En el principio era la palabra
 

-  PARABOLA DE LA RUEDA.

Modelo ecuménico


La parábola de la rueda es una parábola ecuménica. Lo dijimos en "El día de la cuenta" (DDC,  2002): "En la parábola de la rueda, no se trata de que el radio anglicano se convierta al romano o que este se convierta al griego. No, se trata de que cada radio se convierta al eje que es Cristo y allí, unos y otros, nos encontraremos. Así de sencillo, se encuentre cada uno donde se encuentre" (p. 395).
Durante muchos años, se ha orado por la conversión de los demás. Así, ya se ve, no se va a ninguna parte. Todo sigue, más o menos, igual. Es decir, seguimos como siempre: “No hay que engañarse. La unidad de los discípulos, por la que ora Cristo, es problema de conversión”. La unidad supone para todos una vuelta al Evangelio. Para ello, dice el Concilio, "todos examinan su fidelidad a la voluntad de Cristo acerca de la Iglesia y, como es debido, emprenden con energía la obra de renovación, y aun la de reforma" (UR 4). Cada cual ha de revisar su propia tradición a la luz de la Escritura. La parábola de la rueda es un nuevo modelo ecuménico.
En la Comunidad de Ayala (volviendo a las fuentes, una de las grandes inspiraciones conciliares) recordamos vivamente el motivo por el que Juan XXIII convocó el Concilio: “La obra del nuevo Concilio Ecuménico tiende sólo y únicamente a hacer brillar en el rostro de la Iglesia de Jesús los rasgos más bellos y más puros de su origen” (13-11-1960). Hay que volver a la experiencia de las primeras comunidades cristianas.
Sigue valiendo el aviso del teólogo alemán M. Schmaus: “Como lo muestran algunos ejemplos históricos, hay que contar con que a veces se introducen elementos no cristianos e incluso anticristianos en la conciencia general de los creyentes”. Entonces, si la Escritura no entra en función como “norma crítica”, no sólo se puede producir una “confusión en la fe” sino también “una incalculable catástrofe humana” (M. Schmaus, El Credo de la Iglesia Católica I, Rialp, Madrid, 1970, p. 205).
La gloria del olivo
En el ámbito judeo-cristiano pasar del anatema al diálogo es ya un paso, pero se puede dar un paso más, volviendo a las fuentes: podemos pasar del diálogo a la comunión por la conversión al Dios vivo, que habla de muchas  maneras en la historia humana. Para vivir el Evangelio, Jesús no abandona su propia religión, la judía, y los apóstoles tampoco. Las primeras comunidades cristianas son ramas del olivo judío. Las comunidades gentiles son ramas injertadas en el olivo judío (Rm 11,16-24). El olivo, típico de Palestina, simboliza al pueblo de Dios, en el que brota y se inserta el cristianismo naciente.
Como la vuelta de Elías en tiempo de Jesús (Mt 17,10), la “lista de los papas” que se atribuye a San Malaquías es un mito, pero puede aprovecharse. “Elías vino ya, dice Jesús, pero no le reconocieron, sino que hicieron con él cuanto quisieron”, “entonces los discípulos  comprendieron que se refería a Juan el Bautista” (17, 12-13). Dejando a un lado el mito, Jesús proclama la profecía. Pues bien, los últimos lemas de la lista tienen inspiración bíblica y sugieren una vuelta a las fuentes, como quiso el Concilio. Uno de esos lemas es "la gloria del olivo", que podría convertirse en profecía ecuménica.
Ciertamente, la gloria del olivo resplandece en Cristo. Y la unidad de las Iglesias, objetivo del Concilio, sólo puede cumplirse por una vuelta (conversión) al Evangelio. Ello implica una revisión de la propia tradición a la luz de la palabra de Dios. Como dice el Concilio, “El Magisterio no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio” (DV 10). En caso de discrepancia entre el Evangelio y la tradición, debe ceder la tradición. “No puede fallar la Escritura” (Jn 10,35), dice Jesús. Obviamente, para realizar al máximo nivel una revisión semejante, estaría indicado un nuevo concilio.
La vuelta al Evangelio implica también una revisión de lo que significa ser Papa. "A comienzos del tercer milenio, al Papa se le pide una forma de ejercer su función, realmente evangélica y ecuménica: proclamar la palabra de Dios, toda la palabra y nada más que la palabra, sin imponerla por la fuerza" (DDC, p.29). Si así lo hiciera, lo haría “en medio de la persecución”, al fin y al cabo, riesgos del oficio (Mc 10,30). Sin embargo, se haría posible un sueño: la llegada de "Pedro Romano", Pedro Segundo, que (este sí) se parecería al primero y sería testigo del evangelio de Cristo.
