En el principio era la palabra
 

Jon Sobrino

COMPAÑEROS DE JESÚS
Los mártires de El Salvador


Muchas veces me ha tocado escribir inmediatamente después de que ocurriera alguna tragedia en El Salvador:  el asesinato de Rutilio Grande, de Monseñor Romero, de las cuatro religiosas norteamericanas, por citar los casos más impactantes.  En todas estas ocasiones se juntaban dolor e indignación.  De alguna forma, sin embargo, los sobrevivientes lográbamos transformar relativamente pronto todos esos sentimientos en esperanza y en servicio; en mi caso, escribir y analizar teológicamente los acontecimientos, como suele decirse.  Esta vez ha sido distinto.  Para escribir se necesita claridad en la cabeza y aliento en el corazón; pero en este caso, durante varios días, la cabeza se me quedó vacía y el corazón, ciertamente, se me quedó helado.
Ahora, algunos días después, cuando poco a poco vuelve la serenidad, me pongo a escribir estas reflexiones.  Lo hago como homenaje agradecido pequeño e innecesario- a mis seis hermanos mártires; y lo hago también por si proporciona luz y ánimo a los que seguimos en este mundo, mundo cruel que mata a los pobres y a quienes echan su suerte con ellos, y mundo que quisiera matar también la esperanza de los vivos y paralizarlos.
Escribo de forma personal, pues en estos momentos, cuando todavía está muy fresco el recuerdo de mis hermanos asesinados, no sabría hacerlo de otra manera.  Más adelante habrá que interpretar lo sucedido más reposada y analíticamente, pero ahora quizá de esta forma, bajo el impacto de dolor y del sentimiento de pérdida, pueda comunicar también un poco lo que han experimentado centenares de miles de salvadoreños.  De 70 a 75.000 son los muertos en el Salvador; pero ahora, cuando me ha tocado de tan cerca, he sentido algo del dolor y la indignación que han debido sentir tantos salvadoreños, campesinos, obreros, estudiantes, sobre todo madres, esposas, hijas, cuando les han asesinado a sus seres queridos.
En un primer momento, voy a narrar con sencillez lo que sentí al enterarme de la noticia y durante los primeros días, en forma muy personal, como he dicho.  Estas experiencias no tienen mayor importancia en sí misma, pues es sólo una gota en el mar de lágrimas que es El Salvador, pero quizá sirva para comunicar el llanto del pueblo salvadoreño.  Después ofreceré unas reflexiones globales sobre mis compañeros y sobre varias cosas importantes con las que me confronta su martirio.  Hablaré de ellos como grupo, sobre todo de los cinco que trabajaban en la UCA, a quienes mejor conocí;  y si voy a mencionar un poco más a Ignacio Ellacuría, es porque con él conviví más tiempo y fue él quien más habitualmente ponía en palabra lo que estos jesuitas aceptaban como fundamental en sus vidas y trabajos.

1.  LA TERRIBLE NOTICIA
Desde el 13 de Noviembre estaba yo en Hua Hin, a unos 200 kilómetros de Bangkok (Tailandia), dando un breve curso de Cristología.  Seguía por radio los trágicos acontecimientos de El Salvador y había logrado hablar por teléfono con los jesuitas.  Todos estaban bien, me dijeron, y Ellacuría ya había regresado de Europa y había entrado en el país sin problemas.  Ese mismo lunes 13, la fuerza armada había registrado nuestra casa, cuarto por cuarto, y el Centro "Monseñor Romero" de la UCA, pero sin mayores consecuencias.
A última hora de la noche del 16 de noviembre -serían las 11 de la mañana en San Salvador-, un sacerdote irlandés me despertó. Había oído, medio dormido, las noticias de la BBC que hablaban de que algo serio les había sucedido a los jesuitas de la UCA en el Salvador.  Para cerciorarse, llamó por teléfono a Londres, y entonces me despertó.  "Ha sucedido algo terrible", me dijo.  "No está  muy claro, pero parece que han asesinado a algún Jesuita de la UCA, no sé si es el rector.  Desde Londres te informarán mejor".
De camino al teléfono pensé, aunque no quería aceptarlo, que habían asesinado a Ignacio Ellacuría, y pensé cuántas veces habíamos temido que eso ocurriera.  Realmente Ellacuría había sido, sin demagogia, con objetividad, con la palabra de verdad y con la valentía y tenacidad que siempre le caracterizaron, un auténtico profeta en sus escritos y, cada vez más públicamente por televisión.  Hacía poco tiempo, una señora del pueblo me había dicho después de verle en televisión:  "Desde que asesinaron a Monseñor, nadie ha hablado tan claro en el país".  Todos estos pensamientos pasaron por mi mente durante el breve camino al teléfono.
Al otro lado del teléfono, en Londres, me hablaba un gran amigo mío y de todos los jesuitas en El Salvador y un gran solidario con el país y con la Iglesia. Comenzó con estas palabras:  "Ha ocurrido algo terrible".  "Ya sé", le contesté, "Ellacuría".  Pero no sabía.  Me preguntó si estaba sentado y si tenía algo para escribir.  Le dije que sí, y entonces me contó lo que había sucedido.  "Han asesinado a Ignacio Ellacuría".  Me quedé en silencio y no escribí nada, pues ya me lo temía.  Pero mi amigo continuó: "Han asesinado a Segundo Montes, Ignacio Martín Baró, Amando López, Juan Ramón Moreno y Joaquín López y López".  Mi amigo leía los nombres despacio, y cada uno de ellos iba resonando como un martillazo que yo recibía en total impotencia.  Yo los iba escribiendo, esperando que la lista terminase después de cada nombre que iba mencionando.  Pero no, a cada nombre seguía otro, y así hasta el final.  Toda la comunidad, toda mi comunidad había sido asesinada.  Además también fueron asesinadas con ellos dos mujeres.  Vivían en una casita que estaba a la entrada de la universidad y, por miedo a la situación, pidieron a los padres pasar la noche en nuestra casa, donde se sentían más seguras.  También ellas fueron asesinadas inmisericordemente.  Sus nombres son Julia Elba, cocinera de los jesuitas durante años, y su hija Celina, de 15 años.  Como en el caso de Rutilio Grande, en que fueron asesinados con él dos campesinos, también aquí murieron con los jesuitas dos sencillas mujeres del pueblo salvadoreño.
Después mi amigo de Londres me fue dando detalles que iban dando los cables internacionales.  Los autores fueron alrededor de 30 hombres vestidos de militar.  Me dijo que a tres de los jesuitas los habían sacado al jardín y allí los habían torturado y ametrallado.  A los otros tres y a las dos mujeres los habían ametrallado en sus camas.  Mi amigo no sabía cómo continuar hablando.  Como muchos otros esos días, no tenía palabras para expresar lo ocurrido.  Procuró darme unas palabras de consuelo y de solidaridad y terminó preguntándose qué extraña providencia había permitido que yo no estuviera en nuestra casa en aquellos momentos.
Pasé varias horas, mejor dicho, varios días, sin poder reaccionar.  Como he dicho al principio, en otras ocasiones trágicas relativamente pronto recobrábamos el ánimo y se apoderaba de nosotros un sentido de servicio que nos hacía activos, lo que alguna forma aliviaba nuestro dolor y desviaba de nuestra cabeza escenas de terror.  Las misas que celebrábamos por los mártires nos llenaban incluso de gozo.  Pero esta vez para mí fue distinto.  La distancia me hacía sentirme impotente y solo.  Y, sobre todo, los seis jesuitas asesinados era mi comunidad, eran de verdad mi familia.  Juntos habíamos vivido, trabajado, sufrido y gozado durante muchos años.  Y ahora todos estaban muertos.
Creo que nunca he sentido nada semejante.  Al sacerdote irlandés que me acompañó aquella noche le dije que era lo más importante que me había sucedido en la vida.  Y creo que no es exageración.  Mis largos años en El Salvador, mis trabajos, incluso con riesgos y conflictos, el haber pasado por situaciones difíciles, más aún, mi propia vida religiosa y sacerdotal, me parecían cosas mucho menos decisivas que la muerte de mis hermanos, y poco reales en comparación con esas muertes.  Experimenté un corte real en mi vida y un vacío que se llenaba con nada.  En aquellos momentos recordé el pasaje bíblico de las madres de los niños asesinados que lloraban sin encontrar consuelo.  Cuando venían a mi mente las cosas de mi vida normal, escribir, dar charlas y clases, las cosas que he hecho en los últimos 16 años en El Salvador y lo que podía hacer en el futuro, todo me parecía cosa irreal que nada tenía que ver con la realidad.  La realidad más real -como he escrito muchas veces desde El Salvador- es la vida y la muerte de los pobres.  A miles de kilómetros de distancia, y aunque yo estaba vivo, la muerte de mis hermanos me confrontaba con una realidad en comparación con la cual todo lo demás me parecía poca cosa, nada.  O, por decirlo más exactamente, con una realidad que me forzaba a mirar desde ella todo lo demás.  La Iglesia, la Compañía, la fe, no eran para mí realidades en esos momentos desde las cuales -como distantemente pudiera yo comprender o interpretar su muerte, sino al revés:  desde esas muertes todas esas realidades se me hacían pregunta, y poco a poco, lo digo con agradecimiento,  también respuestas a lo que es lo más fundamental de nuestras vidas: Dios, Jesús, la vocación, el pueblo salvadoreño.
Me preguntaba también por qué estaba yo vivo, y la misma pregunta me hizo el sacerdote irlandés que estaba conmigo. Se me ocurrió ponerlo en palabras tradicionales: "no soy digno".  Pero en verdad no había respuesta al por qué, y tampoco me ocupó largo tiempo ese pensamiento.  Nunca será lo mismo la UCA ni nunca seré yo el mismo. Después de tantos años de vivir y trabajar con esos hermanos, se me había hecho como segunda naturaleza contar con ellos para mi propia vida y trabajo. Cualquier idea, cualquier plan que me venía a la cabeza, siempre terminaba en lo mismo: ya no están.  Ya no está Ellacuría para terminar el libro que estábamos editando juntos; ya no está Juan Ramón para organizar el curso de enero sobre Monseñor Romero; ya no está Amando para terminar el próximo número de la Revista latinoamericana de Teología;  ya no está Nacho para dar el curso de psicología de la religión que le había pedido para la Maestría en Teología; ya no está Montes para conocer los problemas de los refugiados y de los derechos humanos;  ya no está Lolo -así llamábamos al P. Joaquín López y López-, silencioso normalmente, pero con gran olfato para conocer qué piensa y qué espera la gente pobre con la que trabajó en "Fe y Alegría".  Los ejemplos que he puesto no son importantes en sí mismos, por supuesto; pero con ello quiero indicar que sentía que había perdido las relaciones inmediatas que me unían a la vida real.  Y recordé que en los años de estudio  de filosofía algún autor -no recuerdo quién- definía no sé si la muerte o el infierno como la ausencia total de relaciones.
Esta fue mi experiencia en las primeras horas y días,.  fue lo más fuerte que sentí, sin ninguna duda, pero tampoco  fue lo único.  A la mañana siguiente, los participantes en el curso se me acercaban y abrazaban en silencio, y muchos de ellos con lágrimas.  Uno de ellos me dijo que la muerte de mis hermanos era la mejor explicación y confirmación de la clase que habíamos tenido el día anterior sobre Jesús, el siervo doliente de Jahvé, y el pueblo crucificado.  El comentario me animó un poco, no porque se refiriera con aprobación a mi teología, por supuesto, sino porque hermanaba a mis hermanos jesuitas con Jesús y con los oprimidos.  Esa misma mañana tuvimos una misa en Hua Hin, con un altar hecho de flores, al bello estilo asiático, donde estaba escrito el nombre de El Salvador y donde había también ocho candelas que personas de diferentes países asiáticos y africanos -que saben de dolor y de muerte- fueron encendiendo mientras yo pronunicaba los nombres de las ocho personas asesinadas.  A la noche, en otra ciudad a cinco horas de carro, tuve otra misa con varios jesuitas y muchos colaboradores laicos que trabajan con refugiados de Viet Nam, Birmania, Camboya, Filipinas, Corea...  Ellos también saben de sufrimiento y pudieron entender lo que ocurría en El Salvador.  El sábado y el domingo, ya en Bangkok, tuve dos charlas -tal como me lo habían pedido de antemano- sobre Jesús y los pobres.  Personalmente, no tenía muchas ganas de hablar, pero pensé que se lo debía a mis hermanos, y nada mejor que hablarles de ellos para presentar hoy la vida y muerte de Jesús de Nazaret por su compromiso con los pobres.  Por cierto, en Tailandia, país con un pequeñísimo número de cristianos, alguien me preguntó con ingenuidad y sin poderlo creer: "¿Y en El Salvador hay católicos que asesinan a sacerdotes?".
No todo fue, pues, oscuridad y soledad.  Empecé a conocer las reacciones en muchos lugares, la solidaridad de muchos jesuitas en todo el mundo, las palabras claras de Monseñor Rivera, la promesa el P. Kolvenbach, nuestro superior general, de venir a El Salvador en Navidad, el ofrecimiento inmediato de varios jesuitas de otros países de venir a El Salvador y proseguir la obra de los asesinados, la misa en el Gesú, iglesia de los jesuitas en Roma, con unos 600 sacerdotes en el altar, otra misa en Munich con más de 6.000 estudiantes, las misas en Estados Unidos, España, Inglaterra, Irlanda y tantas otras en todo el mundo.  Recibí también cartas y llamadas telefónicas, llenas de lágrimas y de dolor, pero llenas de amor y agradecimiento hacia los seis jesuitas.  Y cuando me contaron cómo había sido la misa de entierro, en la capilla de Monseñor Romero y con unos jesuitas decididos a seguir adelante con el trabajo de la UCA, poco a poco me volvió la luz y el ánimo.  Por lo que he ido conociendo, la reacción humana y cristiana a este asesinato ha sido única, sólo comparable quizás a la del asesinato de Monseñor Romero -políticamente, no hay duda de que es el asesinato que ha originado mayor revuelo después de Monseñor Romero-.  En varios países, me dicen, nada ha galvanizado tanto a los jesuitas como estos martirios. Si esto ha sido así, se puede decir sin triunfalismos que este martirio ya ha empezado a producir bienes, y esto es lo que ahora mantiene nuestra esperanza, aunque no desaparece del todo el dolor y el sentimiento de pérdida.
Si he contado esta experiencia, es para decir que ahora entiendo un poco mejor lo que significan las víctimas de este mundo.  Las cifras -70.000 en El Salvador- son escalofriantes, pero cuando esas víctimas tienen nombres concretos y han estado muy cercanas a uno, el dolor es muy grande.  Lo he contado también para decir con sencillez que he querido mucho a esos hermanos asesinados y mártires, y que les estoy muy agradecido por lo que me dieron en vida y por lo que me han dado con su muerte.  Y lo he contado, por último, para que se entienda que lo que voy a decir a continuación -que no tiene nada de espectacular, sino de cosas bien sabidas- lo hago con honradez y sinceridad, sin ninguna rutina, sino con la convicción que le otorga esta trágica circunstancia.  Voy a decir primero unas palabras sobre quiénes eran estos jesuitas, y después haré algunas reflexiones sobre cosas importantes que quedan muy iluminadas por su muerte.

