabras que recibe de Dios. La oración es diálogo con Dios: "Podemos tener conversación no menos que con Dios" (1 Moradas, 1,6), "entre los pucheros anda Dios" (Fundaciones, 5,8), “¿pensáis que está callando? Aunque no le oímos bien, habla al corazón” (Camino de perfección, 40,4), ”son unas palabras muy formadas, mas con los oídos corporales no se oyen” (Vida, 25,1), “muy en el espíritu”, dejan “gran consuelo” (24,7), llegan “tan de presto” (25,6), “no se puede olvidar” (25,7), con “palabras y obras” (“sus palabras son obras” (25,4), “habla sin hablar” (27,6), siempre “conforme a la Sagrada Escritura” (25,13), “debía aguardar a que el Señor obrase” (24,9), “cuando es de Dios, tengo muy probado en muchas cosas que se me decían dos y tres años antes y todas se han cumplido” (25,2). La experiencia bíblica es evidente. En el fondo, se nota su ascendencia judía. La mística es experiencia del misterio, experiencia de Dios: “A vosotros se os ha comunicado el misterio del reino de Dios” (Mc 4, 11). La experiencia es una toma de conciencia.

Dios de vivos. El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob “no es Dios de muertos, sino de vivos” (Mt 22,32). Teresa se siente acompañada por ellos, pierde el miedo a la muerte: “Estando una noche tan mala que quería excusarme de tener oración, tomé un rosario por ocuparme vocalmente”, “estuve así bien poco, y vínome un arrebatamiento de espíritu con tanto ímpetu que no hubo poder resistirle. Parecíame estar metida en el cielo, y las primeras personas que allá vi, fue a mi padre y madre”, “quedóme también poco miedo a la muerte, a quien siempre temía mucho. Acaéceme algunas veces ser los que me acompañan y con los que me consuelo los que sé que allá viven, y parecerme aquellos verdaderamente los vivos, y los que acá viven tan muertos, que todo el mundo me parece no me hace compañía” (38,1-6). Fray Pedro de Alcántara murió en Arenas de San Pedro el 18 de octubre de 1562: “Como vio ya se acababa, dijo el salmo: Qué alegría cuando me dijeron”, “hele visto muchas veces con grandísima gloria” (27,16-19).

Cristo resucitado.  Estando un día en oración, el Señor le muestra “solas las manos”. Pocos días después, “vi también aquel divino rostro que del todo me parece me dejó absorta”. Teresa habla de los cuerpos glorificados: “Solo digo que, cuando otra cosa no hubiese en el cielo sino la gran hermosura de los cuerpos glorificados, es grandísima gloria, en especial ver la Humanidad de Jesucristo”, “nunca la vi con los ojos corporales”, sino “con los ojos del alma” (28,1-3). Los muertos resucitan como Jesús, “según el modelo de su cuerpo glorioso” (Flp 3,21), “se siembra en miseria, se resucita en gloria”, “se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual” (1 Co 15,43-44). Teresa sigue al apóstol: “Por vuestra misericordia podría decir lo que san Pablo -aunque no con esa perfección- que no vivo yo ya, sino que Vos vivís en mí” (Vida, 6,9), “otro tiempo traía yo delante muchas veces lo que dice san Pablo, que todo se puede en Dios” (13,3).

Los confesores. Rechazan las visiones: “Temía que no había de haber con quien me confesar”, “no sabía qué hacer sino alzar los ojos al Señor; porque contradicción de buenos a una mujercilla ruin y flaca como yo y temerosa, no parece nada así dicho, y con haber pasado en la vida grandísimos trabajos, es este uno de los mayores” (28,14-18). En 1560 la mandan “dar higas” a las visiones, despreciarlas, burlarse de ellas. Y así lo hacía, a veces. Le suplicaba al Señor “me perdonase pues yo lo hacía por obedecer al que tenía en su lugar”, “decíame que no se me diese nada, que bien hacía en obedecer, mas que Él haría que se entendiese la verdad. Cuando me quitaron la oración, me pareció que se había enojado; díjome que les dijese que ya aquello era tiranía” (29,5-6).