La reconciliación pendiente
Hace 50 años terminó el Concilio. Este gran acontecimiento del siglo XX tuvo dos grandes objetivos, que – a gran escala – están todavía pendientes de verdadera realización y efectivo cumplimiento. El Concilio quiso la renovación de la Iglesia, siguiendo el modelo de la primera comunidad cristiana (Hch 2,42-47;LG 13;DV 10; Juan XXIII, 13-11-1960). El Concilio quiso la reconstrucción de la unidad entre los cristianos (UR 1). Si se quiere tomar en serio estos grandes objetivos conciliares, nuestra iglesia (también las otras) debe revisar la propia tradición a la luz de la palabra de Dios, a la luz del Evangelio. En este sentido, se necesita un nuevo concilio, un re-concilio que haga posible la reconciliación pendiente.
Jesús afronta un problema semejante. En medio del judaísmo convencional asume la llamada de Juan: "Raza de víboras”, “dad frutos dignos de conversión, y no andéis diciendo en vuestro interior: Tenemos por padre a Abraham" (Lc 3,8). La fe no se recibe por herencia. Se requiere una respuesta personal. De modo semejante, en medio del cristianismo convencional irrumpe la llamada del Evangelio. No vale decir: "Somos católicos o somos cristianos de toda la vida". Hace falta otra cosa. La renovación eclesial es profundamente necesaria. El "vino nuevo" del Evangelio debe echarse en "pellejos nuevos" (Mc 2,22).  
Es preciso escuchar lo que el espíritu dice a las iglesias (Ap 3,22). Desde hace 50 años, se está produciendo un hecho inexorable, que para muchos resulta desconcertante: el desmoronamiento de la vieja cristiandad. Podríamos decirlo en plural. ¿Cuál es la causa de ese desmoronamiento? El diagnóstico lo hace el Concilio: "El género humano se halla hoy en un período nuevo de su historia, caracterizado por cambios profundos y acelerados, que progresivamente se extienden al universo entero" (GS 4). Hay que "escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio". No es culpa del Concilio, ni de una interpretación inadecuada del mismo.
La vieja cristiandad, con sus ruinas seculares, se desmorona. No aguanta la sacudida del terremoto, los cambios profundos y acelerados del mundo contemporáneo. Lo dijo Juan Pablo I a su consejero teológico don Germano: “Tú eres testigo. El Concilio no rompió las barreras de contención, como se decía y se sigue diciendo todavía por mentes desafortunadas. No fue la causa del derrumbe de ideas y valores, de reglas, tradiciones y costumbres hasta entonces válidas e intocables. El Concilio llegó por voluntad de Dios a un mundo en rápida transformación cultural, social y religiosa” (Bassotto, 132).
En esa situación de crisis llega el Concilio y remite a las fuentes de la experiencia comunitaria como modelo de renovación eclesial. El Concilio ve en la experiencia comunitaria de los orígenes (Hch 2,42-47) el modelo no sólo de la vida religiosa (PC 15,1), de la de los misioneros (AG 25,1) y de los sacerdotes (PO 17,4 y 21,1), sino de todo el santo pueblo de Dios (LG 13,1;DV 10,1). Así nace, así renace, así se renueva la Iglesia: volviendo al cenáculo (Hch 1,13-14 y 21), a Pentecostés, a la experiencia comunitaria de los Hechos de los Apóstoles.
Hay que permanecer atentos a los signos de los tiempos, discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos de los cuales participamos juntamente con nuestros contemporáneos "los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios", dice el Concilio (GS 11). Ahora, 50 años después, tenemos perspectiva. Lo que está sucediendo (en todas las Iglesias) está dentro del plan de Dios. El juicio de la vieja cristiandad está en acción. Quedará un resto: "Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde" (Sof 3,12). Afecta a todas las Iglesias. Cada confesión cristiana ha de revisar su propia tradición a la luz del Evangelio. La movilidad del mundo contemporáneo nos lleva a encontrarnos. Ahora podemos constatar el lastre de cada tradición. Ahora podemos verificar lo que se lleva el viento de la renovación. Ahora podemos compartir la experiencia del Evangelio.  
Jesús López Sáez