2. ¿QUIENES ERAN?
Muchas cosas podría decir de ellos. Cuando se escriban sus biografías, algunas, como la de Ellacuría, el rector de la universidad, llenarán varios volúmenes, pues su vida, 59 años, fue de una prodigiosa creatividad intelectual, eclesial, religiosa y de análisis político-social.  Otras, como la del P. "Lolo", podrán ser más breves, no porque en su larga vida, 70 años, no hiciera muchas y buenas cosas en el colegio Externado San José, en sus primeros años de la UCA y en sus veinte últimos años al servicio directo de los pobres en "Fe y Alegría", sino porque, por su talante sencillo y humilde, él siempre quería pasar desapercibido.  E infinidad de cosas se dirán de los demás.  Segundo Montes, 56 años, sociólogo, muchos años en el Colegio y en la UCA, investigador de la problemática popular, sobre todo de los refugiados, director del Instituto de Derechos Humanos de la UCA.  Nacho Martín Baró, 47 años, vicerrector académico, psicólogo social atento a la problemática del pueblo pobre, a las consecuencias psico-sociales de la pobreza y de la violencia, a la religiosidad liberadora.  Juan Ramón Moreno, 56 años, maestro de novicios, profesor de teología, subdirector del "Centro Monseñor Romero", que fue, por cierto, parcialmente destruido el mismo día de los asesinatos.  Amando López, 53 años, rector del seminario diocesano de San Salvador, rector del colegio y de la universidad de Managua en tiempos de la revolución sandinista, profesor de teología en la UCA.  Y junto a estos "títulos" habrá que mencionar los desvelos de todos ellos en su vida diaria por atender a la gente popular que se acercaba con sus problemas, su pastoral dominical en parroquias y comunidades pobres, suburbanas y rurales (Santa Tecla, Jayaque, Quezaltepeque, Tierra Virgen), sus desvelos por construir en esos pobres lugares una pequeña clínica, una guardería infantil, o poner un tejado de lámina sobre unos palos para convertirlo en iglesia.  También habrá que escribir las biografías de Julia Elba y Celina, quizá en pocas páginas, pero preñadas de realidad salvadoreña y cristiana, de pobreza y sufrimiento, de trabajo diario para sobrevivir, de esperanza de justicia y de paz, de amor a Monseñor Romero, de fe en el Dios de los pobres.
Sin pretender, pues, ofrecer ahora una biografía de ellos, quisiera decir algunas palabras sobre lo que más me ha impresionado de este grupo de jesuitas como grupo -aunque obviamente existían diferencias entre ellos- y ofrecerlas como la más importante herencia que nos dejan.
Ante todo, eran seres humanos, salvadoreños que intentaron vivir honrada y responsablmente en medio de la tragedia y la esperanza del país. Y aunque no parezca esto suficiente alabanza para mártires gloriosos, por ahí quiero empezar, pues vivir en medio de la realidad salvadoreña, como en toda la del tercer mundo, es, antes que nada, asunto de humanidad, exigencia a todos a responder con honradez a una realidad deshumanizada, que clama por la vida y que en sí misma es cuestionamiento ineludible a nuestra propia humanidad.
Pues bien, estos jesuitas eran muy salvadoreñamente humanos, hombres de una pieza, no como cañas que menea cualquier viento.  Trabajaban de sol a sol, y ahora se habrán presentado ante Dios con sus manos callosas, si no de trabajos físicos, sí de todo tipo de trabajos: clases, escritos, importante aunque monótono trabajo administrativo, misas, retiros, pláticas, entrevistas, viajes y conferencias en el extranjero... A veces con gran brillantez, participando en congresos internacionales, o apareciendo en televisión, hablando con reconocidas personalidades, diplomáticos y embajadores, obispos, líderes políticos y sindicales, intelectuales, recibiendo premios internacionales (Segundo Montes recibió un premio, en un local del congreso de los Estados Unidos, por su investigación sobre los refugiados el día 1 de noviembre; y Ellacuría, pocos días antes de regresar a El Salvador, recibió de manos del alcalde de Barcelona un importante premio otorgado a la UCA).  A veces, en las parroquias, en las comunidades y en sus oficinas, hablando con la gente sencilla, con campesinos y refugiados, con madres de desaparecidos, tratando de resolver los problemas cotidianos de la gente pobre... A veces -la mayor parte de su tiempo- siguiendo la monotonía del calendario -aunque en El Salvador casi ningún día se parece a otro-,  trabajando en el día a día, respondiendo a esa estructura de la realidad que se llama "tiempo", acumulando en ese trabajo diario un gran conocimiento del país y la credibiliad de estar siempre allí en su puesto, lo cual les otrogó un gran prestigio y potenció inmensamente su trabajo y su eficacia.
Eran hombres de espíritu, aunque externamente no eran de los convencionalmente llamados "espirituales".  De Ellacuría aprendí la expresión "pobres de espíritu" para relacionar adecuadamente pobreza y espiritualidad.  A estos jesuitas quisiera llamarles, ante todo, "hombres con espíritu".  Y ese espíritu se manifestó, como san Ignacio dice en la meditación para alcanzar amor, "más en obras que en palabras".
Ante todo, espíritu de servicio.  Si algo quedaba claro de esta comunidad, es su trabajo, hasta tal punto que nos llamaban fanáticos.  Pero un trabajo que era realmente servicio.  En esto fueron ciertamente insignes seguidores de san Ignacio, no pensando en el trabajo como modo de hacer carrera -varios de ellos muy bien pudieron haber sido figuras mundiales en su profesión, y algunos llegaron a serlo, aunque sin buscarlo nunca directamente- ni porque no deseasen paz y descanso.  Pero, dadas las exigencias del país y la creatividad de Ellacuría sobre todo para proponer siempre nuevos planes y no dormirnos nunca en los laureles, el trabajo ea lo que dominaba la comunidad, con las desventajas que eso tiene, pero sobre todo con el testimonio de una vida dedicada a servir.  Casi todos tenían trabajo pastoral en parroquias y comunidades pobres los domingos, después de una semana agotadora, y muchos sábados y domingos por la tarde se les podía ver trabajando en sus oficinas.  Recuerdo, por ejemplo, que a veces surgía la discusión sobre terminar el trabajo semanal de la UCA el viernes por la tarde, y no el sábado a mediodía, como en realidad lo hacemos, pero la discusión terminaba siempre con estas palabras: "Eso es para el primer mundo.  En un país  pobre como el nuestro, hay que trabajar más, no menos".  De hecho, hasta el concepto mismo de vacaciones, y nada digamos de "año sabático", llegó a desaparecer de nuestras vidas.  Y aunque este trabajo, realmente excesivo, tiene también su aspecto deshumanizante y costos para la salud, así vivían estos hombres, porque el desvivirse trabajando era cuestión de humanidad, de responder a las innumerables y urgentes exigencias de la realidad salvadoreña.  Recuerdo que, cuando el P. Kolvenbach nos visitó a los jesuitas de El Salvador en 1988 -visita muy animante que agradecimos sinceramente-, nos recomendó, como a él le toca hacerlo, que no trabajásemos en exceso, que cuidásemos las fuerzas y la salud.  Y recuerdo que alguien de la comunidad contestó que en situaciones como las nuestras hay que estar indiferente a salud o enfermedad, a vida corta o larga, como dice san Ignacio en el Principio y Fundamento.  No es que no comprendiésemos y agradeciésemos lo que nos decía el P. Kolvenbach, pero queríamos insistir en que la realidad salvadoreña -no sólo pensamientos ascéticos o místicos- exige esa indiferencia y esa disponiblidad a dejar la vida y la salud hecha jirones. Exagerados o no, estos hombres vivieron en el trabajo la forma de servir y de responder a la realidad salvadoreña.
Este trabajo, sin embargo, tenía una finalidad muy determinada: el servicio a los pobres.  Cuando usábamos lenguaje religioso, hablábamos de los pobres, los privilegiados de Dios. Cuando usábamos lenguaje histórico salvadoreño, hablámos de las mayorías populares.  En realidad es una misma cosa: el servicio a millones de hombres y mujeres que llevan una vida indigna de seres humanos y de hijos e hijas de Dios.  En este servicio hay que encontrar lo más profundo de sus vidas y por ello puede decirse que este grupo de jesuitas tenían en verdad espíritu de compasión y misericordia.  Si trabajaban como fanáticos y corrían riesgos muy conscientemente, es porque se les removían las entrañas -como al buen samaritano, como a Jesús y como al Padre celestial- al ver a todo un pueblo herido en el camino.  Nunca dieron un rodeo, como el sacerdote y el levita de la parábola. Nunca dijeron que no a cualquier petición de la gente, mientras fuese posible complacerles.  Nunca buscaron subterfugios en el trabajo académico para no hacerlo, como si el saber universitario no estuviera también sometido a la exigencia primaria ética y práxica de responder al clamor de las mayorías populares.  Por eso, la fuente exigente e inspiradora de todo su trabajo y de todo su servicio fue esa compasión y misericordia que se les convirtió en algo verdaderamente primero y último. El lenguaje que usaban como universitarios era el de "justicia", "transformación de estructuras", "liberación", incluso, bien entendido, el de "revolución"; pero no era éste un lenguaje frío, puramente ideológico o político, sino que detrás de él estaba el lenguaje de verdadero amor hacia el pueblo salvadoreño, el lenguaje de la misericordia.  Con este pueblo y para este pueblo vivieron muchos años.  Y de este pueblo todos ellos hicieron su pueblo, habiendo nacido, con la excepción del Padre "Lolo", en España. "Tu pueblo será mi pueblo", como dice la Escritura.