Metida en el infierno. En 1558 Teresa tuvo esta visión: “Después de mucho tiempo que el Señor me había hecho ya muchas mercedes que he dicho y otras muy grandes, estando un día en oración, me hallé en un punto toda, sin saber cómo, que me parecía estar metida en el infierno. Entendí que quería el Señor que viese el lugar que los demonios allá me tenían aparejado y yo merecido por mis pecados” (32,1). La visión del infierno, literal y local, responde a la mentalidad de la época. En realidad, el “fuego” es una imagen del juicio: “En su mano tiene el bieldo para limpiar su era y recoger el trigo en su granero; la paja la quemará con fuego que no se apaga” (Lc 3,17).

Índice de libros prohibidos. Lo publica en 1559 el inquisidor Fernando de Valdés: “Cuando se quitaron muchos libros de romance que no se leyesen, yo (lo) sentí mucho, porque algunos me daba recreación leerlos”, “me dijo el Señor: No tengas pena, que yo te daré libro vivo” (26,6). Teresa no tuvo acceso a la Biblia, pues estaba en latín. Sin embargo, en sus escritos aparecen “unas quinientas referencias a la Biblia”, dice Ana María López en su libro “Experiencia de fe en Teresa de Jesús”, ”unos doscientos (textos) del Antiguo Testamento y trescientos del Nuevo”, “la palabra de Dios le llega a través de los Padres, de los libros litúrgicos y de los sermones” (pp. 163 y 98).

El dardo del amor de Dios. Fue en abril de 1560: “Veía un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo en forma corporal”, “veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego; éste me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas; al sacarle, me parecía las llevaba consigo y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos grandes quejidos y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que con Dios. No es un dolor corporal, sino espiritual” (Vida, 29, 13).

Discernimiento. Las visiones son cosa de Dios. El jesuita Diego de Cetina le “dijo ser espíritu de Dios”, “qué sabía si por mis medios quería el Señor hacer bien a muchas personas” (23,16). Francisco de Borja “después que me hubo oído, díjome que era espíritu de Dios” (24, 4). Fray Pedro de Alcántara “dijo que no tuviese pena, sino que alabase a Dios”, “era espíritu suyo”, “dejóme con grandísimo consuelo y contento” (30, 2-7).

La reforma del Carmelo. El convento de San José se inauguró el 24 de agosto de 1562: “Fue el Señor servido que, día de san Bartolomé, tomaron hábito algunas y se puso el Santísimo Sacramento, y con toda autoridad y fuerza quedó hecho nuestro monasterio del gloriosísimo padre nuestro san José, año de mil y quinientos y sesenta y dos” (36,5). La reforma del Carmelo estaba en marcha: “Determiné hacer eso poquito que era en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese, y procurar que estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo” (Camino de perfección, 1,2).  En el verano de 1567 Teresa se encuentra con fray Juan (1542-1591) en Medina: “Hablándole, contentóme mucho y supe de él cómo se quería también ir a los cartujos. Yo le dije lo que pretendía y le rogué mucho esperase hasta que el Señor nos diese monasterio”, “él me dio la palabra de hacerlo con que no se tardase mucho” (Fundaciones, 3,17).

Oración vocal y mental. Dice a sus monjas: “Para vosotras lo uno y lo otro” (Camino de perfección, 36,3). Oración mental: “No me estéis hablando con Dios y pensando en otras cosas, que esto es lo que hace no entender qué es oración mental” (38,2), “es muy posible que rezando el Paternoster os ponga Dios en contemplación perfecta si le rezáis bien; que por estas vías muestra que oye al que le habla, y le habla Su Majestad suspendiéndole el entendimiento y atajándole el pensamiento, y tomándole -como dicen- la palabra de la boca” (41,1). Recogimiento: “Llámase recogimiento, porque recoge el alma todas las potencias y se entra dentro de sí con su Dios”, “allí metida consigo misma puede pensar toda la Pasión” (47,1), “siempre yo he sido aficionada y me han recogido más las palabras de los Evangelios” (35,4). Oración de quietud: “Es un ponerse el alma en paz o ponerla el Señor con su presencia” (53,2). Una caricatura de los “recogidos” eran los “dejados”, conocidos como “alumbrados”. Todos estos grupos contaban con judíos conversos o hijos de conversos.