Eran hombres con espíritu de fortaleza.   Tenían temple y aguante para todo, para los duros y constantes trabajos, para atender a los miles y un problemas que diariamente pasaban por la universidad, los que eran estrictamente de la universidad y los que a diario genera el país y que llegaban a la universidad.  Así, tenían que mezclar clases con ayuda urgente a algún refugiado o desaparecido, tenían que interrumpir mil veces los escritos que tenían entre manos con llamadas y visitas.  No había mucha paz externa para trabajar, a veces parecía que las espaldas no eran ya suficientemente anchas para aguantar todo lo que se venía encima; pero no se aislaban ante los problemas ni desfallecían.

Y tenían fortaleza para mantenerse en los conflictos y persecuciones.  En los últimos quince años abundaron las amenazas en las llamadas telefónicas y cartas anónimas, y sobre todo en los periódicos, con acusaciones alucinantes en editoriales, campos pagados -a veces de la fuerza armada- que terminaban de una u otra forma insinuando o pidiendo claramente la expulsión o la aniquilación de estos jesuitas.  En los últimos meses aparecieron claras amenazas en la prensa y la televisión, sobre todo contra Ellacuría y Segundo Montes.  Las últimas amenazas fueron por radio, cuando desde el 12 de noviembre todas las emisoras estaban en cadena gubernamental y proferían amenazas contra ellos y el arzobispo.

Y junto a las amenazas verbales, los ataques físicos.  Desde el 6 de enero de 1976 -recuerdo muy bien la fecha- , en que estalló la primera bomba en nuestra universidad, en otras quince ocaciones han puesto bombas, en la imprenta, en el centro de cómputo, en la biblioteca, en el edificio de administración.  La última estalló el 22 de julio de este año, destruyendo parcialmente la imprenta.   En nuestra propia  casa, la policía entró cuatro veces, y la última vez estuvo allí once horas.  En febrero de 1980 la casa fue fuertemente ametrallada a la noche, y en octubre de ese mismo año fue dinamitada dos veces: el día 24 y, tres días después, el 27.  En 1983 una nueva bomba explotó  en nuestra casa; esta vez por defender el diálogo como solución más humana y cristiana para el país.  Trágica ironía, pero en aquellos días la misma palabra (diálogo) era sinónimo de traición.

Su servicio a las mayorías populares era, pues, muy consciente de los riesgos que traía consigo.  Y ese riesgo lo asumieron con absoluta naturalidad, sin halaracas, ni siquiera tras un especial discernimiento espiritual, pues sólo se discierne lo que no está claro, y para estos hombres era absolutamente claro que tenían que proseguir su trabajo en el país.   Por ello permanecieron en el Salvador, y nunca les ecuché que pensasen abandonarlo ante tantas amenazas y peligros; y quizás el mero hecho de quedarse en el país fue un gran servicio para mucha gente que se hubiese ido si ellos hubiesen abandonado el país.  En 1977, después de que asesinaron a Rutilio Grande, todos los jesuitas fuimos amenazados de muerte.   En las listas de personas peligrosas siempre estaban varios nombres de los jesuitas de la UCA.  Y recuérdese que en el Salvador se llegó a lanzar folletos por la calle con estas palabras:

''Haga patria, mate un cura''.  Algunas temporadas solíamos pasar la noche en casa de religiosas y de familias amigas, pero a la mañana siguiente todos volvíamos a nuestro trabajo de la UCA.  Sólo en noviembre de 1980 salió del país Ellacuría bajo protección de la embajada española, pues su nombre era el primero en una lista secreta con nombres de personas que iban a ser asesinadas.  Y recuérdese que ese año las amenazas eran muy reales; fue el año en que asesinaron a Monseñor Romero, cuatro sacerdotes, cuatro religiosas norteamericanas, un seminarista, el rector de la Universidad  Nacional, los cinco máximos dirigentes del Frente Democrático Revolucionario y, como siempre, centenares de campesinos, obreros, sindicalistas, estudiantes, maestros, médicos, periodistas... Ellacuría regresó después al país sin ninguna garantía, asumiendo él mismo todos los riesgos.

No cabe ninguna duda, pues, de que eran hombres de temple, de una pieza, como el pueblo salvadoreño que los fue moldeando y que ha dado un ejemplo al mundo de cómo aguantar infortunios sin cuento, cómo sobrevivir y cómo luchar por la vida, con una creatividad que asombra a todos los que les conocen.  Estos hombres fueron, pues, en verdad salvadoreños, y quisiera añadir que la honradez, el servicio y la fortaleza con que vivieron los recibieron en muy buena medida de este pueblo.  Sus dolores los convirtieron y purificaron, de su esperanza vivieron, y su amor los sedujo para siempre.

Estos hombres eran también creyentes, cristianos.  No lo menciono aquí como cosa obvia y rutinaria, sino como algo central en sus vidas y como algo que en verdad dirigió todas sus vidas.  No eran de los que convencionalmente podríamos llamar el tipo ''piadoso'', repitiendo en el templo ''Señor, SeñorÓ, sino de los que iban a la calle a hacer la voluntad de Dios.  Por ello, cuando en la comunidad hablábamos de cosas de la fe, las palabras eran más bien parcas, pero muy reales.  Solíamos hablar del reino del Dios y del Dios del reino, de la vida cristiana como seguimiento de Jesús, del Jesús histórico, el de Nazaret, pues no hay otro.  En la universidad -en la enseñanza y en los escritos de teología, por supuesto- ,pero también en momentos solemnes y actos públicos, se recordaba nuestra inspiración cristiana como algo central, como lo que daba vida, dirección, ánimo y significado a todos nuestros trabajos, y como lo que explicaba también los riesgos que conscientemente corría la universidad.  Se hablaba con toda claridad del reino de Dios y de la opción por los pobres, del pecado y del seguimiento de Jesús.  Esta inspiración cristiana de la universidad la exponían esos jesuitas sin ninguna rutina, y la gente captaba que en verdad esa inspiración era lo que dirigía la universidad.  Incluso algunos no muy explícitamente creyentes lo captaban y agradecian, porque a través de la fe cristiana así vivida la universidad se hacía más salvadoreña.

Es difícil, por no decir imposible, penetrar en lo más hondo del corazón de esos hombres, en su fe, pero para mí no hay duda de que fueron grandes creyentes y que su vida sólo tenía sentido como seguidores de Jesús.  ¿Cómo era su fe? Pensando en cada uno de ellos, con sus diferentes historias y caracteres, me siento fascinado y agradecido ante todo por el hecho mismo de que tuvieron una gran fe, pues -digámoslo de paso- en países como El Salvador la fe no es cosa obvia en medio de tanta injusticia y de tanto silencio de Dios, y no puedo menos de impresionarme por el hecho mismo de que haya fe.

Yo creo que creyeron en un Dios de vida, bueno para los pobres, utopía benéfica en medio de nuestra historia, que proporciona sentido y salvación a nuestras vidas, y de ahí su esperanza radical.  Creo que encontraron a Dios escondido en el rostro doloroso de los pobres y lo encontraron crucificado en el pueblo crucificado.  Y que también encontraron a Dios en esos gestos de resurrección, grandes y pequeños, de los pobres.  Y en este Dios empequeñecido -el Dios siempre menor- encontraron al Dios siempre mayor, verdadero misterio inabarcable que les impulsaba a recorrer caminos nuevos, no transitados, a preguntarse qué es lo que hay que hacer.  De ellos quisiera decir lo que en otros lugares he escrito de Jesús de Nazaret.  Para ellos Dios fue Padre bueno, utopía benéfica para la historia, que la atrae y hace que dé más de sí, y en él podían descansar, depositar el sentido último de sus vidas.  Y para ellos el Padre seguía siendo Dios, misterio inmanipulable, y por ello no les dejaba descansar y les impulsaba a buscar siempre cosas nuevas que hacer para responder a su nueva y soberana voluntad.
Ya he dicho que nuestra comunidad no era muy dada a poner en palabra estas cosas, sino a decirlas con la propia vida, y ahora mis hermanos las han dicho con su propia sangre.  Pero quiero mencionar algo de lo que sí hablábamos con frecuencia: de Monseñor Romero.  Y ése era lenguaje de fe.   Querer y admirar a Monseñor Romero no es cosa en absoluto dífícil, a no ser para los que niegan la luz y tienen un corazón de piedra; pero intentar seguirle y aceptar a todo Monseñor Romero es cosa de fe.  Yo creo que para ellos, para mí y para tantos otros, Monseñor Romero fue un Cristiano actualizado y, como Cristo, sacramento de Dios.  Confrontarse con Monseñor Romero era como confrontarse con Dios.  Encontrar en la vida personal a Monseñor Romero era como encontrar a Dios.  Intentar seguir a Monseñor Romero era como seguir a Jesús hoy en El Salvador.  Y eso es lo que mis hermanos intenteron hacer.  No creo que ni el Señor Jesús ni el Padre celestial estén celosos de que hable así de Monseñor Romero.  Al fin y al cabo, él ha sido su don más precioso en nuestros días para todos nosotros.  Y cuando alguien se siente absolutamente atraído por un testigo como Monseñor Romero, a quien hemos visto, oído y tocado, creo yo que puede decir con sinceridad que se siente atraído por Jesús y por su evangelio, de quien sólo hemos leído sin verlo, de manera definitiva.
En cualquier caso, si es verdad que todos vivimos nuestra propia fe llevados por la fe de los demás, no tengo ninguna duda de que nuestra comunidad era llevada por la fe de otros, de nuestro hermano Rutilio Grande, de tantos creyentes salvadoreños que han mostrado con su sangre su verdadera fe, y de la fe de Monseñor Romero.  No sé si estoy proyectando en otros lo que para mí es la fe en Dios, pero creo y espero que no es mera proyección.  Si algo he aprendido en El Salvador, es que la fe es, por una parte, realmente indelegable, como la de Abraham solo ante Dios; pero, por otra, es una fe llevada por otros.  Las dos cosas se combinan en El Salvador, las dos se apoyan mutuamente, y de esta manera, en medio de tanta oscuridad, sigue siendo posible, creo yo, la luz de la fe.  Cómo dice el profeta Miqueas, en una cita que muchas veces he usado, queda muy claro lo que Dios desea de nosotros seres humanos: Òpracticar la justicia y amar la lealtadÓ.  Y queda claro también -ahora en el claroscuro del misterio- que así Òcaminamos humildemente con Dios en la historia Ó.  Lo primero, la absoluta exigencia de justicia, es lo que les iluminó con toda claridad la realidad de los pobres y -practicando la justicia- les hizo corresponder a Dios.  Lo segundo, el difícil caminar con Dios en esta historia de tinieblas  -¿de dónde sacar fuerzas para ello?- creo yo que se lo posibilitó el recuerdo de Jesús, de sus testigos actuales y la fe de los mismos pobres.  Estos hermanos se entroncaron en esa corriente esperanzada y amorosa que sigue presente en la historia a pesar de todo, en esa corriente de la historia que protagonizan en último término los pobres.  Ellos trabajaron para que esa esperanza utópica fuese cada vez mayor y tomase más cuerpo, pero ella también les llevó a ellos en su esperanza y en su fe.  Creo que ellos miraron a los pobres desde Dios, y con ellos caminaron hacia Dios.  Así era, creo yo, la fe de mis hermanos.
Estos hombres y creyentes fueron, por último, jesuitas.  Yo creo que fueron profundamente "ignacianos", aunque no pareciesen a veces muy "jesuíticos", si se me entiende bien, de los que están pendientes de la última información que viene de la curia, o de esos que piensan que la Compañía es lo más importante que existe sobre la faz de la tierra, aunque estaban sinceramente orgullosos de ser jesuitas.  No es que fueran insignes en todo lo ignaciano, pero sí creo que fueron insignes en las cosas fundamentales de los Ejercicios Espirituales.  Recuerdo que en 1974 Ellacuría y yo dimos un curso sobre los Ejercicios vistos desde América Latina.  Y en 1983 escribimos juntos un documento que hicimos en nuestra Congregación Provincial para ser presentado a la Congregación general ese mismo año, basado en la estructura de los Ejercicios.  Normalmente, nos tocaba a nosotros dos y a Juan Ramón Moreno poner en palabra lo ignaciano de nuestras vidas y trabajos, pero creo que todos los demás aceptaban y participaban cordialmente de esa visión.
De san Ignacio solíamos recordar los grandes momentos de los Ejercicios.  La contemplación de la encarnación, para ver nosotros el mundo real con los ojos del mismo Dios, es decir, mundo de perdición, y para reaccionar con las entrañas del mismo Dios, es decir, "hacer redención".   Y esto es importante recordarlo, porque, como para muchos otros salvadoreños, no fue la cólera -que tantas veces estaba más que justificada- ni la venganza, ni mucho menos el odio, lo que fue el motor de sus vidas, sino el amor:  el "hacer redención", como dice san Ignacio.  Solíamos recalcar también la misión de Jesús al servicio del Reino de Dios e historizarla para nuestros días;  la meditación de las dos banderas, con la alternativa insuperable de riqueza y pobreza, con la intuición ignaciana de que la pobreza, cristianamente asumida, lleva de por sí a todos los bienes, mientras que la riqueza, por su propia naturaleza, lleva a todos los males; el cargar con el pecado del mundo y el escondimiento de la divinidad de Cristo en la pasión, como dice san Ignacio.  Y algo que fue muy original y sumamente actual es la interpretación que hizo Ignacio Ellacuría del coloquio de la meditación de los pecados ante Cristo crucificado.  En una interpretación historizada para nuestro tercer mundo, se preguntaba qué hemos hecho para que estos pueblos estén crucificados, qué hacemos ante las cruces y qué vamos a hacer para bajarlos de la cruz.  De él aprendí también a aplicar a nuestros pueblos la expresión "pueblo crucificado" -no sólo hay que hablar del "Dios crucificado" del Moltmann, solía decir, aunque esto sea necesario- y la comparación de esos pueblos con el siervo doliente de Yahvé, como lo hizo también intuitivamente Monseñor Romero: el siervo doliente es Jesús y el siervo doliente es el pueblo crucificado.  En la respuesta a estas preguntas se expresaba la conversión que exige san Ignacio con total seriedad.
También reinterpretamos la idea de san Ignacio, "contemplativos en la acción", como "contemplativos en la acción de la justicia".  No sé cuánto había de contemplación en sus vidas, tal como ésta se entiende convencionalmente, pero no dudo de que el lugar privilegiado de su contemplación, de encontrar realmente el rostro de Dios, oculto y defigurado en los pobres oprimidos, por el rostro del Dios viviente, que da vida y resucita a las víctimas.
Estos eran los ideales ignacianos que movían a ese grupo.  Los llevaron a la práctica con limitaciones, por supuesto, pero no tengo duda de que esto es lo que les movía, y de ello dieron insigne testimonio.  Y desde este espíritu de san Ignacio hay que entender cómo se comprendían ellos como jesuitas en el mundo de hoy.  Jesuitas como ellos, y ciertamente ellos, son los que prepararon el cambio que se operó en la misión de la universal Compañía, cambio comparable al del Vaticano II y Medellín y, por ello, verdadero milagro y don de Dios.  La misión actual de la Compañía quedó formulada como "servicio de la fe y promoción de la justicia" (CG XXXII, 1975), y todo ello llevado a cabo como "opción por los pobres" (CGXXXIII, 1983).  Este cambio ha sido muy racial, ha significado para la Compañía conversión, abandonar muchas cosas y muchos modos de proceder, perder amistades de los poderosos y sus beneficios, y ganar el cariño de los pobres. Ha significado, sobre todo, volver al evangelio de Jesús, al Jesús del evangelio y a los pobres, para quienes Jesús predicó y fue evangelio, buena noticia.  Pero ha sido también un cambio muy importante y muy benéfico, especialmente para los países del tercer mundo.  Ha significado que la Compañía se  haya hecho verdaderamente cristiana  y verdaderamente centroamericana; ha significado mantener la identidad de la Compañía de modo que la haga relevante en nuestro mundo y procurar una relevancia que le ayude a redescubrir su identidad ignaciana.  Y no es éste pequeño beneficio para la Compañía, producto en muy buena parte de jesuitas como los sesis asesinados.
Y jesuitas como ellos son los que han verificado la verdad de lo que también dijo la CGXXXII: "No llevaremos a cabo la misión del servicio de la fe y de la promoción de la justicia sin pagar un precio".  En los últimos catorce años, desde que se dijeron estas palabras, muchos jesuitas han sido amenzados, perseguidos y encarcelados en el tercer mundo.  El número de jesuitas asesinados creo que son alrededor de veinte, y de ellos siete en El Salvador:  el P. Rutilio Grande  y ahora los seis de la UCA.  Aunque sea trágico, hay que repetirlo: estas cruces son las que muestran que la elección hecha por la Compañía ha sido correcta, por ser  cristiana y por ser actual; y muestran sobre todo, que esa elección se ha llevado a la práctica.  Y, de nuevo, no es éste Òpequeño beneficioÓ que los mártires hacen a la Compañía.
Creo, pues, que fueron ignacianos y jesuitas tal como hoy los quiere la Compañía.  Sin halaracas, sin palabras almibaradas y sin triunfalismo, se sentían jesuitas, de nuevo más en las obras que en las palabras.  Ciertamente eran de aquellos que se hacían las dos grandes preguntas de san Ignacio: "a dónde voy y a qué", e intentaban responderlas con honradez, sin el adorno de mucha palabrería espiritualista ni el disfraz de las prudencias diplomáticas y mundanas, ni siquiera con los discernimientos que a veces son paralizantes, pues, como antes he dicho, lo obvio no es objeto de discernimiento.  Eran de los que buscaban la mayor gloria de Dios y recordaban aquello de san Ignacio: "el bien, cuanto más universal, más divino".  Y así comprendían su trabajo, sobre todo el trabajo especificamente universitario dirigido hacia las estructuras del país y su transformación: para que la salvación llegara a más gente.  Eran de los que estaban en la avanzada, en las trincheras, allí donde se juegan las soluciones a los problemas más graves de nuestro tiempo, y allí donde se escucha también más de cerca el fragor de la batalla.  Si cayeron en la batalla, es porque estaban en ella.
Así es como los recuerdo:  como seres humanos honrados con la realidad, como creyentes en Dios y seguidores de Jesús y como jesuitas cabales de finales de este siglo XX en un país del tercer mundo.  Cierto es que tuvieron limitaciones y fallos, cada uno los suyos y como grupo.  Duros y adustos a veces, hasta con apariencia de intransigentes en ocasiones, aunque no por defender lo suyo, sino por luchar por lo que consideraban mejor para el país, la Iglesia y la Compañía.  Pero eso no les impidió vivir y trabajar unidos, llevando cada uno las cargas de los otros y sintiéndose llevados también por el espíritu de los otros.  De esta forma fueron compañeros de Jesús y realizaron la misión del cuerpo de la Compañía en el mundo de hoy.