Las moradas. En 1577 escribe “Moradas del castillo interior”. El alma es “como un castillo”, donde hay “muchos aposentos”, “como en el cielo hay muchas moradas” (Jn 14,2), “unas en lo alto, otras en bajo, otras a los lados, y en el centro de todas estas tiene la más principal, que es adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma” (Moradas I, 1,1-3). Estas cosas “en lo muy interior del alma quedan grabadas y jamás se olvidan”, “como hizo Jacob cuando vio la escala” (Gn 28,12), “con ella debía entender otros secretos” (VI, 4,6). En las primeras moradas “aunque están muy metidas en el mundo, tienen buenos deseos y alguna vez, aunque de tarde en tarde, se encomiendan a nuestro Señor”, “entran en las primeras piezas de las bajas” (I, 1,8). En las segundas “su Majestad es muy buen vecino y tanta su misericordia y bondad que aun estándonos en nuestros pasatiempos… una y otra vez no nos deja de llamar para que nos acerquemos a Él” (II, 1,2). En las terceras el amor “no ha de ser fabricado por nuestra imaginación, sino probado por obras; y no penséis que ha menester nuestras obras, sino la determinación de nuestra voluntad” (III, 1,7).

En las cuartas moradas “como buen pastor, con un silbo tan suave que aun casi ellos mismos no entienden, hace que conozcan su voz”, “no penséis que es por el entendimiento adquirido”, “bueno es esto y excelente manera de meditación”, pero “no está en nuestro querer, sino cuando Dios quiere nos hace esta merced” (IV, 3,3).  En las quintas “paréceme a mí que la unión no llega a desposorio espiritual, sino como por acá cuando se han de desposar dos, se trata de si son conformes” (V, 4,4). En las sextas “el alma ya queda herida del amor del Esposo”, “ya el alma bien determinada queda a no tomar otro esposo”, pero el Esposo “aún quiere que lo desee más” (VI,1,1), “les parecerá a algunas almas que no pueden pensar en la Pasión”, pero “si pierden la guía -que es el buen Jesús- no acertarán el camino” (VI, 7,6). En las séptimas “se le muestra la Santísima Trinidad, todas tres Personas”, “y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor, que vendría Él y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma (Jn 14,23)”. Es el “matrimonio espiritual”, “queda el alma con su Dios en aquel centro”. Dice san Pablo: El que se arrima y allega a Dios se hace un espíritu con Él (1 Co 6,17), y también dice:  Para mí vivir es Cristo y una ganancia el morir (Fil 1,21; VII, 1,7 y 2,2-6).

La barrera dogmática. Lo escribe en 1575. Estando en oración después de comulgar “comenzó a inflamarse mi alma, pareciéndome que claramente entendía tener presente a toda la Santísima Trinidad en visión intelectual”, “entendía aquellas palabras que dice el Señor, que estarán con el alma que está en gracia las tres divinas personas (Jn 14,23), porque las veía dentro de mí por la manera dicha” (Cuentas de Conciencia, 14,1). Sin embargo, “como yo estaba mostrada a traer sólo a Jesucristo, siempre parece me hacía algún impedimento ver tres Personas -aunque entiendo es un solo Dios- y díjome hoy el Señor, pensando yo en esto: que erraba en imaginar las cosas del alma con la representación que las del cuerpo, que entendiese que era muy diferente” (15,1; ver Moradas VII, 1,7). Un impedimento había. Lo que el Señor dice es esto: “Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23). Además, en el Evangelio, el Esposo es el Señor (Mt 25,1-13; Jn 3,29).