3.  ¿POR QUE LOS MATARON?
Después de esta breve semblanza espiritual de estos hermanos jesuitas, quisiera hacer algunas reflexiones sobre lo que ilustra su asesinato e ilumina su martirio.  Un asesinato es oscuridad, pero "sub specie contrarii" ilumina muchas cosas.  Un martirio tiene luz propia y poderosa que dice más que mil palabras sobre las cosas importantes de la vida y de la fe.  Ofrezco, pues estas reflexiones para que los vivos saquemos luz sobre la realidad en que vivimos y ánimo para transformarla.
La respuesta a la pregunta de por qué los mataron sigue siendo sumamente importante, porque de ella depende la comprensión de lo que estos jesuitas fueron e hicieron.  Pero no sólo eso;  de la respuesta depende la comprensión de la realidad salvadoreña y la comprensión de nuestra fe, que -no olvidemos- comenzó al pie de un crucificado, de un ajusticiado por los poderosos de este mundo.  La respuesta es absolutamente sencilla, y por ello mismo aterradora.  "Se mata a quien estorba", decía Monseñor Romero.  Y realmente estos jesuitas estorbaban mucho; no de otra forma pueden explicarse tantos ataques verbales y físicos que antes he enumerado.
¿Y qué es lo que estorbaba de estos hombres?  Sus adversarios y sus asesinos solían decir, de forma ideologizada y falsa, las más variadas cosas contra ellos.  Se les tenía por comunistas y marxistas; a veces se les llamaba antipatriotas; algunas veces hasta los llamaban ateos.  Y, en el colmo de la alucinación, los acusaban de "liberacionistas".  Irónica y trágica tergiversación ésta de usar un término central evangélico -"liberación"- para denigrar y descalificar a un creyente.  En realidad, nada concreto querían decir con estas acusaciones, sino sólo expresar su total rechazo hacia ello y su deseo vehemente de verlos silenciados, fuera del país, desaparecidos o muertos.  Y recuérdese que en el país también Pablo VI fue acusado de "comunista" cuando publicó la Populorum Progessio.
Otros, en la situación actual del país, formulaban acusaciones más concretas: apoyan al FMLN, son su "fachada" ideológica, son los responsables de la violencia y de la guerra, etc., dando por supuesto que el FMLN es el peor de los males en el país y que quien los apoya es automáticamente reo de muerte.  Claro que, para la ultraderecha, "fachada" del FMLN era cualquiera que defendiera a los pobres y dijera la verdad sobre la violación de los derechos humanos:  desde los sindicalistas que luchan por sus derechos y los comités de madres de asesinados y desaparecidos, hasta los beneméritos internacionalistas -esos hombres y mujeres que han dejado paz y comodidad en sus países para servir a los pobres en El Salvador-, pasando por Monseñor Rivera y Monseñor Rosa y la Oficina de Tutela Legal del arzobispado.
Lo primero es simplemente falso.  Estos jesuitas fueron seres humanos honrados y cristianos creyentes, convencidos de que Jesús ha traído la exigencia y los caminos de liberación, de liberación total, utópica.  Por supuesto, eran conocedores del marxismo, de sus importantes aportes para analizar la situación de opresión en el tercer mundo y de sus serias limitaciones;  pero no fue en abosoluto el marxismo su principal fuente de inspiración académica -Ellacuría era un eminente y creativo discípulo de Zubiri- ni su ideología última para transformar la sociedad ni, mucho menos, lo que inspiró sus vidas personales.  Eso lo fue el evangelio de Jesús, y desde él buscaron cómo encontrar los mejores conocimientos científicos, como juzgar y usar las diversas ideologías en favor de los pobres.
Tampoco es verdad lo segundo, aunque esto hay que explicarlo un poco más en detalle para que se conozca la verdad de lo ocurrido y para que no llegue a decirse -o a murmurarse en voz baja, pues casi nadie se atreve ahora a decirlo en voz alta- que, aunque trágico, ellos se buscaron su muerte.  (Cosas como ésta se han dicho en estos años, hasta por jerarcas, cuando ha sido asesinado algún sacerdote).  Por sencillo que parezca decirlo, lo que estos jesuitas apoyaban decididamente y hacia lo que eran realmente parciales, eran las mayorías populares, y nada más.  Infinidad de veces repetían que lo suyo no era apoyar un partido político o un gobierno concreto, ni siquiera un movimiento popular determinado, sino juzgar de cualquiera de ellos y apoyar cualquier cosa en ellos que ayudara a la justicia para el pueblo.  También en esto eran fieles a las palabras y al espíritu de Monseñor Romero: "hay que juzgar de los procesos políticos según vayan o no en beneficio del pueblo".  Por eso analizaban y apoyaban lo que de positivo y justo se expresaba en los movimientos populares, y también en el FMLN; pero criticaban lo que les parecía políticamente errado, sobre todo tendencias puramente militaristas con abandono de lo social y popular, y lo éticamente condenable, sobre todo algunas acciones terroristas y asesinatos de civiles por parte del FMLN. Nadie que haya leído las publicaciones de la UCA podrá ponerlo en duda.
Por lo que toca al conflicto y la guerra, recuerdo bien que ya en febrero de l981, después de la primera gran ofensiva fallida del FMLN, Ellacuría dijo, ya entonces, que la solución para el país estaba en la negociación, palabras que entonces sonaban a traición para la derecha y no muy agradables para la izquierda; y ese mismo año, en el mes de mayo, la revista ECA dedicó un número monográfico al diálogo y la negociación.  Aunque no eran, como tampoco lo fue Monseñor Romero, pacifistas a ultranza, aunque entendían y analizaban las causas de la guerra, su trágica inevitabilidad e incluso su posible legitimidad a finales de los años setenta, no eran belicistas! consideraban la guerra como un grandísimo mal que debía desaparecer.  No que esto les llevase a ignorar los bienes que también el FMLN ha traído al país -palabras impronunciables para la estrema derecha-, ni la creatividad, la heroicidad, el amor incluso de muchos de sus combatientes; pero tampoco les llevó a cegarse, antes al contrario, hacia los males de la guerra, ni nunca se dejaron llevar ni en la teoría -ni en la práctica, por supuesto- por lo que Monseñor Romero condenó como mística de la violencia.  En lenguaje político, pero con gran pathos humano y ético, Ellacuría solía decir lapidariamente: Çel camino de la guerra ya ha dado todo lo que podía dar de sí; hay que buscar el camino de la pazÈ.
Por ello apoyaron decididamente el diálogo-negociación, lo cual fue muy claro en los últimos años, y sobre todo en los últimos meses,  La universidad hizo todo lo posible para facilitar el diálogo, hablando con unos y con otros.  Y eso lo sabe bien el presidente Crsitiani, con quien algunos de ellos hablaron unas pocas veces en privado, y a quien invitaron a la UCA el 19 de septiembre de este año, cuando la UCA  otorgó un doctorado honoris causa al presidente de Costa Rica, Oscar Arias, por su trabajo por la paz.   Para facilitar el diálogo hablaban con los dirigentes del FMLN, con algunos miembros del gobierno, con toda clase de políticos y diplomáticos, incluso con algunos militares, pero todo lo hacían con la única finalidad de apoyar una solución negociada, más humana y más cristiana al conflicto.  Hubo pues, conocimiento, contactos, apoyo a lo positivo y críticas a lo negativo del FMLN.  Hubo también diálogos con algunas fuerzas gubernamentales, incluso apoyo a todo lo que ofreciese un poco de luz al callejón sin salida del país, proviniese del gobienro, de los partidos políticos o de la embajada norteamericana, aunque, obiviamente, se mantuvieron firmes en la denuncia de los abusos y violaciones de los derechos humanos cometidos por la fuerza armada y los escuadrones de la muerte, en afirmar la responsdabilidad del gobierno en ellos, en denunciar la impunidad de los crímenes y la inutilidad de la adminsitración de justicia, en desenmascarar la dependencia de los Estados Unidos.  No fueron, pues, fachada del FMLN ni de ningún otro grupo o  proyecto político, aunque analizaron todos ellos y promovieron lo bueno, mucho o poco, que vieron en ellos.  Si de algo quisieron ser "fachada" estos jesuitas, era de las mayorías populares, de los pobres y oprimidos del país. Y -ésta es la tragedia- por eso en último término los mataron.
Si he recordado estas cosas, bien conocidas en El Salvador, es para recalcar que la razón profunda de su muerte no está en las acusaciones que lanzaron contra ellos.  Como en el caso de Monseñor Romero, de muchos otros mártires y de Jesús de Nazaret.  No había razones justas para eliminarlos, pero había necesidad de eliminarlos.  Y esta necesidad -trágicamente- es estructural y no proviene de la crueldad de tal o cual persona, de tal o cual grupo.  Es la necesaria reacción de los ídolos de muerte hacia cualquiera que se atreve a tocarlos.
Que existen ídolos en este mundo es convicción profunda en América Latina. De ello habló Puebla, y, con mayor profunidad Monseñor Romero en su última carta pastoral de 1979, ayudado, por cierto, por Ignacio Ellacuría.  Y lo ha teorizado teológicamente, cosa que no se hace en otros lugares, la teología de la liberación.  Como  tantas veces se ha dicho (pero hay que repetirlo, porque sigue siendo una espantosa realidad), los ídolos son realidades históricas, realmente existentes, que se hacen pasar por divinidades, monstrándose con las características de la divinidad: ultimidad, autojustificación intocabilidad, ofreciendo salvación a sus adoradores, aunque los deshumanizan, y, sobre todo, exigiendo víctimas para subsistir.  Esas realidades históricas son lo que llamamos los ídolos de muerte, que en El Salvador fueron concretados por Monseñor Romero como el ídolo de la riqueza, la absolutización del capital -el primer y más grave de los ídolos y el originante de todos los demás- y la doctrina de la seguridad nacional; a lo cual añadió la seria advertencia a las organizaciones populares de que no se convirtieran en ídolos ni hiciesen nunca de la violencia, aun en el caso de que llegase a ser legítima, una mística.  Existen ídolos, pues, y como lo dijo  Monseñor Romero gráficamente, no se puede tocar a los ídolos impunemente: "ÁAy de aquel que toca la riqueza. Es como un cable de alta tensión. Se quema!".  Eso es lo que ocurrió con los seis jesuitas y con tantos otros.
Los jesuítas de la UCA tocaron el ídolo al decir la verdad de la realidad, analizar sus causas y proponer las mejores soluciones.  Y esto, que parece algo tan bueno y tan beneficioso que debiera ser alabado y apoyado por todos, es perseguido por los ídolos.  Los jesuitas, ante todo, dijeron la verdad del país en sus publicaciones y declaraciones públicas.  Dijeron que el hecho más grave es la masiva, cruel e injusta pobreza de las mayorías; que cuando estas mayorías se organizan -con todo derecho y justicia- simplemente para poder vivir, son reprimidas; todo lo cual sigue siendo verdad en el país, aunque no lo quieran reconocer eficazmente ni las políticas gubernamentales ni las de los Estados Unidos, ni estas políticas estén dirigidas por esa realidad fundamental ni para ponerle solución.
Pero , además de esta denuncia profética fundamental, analizaron la realidad y sus causas, como corresponde a una institución universitaria.  Ya en l971, la UCA publicó un libro sobre una famosa huelga de maestros, dándoles la razón -lo cual les costó ya entonces la pérdida del subsidio gubernamental- y empezaron a exigir una reforma agraria como la solución más radical y necesaria para los males del país.  Y desde entonces sus enemigos se dieron cuenta de que estaban tocando el ídolo.  En 1972, la UCA  publicó otro importante libro mostrando, denunciando y analizando el fraude electoral de las elecciones presidenciales -de lo cual se seguirían graves males, pues el pueblo empezó a desconfiar para siempre de que la solución a la injusticia pudiera provenir sólo de elecciones-.  En 1976, por recordar otro momento importante, la revista ECA, cuando el presidente Molina echó marcha atrás en la incipiente y mínima reforma agraria, publicó un editorial de Ignacio Ellacuría: "A sus órdenes, mi capital".  Y desde entonces su palabra de verdad y sus análisis objetivos se hicieron siempre presentes en la realidad salvadoreña: la verdad sobre la pobreza, el desempleo, la espantosa falta de vivienda, de educación y salud, la verdad sobre la represión y la violación de los derechos humanos, la verdad sobre la marcha de la guerra, la verdad sobre la dependencia de los Estados Unidos, la verdad también sobre el accionar del FMLN y de los movimientos populares, sus acciones y estrategias, correctas o equivocadas... y tantas otras verdades.  Como otra expresión de esa voluntad de verdad, la UCA  comenzó hace dos años un instituto de opinión pública, dirigido por el P. Martín Baró, que muy pronto se convirtió en el medio más objetivo para saber qué pensaban los salvadoreños.
La verdad, expuesta universitariamente, es lo que intentaron decir y analizar estos jesuitas con la mayor objetividad posible, como ha sido reconocido por innumerables instituciones internacionales, por muchísimos políticos, embajadores, analistas y periodistas que desfilaban por la UCA para conocer de boca de esos hombres la verdad del país.  No todos estaban siempre de acuerdo con todos sus análisis, pero todos -con excepción de la muy extrema derecha- reconocían su voluntad de verdad y sus logros importantes en analizar la verdad.  No fueron, pues, voceros de ningún grupo o institución, sino voceros de la misma realidad.  Y si alguna parcialidad tuvieron y reconocieron, es la de ver la verdad desde los pobres.  Y si pronunciaban la verdad tan decididamente, es porque estaban convencidos de que al menos la verdad está en favor de los pobres, que a veces es casi lo único que tienen en su favor.
Decir la verdad, comunicarla universitariamente -como en el caso de estos jesuitas- o pastoralmente -como en el caso de Monseñor Romero-, siempre ha sido peligroso, porque los ídolos buscan ocultar su verdadera realidad de muerte y, por necesidad, generan mentira para ocultarse.  El pecado siempre busca su propio ocultamiento.  Decir la verdad se convierte entonces en desenmascarar la mentira, y eso no se perdona.  El pecado del mundo, las estructuras de injusticia que dan muerte no son sólo injustas, sino que tratan de ocultar su maldad e incluso hacerse pasar por cosas buenas, revestirse del bien, encubriendo muchas veces la realidad con el lenguaje de eufemismos: "libertad de expresión", "democracia", "elecciones", "defensa del mundo occidental, democrático y cristiano".  Y es que el mundo de la injusticia y del poder, que da muerte a los pobres, lleva a cabo un gigantesco "cover up" para ocultar el escándalo de las víctimas que produce, en comparación con el cual los conocidos "cover up" de Watergate o Irangate son faltas  pequeñas o pecados veniales.
Decir la verdad, entonces, no es sólo disipar la ignorancia, sino combatir la mentira, lo cual es esencial para una universidad y es central en nuestra fe.  Si algo he aprendido en estos años en El Salvador, es que el mundo en que vivimos es simultáneamente un mundo de muerte y un mundo de mentira, y lo he redescubierto en la Escritura.  Como dice Juan, el maligno es a la vez asesino y mentiroso.  Como dice Pablo, el mundo aprisiona la verdad con la injusticia. Estos jesuitas quisieron liberar la verdad de la esclavitud a que la someten los opresores, poner luz en medio de la mentira, poner justicia en medio de la opresión, poner esperanza en medio del desconsuelo y poner amor en medio de la indiferencia, la represión y el odio.  Y por eso los mataron.
La verdad que dijeron estaba iluminada por el conocimiento que se  producía en la Universidad, lo más racional y objetivo posible; pero estaba iluminada también esencialmente por los pobres. Aceptaban la escandalosa afirmación del profeta Isaías:  el pueblo crucificado, desfigurado y sin rostro, el siervo doliente de Jahvé, ha sido puesto por Dios como luz de las naciones.  Esta es, para quienes buscan la verdad, la opción por los pobres.  Esta opción no es sólo una opción categorial, exigida por la Iglesia y la Compañía sólo a los que hacen trabajo pastoral, sino que es una opción totalizante que afecta a todo hombre y a todo creyente, en todas sus dimensiones: en lo que sabe, en lo que espera, en lo que hace y en lo que celebra.  Es una opción totalizante para la Iglesia y para la universidad.  Y esa opción es la que hicieron estos jesuitas, también  como universitarios.  Estos jesuitas creyeron -y la experiencia lo confirma- que se ve más desde abajo que desde arriba, que se conoce mejor la realidad desde el sufrimiento e impotencia de los pobres que desde el dominio de los poderosos.  Su verdad fue, pues, posibilitada por los pobres.
La opción, sin embargo, incluye también esencialmente devolver a los pobres su verdad, y así la verdad que iba generando la universidad la devolvieron a los pobres, para defenderlos, iluminarlos y animarlos.  La UCA hizo una opción por los pobres y la puso en práctica de diversas maneras.  En la docencia se pretendía comunicar, ante todo, lo que es la realidad nacional -esa era la gran materia a enseñar, la materia más obligatoria en todos los cursos, y la que debía estar presente en cualquiera de ellos-, para que de este modo la realidad de las mayorías populares -la verdadera realidad nacional y no las excepciones o las anécdotas  de la realidad que suele enseñarse a veces en las universidades-, con su sufrimiento y también con su esperanza y su creatividad, tomara la palabra.
La pregunta que dirigía cualquier investigación era la de descubrir a fondo la realidad y sus causas y ofrecer positivamente las mejores soluciones.  Este era un gran ideal, difícil de conseguir, pero en el que estos jesuitas pusieron gran empeño:  se trataba de ofrecer modelos, con posibilidades reales, de una economía, una política, una tecnología para vivienda, la educación, la salud;   una creatividad artística y cultural, una religiosidad cristiana y liberadora que hiciera posible la vida de diez millones de seres humanos a finales de este siglo en este pobre y pequeño país de El Salvador.  A esto estaba dirigida la investigación.
En la proyección social, la UCA se abría directa e inmediatamente a las mayorías populares, a través de sus publicaciones, de sus tomas de postura, valientes, numerosas y públicas;  a través del Instituto de Derechos Humanos, dirigido por el P. Montes; a través del Centro Monseñor Romero en cosas teológicas, pastorales y religiosas.  Con ello querían ayudar a generar una conciencia colectiva en el país, crítica y constructiva, que ayudase a los pobres.  Hacia los movimientos populares, estos jesuitas fueron muy abiertos y los apoyaron decididamente por lo que tenían de populares, aunque no por ser uno u otro movimiento.  Teórica y prácticamente, procuraron exponer la necesidad, la justicia, la identidad y la finalidad de los movimientos populares.  Y gráficamente se podía ver esto en el mismo recinto de la universidad, que nunca cerró sus puertas a sindicalistas, marginados, madres de desaparecidos, grupos de derechos humanos, agentes populares de pastoral, etc.
Una vez pronunciada, analizada y presentada de forma universitaria y cristiana, una universidad así, es lo que no toleran los ídolos.  A estos jesuitas universitarios los mataron por hacer de la universidad un instrumento eficaz en defensa de las mayorías populares, por convertirse en conciencia crítica en una sociedad de pecado y en conciencia creativa de una futura sociedad distinta, la utopía del reino de Dios en favor de los pobres.  Los mataron por intentar hacer una universidad verdaderametne cristiana.  Los mataron porque creyeron en el Dios de los pobres y pusieron a producir esa fe a través de la universidad.   

4.  ¿QUIENES LOS MATARON?
Siempre surge esta pregunta cuando hay asesinatos notorios. Monseñor Rivera ha afirmado que existe una vehemente presunción de que fue la fuerza armada o escuadrones de la muerte relacionados con ella.  El informe de Tutela Legal del arzobispado, del 28 de noviembre, concluye, después de 38 páginas de análisis, que "todas las evidencias e indicios, en su totalidad y correlación establecen que los responsables del asesinato de los seis sacerdotes jesuitas y de las dos empleadas de servicio fueron elementos pertenecientes a la Fuerza Armada".  Es difícil explicar, en efecto, que en una zona totalmente vigilada y controlada por soldados -quienes ya habían registrado la casa dos días antes y preguntado qué jesuitas vivían en ella-, a las dos y media de la madrugada, en estado de sitio y bajo ley marcial, un número grande de personas, unas 30, pudiesen con toda impunidad entrar en la casa, permanecer en ella durante largo tiempo, asesinar a ocho personas y destruir parte de las instalaciones del edificio, usando luces, produciendo grandes ruidos y ocasionando un visible incendio, sin ser perturbados por los soldados de los alrededores inmediatos y saliendo después con toda tranquilidad.  Además, testigos presenciales afirman haber visto a esos 30 hombres usando vestidos  de militar.             De hecho -irónica y trágicamente-, los jesuitas se quedaron a dormir en la casa -aun con el temor, razonable en base a la experiencia, de que les pusiesen una bomba-, precisamente porque la zona estaba rodeada de numerosos soldados y les parecía impensable que en esas circunstancias alguien se atreviese a algún ataque físico a la casa, pues la conclusión sobre quiénes eran los responsables sería obvia.
Lo que aquí nos interesa recalcar, sin embargo, no es tanto quiénes fueron los autores materiales del asesinato, sino quiénes son los verdaderos autores, aquellos que fomentan el antirreino y quieren que el reino de Dios, la justicia, la fraternidad, la paz, la verdad y la dignidad sean una realidad en El Salvador.  Es todo un mundo de pecado el que, una vez más, ha dado muerte a gente inocente y a gente que ha trabajado por los pobres.  Cuando preguntaron a Monseñor Rivera por los autores del asesinato, su respuesta fue muy certera: "Son los que asesinaron a Monseñor Romero y a quienes no les bastan 70.000 asesinatos".
Esta es la verdad más profunda y más cuestionante.  Son los ídolos, los poderes de este mundo, los que no quieren que en verdad algo importante cambie en el país, aunque tengan que aceptar, forzados por la situación, pequeños maquillajes.  Este  asesinato muestra que los ídolos siguen produciendo acciones bárbaras e impensables y pueden seguir actuando con total impunidad; muestra que en el país puede haber habido algunos cambios en los últimos años, pero que los cambios se frenan cuando llegan a tocar a los ídolos.  Estos toleran elecciones, y en siete años ha habido cinco elecciones, dos para presidente y tres para la asamblea; toleran las presiones de los Estados Unidos para controlar a los escuadrones de la muerte; toleran los millones de dólares que los Estados Unidos han dado para mejorar -es decir, para que empiece a funcionar- la administración de la justicia; toleran que la inmensa ayuda militar y económica esté condicionada, según dicen, a que mejoren los derechos humanos...  Pero todo ha sido en vano.  Los ídolos siguen recalcitrantes y actuantes y producen acciones más feroces.  Por ello hay que entender bien quiénes realmente han dado muerte a estos jesuitas y a tantos otros miles, sin confundir a los autores materiales de tan horrendo crimen con la realidad activamente idolátrica en El Salvador.  A los asesinos materiales, estos jesuitas, como Monseñor Romero, los han perdonado, pues "no saben lo que hacen"; pero a los ídolos nunca los perdonaron, sino que vivieron y lucharon por su erradicación.
Si recalco este punto, es por varias razones importantes.  La primera y fundamental es que la verdadera responsabilidad de estos asesinatos no hay que concentrarla en los 30 hombres vestidos de militar que perpetraron el crimen y destruyeron parte del Centro "Monseñor Romero".  Hay una "analogía" en  la responsabilidad y, aunque esto sea conocido, hay que recordarlo.  Responsables son, por supuesto, los que idearon y llevaron a cabo el crimen.  pero responsables son también más o menos, por acción u omisión, muchos otros.  Los que en El Salvador producen represión para que no llegue a haber justicia en el país, participan de la responsabilidad.  En los Estados Unidos, innumerables personas acusan hoy, con razón, a su gobierno de propiciar una política incapaz de detener la represión.  Pero no basta con afirmar estas cosas.  ¿Qué han hecho tantos gobiernos en Europa y en el resto del primer mundo, tan democráticos ellos, para parar efectivamente la barbarie que ha asolado a El Salvador en los últimos quince años? ¿Qué palabra eficaz han pronunciado los líderes religiosos, las conferencias episcopales, las universidades de países democráticos y cristianos? ¿Qué han hecho los medios de comunicación del mundo occidental durante estos años, cuando día a día morían seres humanos a causa de la pobreza y de la represión?  Por acción y, sobre todo, por omisión, muchos seres humanos han ignorado, callado, cuando no tergiversado, la tragedia salvadoreña. Comprendo que para los ciudadanos del primer mundo sea difícil captar la hondura de esta tragedia, pues para los que dan la vida y la libertad por supuesto es difícil comprender lo que significa pobreza y represión en los países del tercer mundo, y por eso tienden a ignorarla, a desentenderse de ella y a callar.  Pero quizá callan también por un inconsciente sentimiento de culpabilidad: no se puede seguir viviendo en la abundancia, teniéndolo prácticamente todo y deseando tener cada vez más, cuando muchos millones de seres humanos están cada día muriendo de hambre.  Todo este conjunto de acciones y de omisiones es lo que da muerte a los pobres y a quienes los defienden.  Por ello, la pregunta por los asesinos es una pregunta que se dirige a todos nosotros.
Soy muy consciente, y estoy entrañablemente agradecido, de que existen muchas personas, comunidades y grupos en todo el mundo que se han mostrado solidarios con El Salvador, y entre ellos hay sacerdotes, religiosas, algunos obispos, algunos periodistas, políticos y universitarios, muchas instituciones de derechos humanos y muchos hombres y mujeres, cristianos o simplemente honrados, que han dado lo mejor de sí mismos, sus capacidades, su tiempo, sus bienes, su vida incluso, por los pobres de El Salvador.  Ahora, una vez más, muchos de ellos han sido expulsados o forzados a abandonar el país.  Como símbolo de todos ellos, quisiera recordar a las cuatro misioneras norteamericanas que dieron su vida en 1980, el don más precioso de los Estados Unidos a El Salvador.  Para ellos, la eterna gratitud del pueblo salvadoreño.  Pero para los otros, para los que no se interesan por los pobres de este mundo, sino que sólo piensan en sus propios intereses, "los intereses nacionales" -como dicen los gobernantes- o simplemente  "el vivir mejor" que buscan los ciudadanos, sin quedarse aterrorizados ante el abismo, en aumento, entre los países ricos y los pobres, ante la relación causal que existe entre la abundancia de unos y la miseria de otros, la libertad de unos y la represión de otros, estos asesinatos tienen que ser una seria llamada de atención, una llamada a la conversión.  Para los cristianos es la exigencia ineludible a ponerse todos delante de ese crucifijo que son los pueblos crucificados y preguntarnos qué hemos hecho y qué vamos a hacer por Cristo.
Una segunda reflexión es que estos asesinatos de sacerdotes y jesuitas ocurren en el mundo occidental, democrático y cristiano, como gusta llamarse, y que invoca a Dios; más aún, que dice invocar al verdadero Dios y, por ello, defenderlo de los marxistas y ateos.  No hay que olvidar que es América Latina, continente occidental y cristiano, el continente donde ha habido, con gran diferencia, más mártires cristianos desde el Concilio Vaticano II.  Pasan de mil los obispos, sacerdotes y religiosas que de una u otra forma han sido amenazados, encarcelados, expulsados, torturados y asesinados.  Y son decenas de miles los cristianos asesinados por predicar la verdadera palabra de Dios, por poseer una Biblia o los documentos de Medellín y ponerlos en práctica.  Ante esto, no puede uno menos de preguntarse cuál hubiese sido la reacción del mundo occidental y cristiano si estas cosas hubiesen sucedido en países comunistas, en Hungría o en Polonia, cuál hubiera sido el clamor y la indignación en el congreso de los Estados Unidos o en el parlamento inglés, qué no se hubiera dicho en las conferencias episcopales y en el Vaticano.  Pero las reacciones del mundo occidental "oficial" han sido muy suaves en comparación con la tragedia.  Y es que no quiere reconocerse que el mundo no puede dividirse simplemente entre buenos y malos, cristianos y demócratas unos, comunistas y ateos otros.  No quiere reconocerse que la línea divisoria dela humanidad es la idolatría, que está presente por doquier, entre los llamados "comunistas" y los llmados "demócratas", entre los llamados "  no creyentes" y los llamados "creyentes".
Lo menos que debiera provocar   el asesinato de estos seis jesuitas es la honrada pregunta que el mundo occidental y cristiano debe hacerse a sí mismo: preguntarse si es tan bueno y santo como dicen, tan humano y libre como proclaman.  Debiera desenmascarar el manto de hipocresía con que se quiere encubrir una democracia y una libertad para pocos a costa de represión y pobreza para muchos.  Debiera sospechar al menos que la riqueza, la seguridad nacional y la libertad individual de unos pocos generan por necesidad ídolos que producen muchas víctimas en otros lugares, aunque sea a miles de kilómetros de distancia.  Los jesuitas asesinados insistieron en esto hasta el final de sus días, y recuerdo que hace muy poco tiempo comentábamos con Ellacuría la absoluta verdad de las sencillas palabras de la Escritura: "La raíz de todos los males es la ambición del dinero".  Todos aquellos que buscan acumular dinero y sólo piensan en vivir todavía mejor debieran mirarse en el espejo de la víctimas de este mundo para ver sin tapujos los males que generan.
Una tercera reflexión es sobre la investigación que se exige cuando ocurren asesinatos notorios.  Es natural que la exijan los cercanos a las víctimas, y es comprensible que, en algunos casos, lo exijan aquellos para quienes estos asesinatos significan un costo político muy alto, el gobierno de El Salvador y el de los Estados Unidos en este caso.  Pero hay que estar claros en lo que significa en El Salvador exigir y prometer una investigación exhaustiva.  70.000 son los asesinados, y sólo se ha aclarado -aunque en la superficie y no en lo profundo- el de la cuatro religiosas norteamericanas y quizás alguno más.  El caso de Rutilio Grande, a pesar de las promesas del entonces presidente Molina, sigue sin aclararse.  El caso de los cinco dirigentes del Frente Democrático Revolucionario, sacados violentamente del colegio de los jesuitas y perpetrado a plena luz del día, sigue sin aclararse.  El caso de Monseñor Romero, a pesar de que tanto se ha investigado, sigue clamorosamente sin aclaración.  Y si esto ocurre en los casos notorios, puede comprenderse lo que ocurre cuando se asesina a desconocidos campesinos, miles de ellos, a veces masivamente como en El Mozote, el Sumpul...  Y eso que muchas instituciones de derechos humanos no sólo denuncian los asesinatos, sino que dan importantes pistas sobre los responsables.   eso lo hacen en El Salvador varias instituciones de derechos humanos, entre ellas, con admirable objetividad, la Oficina de Tutela legal del Arzobispado y el Instituto de Derechos Humanos de la UCA.  Lo hacen instituciones internacionales, Amnistía Internacional en Londres, América's Watch en nueva York, CODEHUCA en San José de Costa Rica.  Lo ha hecho durante varios años el enviado especial de las Naciones Unidas, Pastor Ridruejo, quien en su último informe de hace pocos días, ha afirmado el empeoramiento de los derechos humanos y el aumento de la tortura en El Salvador.  En casos especiales, por ser extranjeros los asesinados, como en el caso del asesinato del suizo Jurg Weiss y de la médica francesa Madeleine, ha habido serias investigaciones hechas por representantes de sus países y han dado más que suficiente información para hallar a los responsables.  Sin embargo, con tan abundante información, con indicios y pistas tan serias, la administración de justicia en El Salvador ha investigado muy poco con seriedad.  Más aún, cuando la primera junta de gobierno en l979, nombró una comisión especial investigadora, ésta dimitió en pleno a las pocas semanas, cuando llegó al poder la segunda junta de militares y democristianos, por la incapacidad de poder hacer nada serio y la fundada sospechas de que los responsables nunca serían juzgados.  Algunos de sus miembros, por cierto, tuvieron que salir del país.  Y en otras ocasiones, los abogados o jueces que llevaban casos importantes fueron también amenazados y tuvieron que abandonarlos.
¿Para qué sirve, pues, la anunciada investigación del asesinato de los jesuitas?  Hasta ahora, las investigaciones para muy poco han servido.  Ojalá se investigue y se aclare este caso y los otros 70.000, por supuesto.  Pero ojalá los que ahora prometen una investigación para dar la sensación de normalidad y de democracia investiguen por qué la inmensa mayoría de las víctimas de crímenes notorios -y, por supuesto, los de la gente sencilla- coinciden en que son personas dedicadas a defender a los pobres.
Personalmente me ha llegado a producir hastío hasta la misma palabra "investigación".  En nuestra comunidad, cuando los sucesivos gobiernos anunciaban que se llevaría a cabo "una investigación exhaustiva" ante un crimen notorio, solíamos comentar irónicamente que bastaría con una investigación sencilla, normal y corriente, pues las investigaciones "exhaustivas" nunca terminan.  Ojalá las promesas de investigación no se conviertan en elegante excusa precisamente para no detener la represión.  Y ojalá la investigación de este caso, si es que se lleva a cabo hasta el final y se juzga a los responsables, no sea un "cover up" para distraer la atención de los 70.000 casos que deben ser investigados ni -en el colmo del sarcasmo- una excusa para decir que las cosas van mejorando en El Salvador.
La palabra "investigación" ha corrido el mismo destino que otras nobles palabras "democracia", "elecciones"...  dicen poco o nada, y se usan muchas veces para encubrir lo contrario de lo que significan.  Personalmente, pienso a veces que es mejor que no haya una investigación, que quede para la historia que quien asesinó a Monseñor Romero y a miles de cristianos fue el pecado del mundo, el antirreino, los ídolos. Pues mucho más importante es repetir y proclamar esa gran verdad que llegar a saber un día quién fue el asesino material.  Y es importante impedir que los ídolos y quienes los apoyan puedan llegar a tranquilizar su conciencia porque, al fin y al cabo, ya se conoce quién apretó el gatillo.
La cuarta reflexión es obligada.  Si se puede matar con tal impunidad a estos jesuitas, conocidos y respetados, personajes internacionales algunos de ellos, pudiendo prever -como está ocurriendo- las reacciones mundiales, los altos costos políticos, las presiones internacionales, si nada de esto pudo poner freno a la barbarie de asesinar a seis sacerdotes, podrá fácilmente comprenderse cuál es la defensa que tendrán los campesinos perdidos en pueblecitos y cantones: prácticamente ninguna.  Aunque sea obvio, hay que repetirlo.  ¿Quién en el mundo trabaja realmente para frenar y pedir una investigación de las masacres de El Mozote y del Sumpul o de la más reciente, el 31 de octubre de este año, de los diez sindicalistas asesinados en plena luz del día?  Esta vez se conocen los nombres de dos sencillas mujeres del pueblo, Julia Elba y Celina, y también se investigarán sus muertes junto con las de los jesuitas.  Pero muchísimos más nombres permanecen en el anonimato, y sus muertes sin investigación.  Como dijo  el Señor Jesús, si estas cosas se hacen con el leño verde, ¿qué no se harán con el leño seco?
Mi última reflexión es algo que me ha venido a la mente con frecuencia al pensar en el caso de Monseñor Romero.  Por supuesto que esclarecer su caso es importante para el país si ello muestra voluntad de verdad y significa un freno para futuros posibles asesinatos.  Pero muchas veces tengo la sensación de que investigar su caso y, ahora, el de los jesuitas no es más que dar vueltas alrededor de cadáveres sin el más mínimo interés por lo que los asesinados fueron en vida y por la herencia que nos han legado.  Los gobiernos de El Salvador y de los Estados Undos hablan ahora de investigar el caso de los seis jesuitas.  Ojalá la hagan. Pero ¿no es mucho más importante para el país recordar lo que hicieron en vida, mantener presente su espíritu?
Los pobres de El Salvador lloran a sus muertos,pero quieren sobre todo que siga vivo aquello por lo que dieron su vida.  Si se nos permite soñar, ¿no será más importante mantener vivos a estos mártires que esclarecer sus cadáveres?  ¿No es mucho más necesario para el país mantener la verdad, la misericordia, la justicia, la dignidad por la que vivieron, que saber los nombres de sus asesinos?   Lo segundo no es nada fácil, como sabemos, pero lo primeros mucho más difícil y más necesario.  Ojalá soñemos, algún día el gobierno salvadoreño y el gobierno y el congreso norteamericanos pongan a producir lo que fueron en vida estos martires, estudien en serio lo que estos hombres proponían como solución para el país, reconozcan la verdad tal como ellos la analizaron, reconozcan que sin justicia y sin respeto a los derechos humanos no habrá solución -con o sin elecciones-.  Estos mártires no quieren  venganza, ni siquieran están interesados en que se les haga justicia a ellos.  Lo que quieren es que la paz y la justicia lleguen a El Salvador y que se recorran los mejores caminos que ellos nos dejaron para alcanzarlas.
Estas son las reflexiones que se me ocurren a propósito de los asesinos de mis hermanos jesuitas.  Importante es saber quiénes los mataron, pero más importante es saber por qué se puede asesinar tan impunemente, antes, durante y después de los hechos.  Importante es aclarar asesinatos notorios, pero más importante es esclarecer los asesinatos masivos de campesinos que mueren anónimamente.  Importante es que en muerte se haga justicia a mis hermanos jesuitas, pero mucho más importante es que se les mantenga presentes poniendo a producir lo que fueron e hicieron durante sus vidas.