La Inquisición. El riesgo existía: “Iban a mí con mucho miedo a decirme que andaban los tiempos recios y que podría ser me levantasen algo y fuesen a los inquisidores”, “dije que de eso no temiesen, que harto mal sería para mi alma si en ella hubiese cosa que fuese de suerte que yo temiese a la Inquisición, que si pensase que había para qué, yo me la iría a buscar, y que si era levantado, que el Señor me libraría y quedaría con ganancia” (Vida, 33,5). En mayo de 1574, Teresa se lleva a sus monjas a Segovia para no permitir a la princesa de Éboli vivir a su antojo en el convento de Pastrana, que era de su propiedad. Entonces la princesa denuncia el libro de la Vida a la Inquisición. El inquisidor mayor es Gaspar de Quiroga, arzobispo de Toledo: “De mis papeles hay buenas nuevas. El inquisidor mayor mismo los lee”, “dijo a doña Luisa (de la Cerda) que no había allí cosa que ellos tuviesen que hacer en ella, que antes había bien que mal” (Ávila, 27-2-1577).

Visiones. En 1576 la Inquisición examina en Sevilla el espíritu de la Santa. Ella escribe dos relaciones. En una de ellas dice: “Jamás hizo cosa por lo que entendía en la oración; antes cuando le decían sus confesores que hiciese lo contrario, lo hacía sin ninguna pesadumbre, y siempre les daba parte de todo”. Las visiones no son alucinaciones: “Nunca con los ojos del cuerpo vio nada, como ya está dicho, sino con una delicadeza y cosa tan intelectual, que algunas veces pensaba a los principios si se le había antojado; otras no lo podía pensar” (Cuentas de conciencia, 53, 15-21).

El Tostado. En las Cartas Teresa alude una y otra vez al inquisidor Jerónimo Tostado. El Tostado trae un “motu” del papa que “no hay más que pedir para el propósito de los calzados” (Sevilla, 9-5-1576), “nos ha librado Dios del Tostado” (Toledo, 7-9-1576), al Tostado, “servirle y obedecerle; mas no en esto, que sería destruirnos del todo” (Toledo, 6-2-1577), “todavía tenemos miedo a este Tostado, que torna ahora a la Corte, encomiéndelo a Dios” (Toledo, 19-2-1577), “por orden del Tostado vino aquí el provincial de los calzados a hacer la elección -ha hoy quince días- y traía grandes censuras y descomuniones para las que me diesen a mí voto” (Ávila, 22-10-1577), “a las monjas de la Encarnación las han absuelto después de haber estado casi dos meses descomulgadas”, “mandó el rey que el nuncio las mandase absolver” (Ávila, 10-12-1577).

Fray Juan de la Cruz. Por mandato del Tostado, “ha más de un mes que prendieron los dos descalzos que las confesaban”. Uno de ellos es fray Juan: “Todos le tienen por santo”, “témese que los tienen apretados, y temo algún desmán”. El Tostado “está admitido ya por vicario en ese reino, y sería recia cosa caer en sus manos, en especial yo” (Ávila, 16-1-1579). Teresa lamenta “lo que han hecho con fray Juan”, “nueve meses estuvo en una carcelilla” (Ávila, 28-8-1578). Teme lo que pueda suceder en Roma: “Todos estamos acá en que no vayan frailes a Roma”, “cuando acá no pudimos remediar a fray Juan, ¿qué será allá?” (Ávila, 15-10-1578), “procure vuestra paternidad que lo regalen en Almodóvar”, “quedan pocos a vuestra paternidad como él, si se muere” (Ávila, octubre 1578), ”en gracia me ha caído, hija, cuán sin razón se queja, pues tiene allá a mi padre fray Juan de la Cruz, que es un hombre celestial y divino”, “no creerá la soledad que me causa su falta” (Ávila, noviembre 1578). El nuncio Felipe Sega excomulgó a los que participaron en el capítulo de Almodóvar, también a fray Juan.  

Nada te turbe. El 15 de octubre de 1582 Teresa muere en Alba de Tormes repitiendo estas palabras: “En fin, Señor, soy hija de la Iglesia”. Escribe Albino Luciani en la carta que le dirige: “Lo repetiste con voz apagada en el mismo lecho de muerte. Y durante tu vida trabajaste incansablemente para la Iglesia y con la Iglesia, ¡aceptando, incluso, el sufrir algo de la Iglesia!” (Ilustrísimos señores, 1978). En medio de los “trabajos y persecuciones” (Vida, 33,4), Teresa mantiene la paz, la calma, la confianza en Dios. Su profunda fe se expresa claramente en el poema que se le atribuye: Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda”, “sólo Dios basta”.

Jesús López Sáez