5. ¿QUE UNIVERSIDAD NOS DEJAN?
La negrura de los asesinatos esclarece trágicamente cosas muy importantes:  que hay ídolos en este mundo y producen víctimas, que hay pecado y produce muerte. Pero cuando estos asesinatos  son      también   martirios -miles ha habido en El Salvador-, entonces iluminan lo más decisivo de nuestras vidas.  Con la muerte se dice la verdad sobre la propia vida, y con su muerte estos jesuitas han dicho la verdad sobre la propia vida, y con su muerte estos jesuitas han dicho la verdad sobre lo que fueron e hicieron; pero su muerte martirial confirma también que lo que fueron e hicieron fue verdad.  Por ello, aunque pueda parecer una digresión, quisiera mencionar ahora tres cosas importantes que quedan iluminadas por su martirio: lo que es una universidad de inspiración cristiana, una Iglesia de los pobres y una teología de la liberación.  Lo hago porque son temas importantes, actuales y también debatidos, y por ello necesitan ser iluminados.  Y lo hago porque en estas cosas nos han dejado una importante herencia.
¿Qué universidad nos dejan?  Ante todo, nos dejan una nueva idea de universidad cristiana para nuestro tiempo -comparable en su empaque a la John Henry Newman hace un siglo- y muchas realizaciones de esa nueva universidad de inspiración cristiana.  Ya al hablar del por qué los mataron he dicho algunas cosas sobre lo que para ellos era la UCA, idealmente, por supuesto, pero también en muchas de sus realizaciones.  Dicho ahora en una palabra, nos dejan el que el saber universitario y cristiano tiene que ser puesto y puede ser puesto al servicio de los pobres.
Sobre esta idea de una nueva universidad cristiana al servicio de los pobres escribieron muchas páginas.  Y aunque en este escrito he evitado largas citas, permítaseme -para ser conciso- una excepción, ofreciendo las palabras que pronunció Ignacio Ellacuría cuando recibió un doctorado "honoris causa" en la universidad de Santa Clara, California, en 1982, sobre lo que es una universidad de inspiración cristiana.
"El punto de arranque para nuestra concepción de lo que debe ser una Universidad viene dado por una doble consideración.  La primera y más evidente, que la Universidad tiene que ver con la cultura, con el saber, con un determinado ejercicio de la racionalidad intelectual.  La segunda, ya no tan evidente y común, que la Universidad es una realidad social y una fuerza social, marcada históricamente por lo que es la sociedad en la que vive y destinada a iluminar y transformar, como una fuerza social que es, esa realidad en la que vive y para la que debe vivir...
Nuestro análisis intelectual encuentra que nuestra realidad histórica, la realidad de El Salvador, la realidad del Tercer Mundo, es decir, la realidad de la mayor parte del mundo, la realidad histórica más universal, se caracteriza fundamentalmente por el predominio efectivo de la falsedad sobre la verdad, de la injusticia sobre la justicia, de la opresión sobre la libertad, de la indigencia sobre la abundancia; en definitiva, del mal sobre el bien...
Inmersos en esa realidad, poseídos por ella, nos preguntamos qué hacer universitariamente. Y respondemos, ante todo, desde un planteamiento ético: transformarla, hacer lo posible para que el bien domine sobre el mal, la libertad sobre la opresión, la justicia sobre la injusticia, la verdad sobre la falsedad y el amor sobre el odio. sin este compromiso y sin esta decisión no comprenderemos la validez de una Universidad y, menos aún, la validez de una Universidad de inspiración cristiana...
Una Universidad de inspiración cristiana es aquella que enfoca toda su actividad universitaria... desde el horizonte iluminador de lo que significa una opción preferencial cristiana por los pobres.. La Universidad debe encarnarse entre los pobres intelectualmente para ser ciencia de los que no tienen ciencia, la voz ilustrada de los que no tienen voz, el respaldo intelectual de los que en su realidad misma tienen la verdad y la razón, aunque sea a veces de modo de despojo, pero que no cuentan con razones académicas que justifiquen y legitimen su verdad y su razón...
Nuestra universidad ha intentado modestamente ponerse en esta línea difícil y conflcitiva.  Ha obtenido algunos resultados a través de sus investigaciones, de sus publicaciones, de sus denuncias; a través, sobre todo, de unos hombres que han dejado otras alternativas más brillantes, más mundanas y más lucrativas para entregarse vocacionalmente a la liberación universitaria del pueblo salvadoreño; a través, en algunos casos, de estudiantes y profesores que han pagado muy dolorosamente con su propia vida, con el exilio, con el ostracismo, su entrega al servicio universitario de las mayorías oprimidas.
Por esta labor hemos sido duramente perseguidos... Si nuestra Universidad nada hubiera sufrido en estos años de pasión y de muerte del pueblo salvadoreño, es que no habría cumplido con su misión universitaria ni, menos aún habría hecho visible su inspiración cristiana.  En un mundo donde reinan la falsedad, la injusticia, la represión, una Universidad que luche por la verdad, por la justicia y por la libertad no puede menos de verse perseguida".
Así es, en pocas y lúcidas palabras, como pensaban esos hombres lo que es una universidad de inspiración cristiana en el tercer mundo.  Y a ello llegaron no sólo por reflexión teórica, sino también por reflexión sobre la experiencia histórica de lo que es una universidad en el tercer mundo.  Por ello eran muy conscientes tanto de las posibilidades como de la peligrosidad de una universidad para extender el reino de Dios.  Quizás extrañe decirlo, pero eran muy conscientes de que también una universidad está amenazada de pecaminosidad, de que puede servir al antirreino; más en concreto, de que puede reforzar a través de los profesionales que produce y a través de su peso social las estructuras injustas de una sociedad. Y no sólo que la universidad pueda ser todo esto, sino que con frecuencia es e introduce pecado en la sociedad.  Por eso no fueron nada ingenuos sobre las posibilidades de una universidad, sino críticos.  Creían que, como cualquier realidad de seres humanos, la universidad y su instrumento específico, el saber racional, están también amenazados de pecaminosidad y que, por lo tanto, una universidad de inspiración cristiana tiene que ser ante todo una univerasidad convertida.  Y la conversión fundamental consistía en poner todo su peso social a través de su instrumento específico, el saber racional, en favor de la mayoría populares. Eso es lo que pretendieron e hicieron estos hombres: optar universitaria y cristianamente por los pobres.
Queda, entonces, la permanente lección -quizá pueda ser útil en estos días en que en  el Vaticano se está redactando un documento sobre las universidades católicas- de que es posible una universidad cristiana en el tercer mundo: universidad no aislada en una torre de marfil y con corazón de piedra ante el sufrimiento de los pobres, sino universidad encarnada en sus sufrimientos y esperanzas y con corazón de carne. Queda también la permanente lección de que cualquier actividad cristiana, también la universitaria, se hace en presencia del antirreino que se opone y le hace contra; en el caso de una universidad, en presencia de la mentira.  Queda la lección de que no sólo hay que superar la ignorancia, sino combatir y entablar una lucha a muerte contra la mentira. Queda la lección de que -como ocurre siempre, ya desde los profetas y desde Jesús- afirmar y analizar la verdad es defender a los pobres y, por ello, enfrentarse a sus opresores.  Queda la lección, la más importante y la que dio vida a esos hombres, de que una universidad puede ser la voz de los pobres, puede mantener su esperanza y puede ayudarles en sus caminos de liberación.
Y queda la lección suprema, la del mayor amor.  Trágicamente, a lo largo de toda la historia, quienes anuncian y fomentan el reino de Dios tienen que enfrentarse con el antirreino.  No importa que lo hagan como campesinos, obreros, religiosos, sacerdotes, obispos, profesionales o universitarios; todos ellos son perseguidos.  También a estos jesuitas universitarios los mataron por defender a los pobres.  Y si la magnitud del ataque es proporcional a su identificación con los pobres, entonces puede decirse que muy grande ha sido la defensa que la UCA ha hecho de los pobres.

6. ¿QUE IGLESIA NOS DEJAN?
Hablar hoy de la Iglesia es asunto delicado y aun polémico.  Se comprenderá que no es mi intención en absoluto ni es éste el momento de entrar en polémicas ni de defender intereses, sino momento de sinceridad ante Dios y ante nosotros mismos.  Por eso, en presencia de sus cadáveres, sólo pretendo ayudar a reflexionar con serenidad sobre el problema perenne y fundamental, vuelto a poner de relieve por el Vaticano II y Medellín, sobre lo que es la verdadera Iglesia de Jesús y sobre cómo deben ser hoy en nuestro mundo los seguidores de Jesús, los miembros de su cuerpo en la historia.
En la misa de funeral, ante los seis cadáveres, el nuncio de su santidad los llamó "verdaderos hijos y miembros de la Iglesia". Y les dio el nombre que la Iglesia reserva para sus mejores hijos: "mártires".  Y tiene toda la razón, porque en verdad fueron eclesiales.  Se ha dicho frecuentemente, sin ninguna ironía, sino con sinceridad, que, aunque han abundado conocidamente las tensiones de los jesuitas con algunos miembros de la jerarquía, los jesuitas de Centroamérica hemos crecido en eclesialidad en estos últimos años.  Y la razón para esta afirmación es que estamos ahora más integrados dentro del pueblo de Dios, participamos más de su vida real, nos sentimos menos elitistas y triunfalistas y más llevados por la fe, la esperanza y el amor de otros, sobre todo de los pobres del pueblo de Dios,  Procuramos también seguir y presentizar mejor a Cristo en la historia, cuyo cuerpo somos, para hacer presente en el mundo a Cristo, sacramento de salvación.  Esta es la Iglesia que nos legó el Vaticano II, y a ella queremos ser fieles.  Y Medellín afirmó muy claramente que los pobres presentan a la Iglesia el mayor desafío, que la Iglesia no puede desoírlo, que tiene que vivir y desvivirse por su liberación total; en una palabra, que la Iglesia tiene que convertirse y ser Iglesia de los pobres.  También a esa Iglesia queremos ser fieles.
Esta es la Iglesia a la que pertenecieron los seis jesuitas, la que representaban también oficialmente en su trabajo estrictamente sacerdotal y, sobre todo, la Iglesia que quisieron construir.  En esa Iglesia vivieron y gozaron, pero también sufrieron.  Les dolía la Iglesia cuando no estaba a la altura de las circunstancias, cuando miraba más por sí misma y la institución que por el dolor del pueblo, cuando varios de sus jerarcas mostraban incomprensión e indiferencia ante el sufrimiento del pueblo y rechazaban sus mejores aspiraciones, cuando -incomprensiblemente- silenciaban a Monseñor Romero.  Pensaban, en conjunto, que la Iglesia pasa por un proceso de involución, que poco a poco se ha querido silenciar al Vaticano II, a Medellín, a Monseñor Romero, a las comunidades eclesiales de base, a la vida religiosa en América Latina.  ÁY cuánto sufrieron por ello!  Por eso también erán críticos, dentro de la Iglesia, por supuesto, con libertad y madurez, y pensaban que la denuncia profética al interior de la Iglesia era una gran e insustituible servicio a ella misma, mientras que la adulación y el servilismo -que siempre son premiados- es un grave mal que se le hace a la Iglesia.  En una palabra, se sabían Iglesia, deseaban lo mejor para la Iglesia y, sobre todo, deseaban y trabajaban por construir la mejor Iglesia para el pueblo salvadoreño.
Si recuerdo ahora estas cosas, es para que su martirio nos ayude a todos a esclarecer y solucionar un problema eclesial serio que, lejos de desaparecer, va en aumento.  Desde hace algunos años, en América Latina sobre todo, ha vuelto a salir a la superficie un viejo problema: cuál es la verdadera Iglesia.  No se habla ahora de ello en términos dogmáticos, por supuesto, pero sí en términos operativos.  No está muy claro qué nombre actualizado se le pone hoy oficialmente a la verdadera Iglesia, pero éste suele ir en la línea de la "comunión", entendida eficazmente como sumisión de abajo hacia arriba.  Y se recalca, con verdad, su ÇmisterioÈ, pero con menoscabo y sospecha de llamarla "pueblo de Dios".  De esta forma, se favorece realmente que la Iglesia pueda, en cuanto Iglesia, desentenderse de lo que está abajo en la historia de los pobres, que pueda desentenderse de buscar en ellos inspiración, el espíritu de las bienaventuranzas, la luz que proviene del siervo sufriente de Jahvé.  Y así, aunque haga cosas buenas en su favor, favorece el no hacer de los pobres algo central dentro de la Iglesia, ni del desvivirse por ellos su misión central.
Por otra parte, en América Latina se ha creado la expresión "Iglesia de los pobres", Iglesia que hace central en su misión y su configuración a los pobres de este mundo.  Pues bien, hacia esta Iglesia de los pobres hay sospechas y, cuando se le llama "Iglesia popular", es para designar formas peligrosas y equivocadas de ser Iglesia, para desacreditarla o condenarla.  Eso lo sabemos todos, y muchos sufrimos por ello.  Sufrimos, porque se la condena muchas veces sin conocerla bien y sin dialogar con ella.  Y sufrimos, sobre todo, porque no se reconoce ni se acepta agradecidamente que esa Iglesia de los pobres, con todas sus limitaciones y errores, está produciendo mucha fe, mucha esperanza, mucho amor y mucho martirio.
Todo esto lo digo ahora sin acritud y con la esperanza de que estos seis nuevos mártires, junto a tantos otros, nos hagan reflexionar a todos.  Estos jesuitas asesinados gozaron de la amistad y del respeto de algunos -muy pocos- hermanos obispos.  Ciertamente fueron amigos íntimos y colaboradores muy cercanos de Monseñor Romero, y con frecuencia han colaborado fraternalmente con Moseñor Rivera.  Obispos como don Pedro Casaldáliga han estado en nuestra casa, y en ella se han sentido como en su casa.  Obispos católicos y de otras Iglesias hermanas protestantes nos han visitado en la UCA y hemos departido fraternalmente, cristianamente, como miembros, todos, del pueblo de Dios y de la Iglesia de Jesús, cada uno con su función y carisma específico.  Pero de alguna forma estos jesuitas eran también vistos como miembros y representantes supuestamente de una Iglesia peligrosa, poco obediente, sospechosa, quizás hasta poco ortodoxa.  En su trabajo pastoral sacerdotal eran aceptados en la arquidiócesis, y algunos de ellos eran invitados, excepcionalmente, a dar charlas y retiros a los sacerdotes.  Pero, en conjunto, no eran muy bien vistos por muchos obispos en El Salvador y en el área centroamericana.  Sus ideas, su teología y su compromiso estaban bajo sospecha.  Ni Ignacio Ellacuría, ni Amando López ni Juan Ramón Moreno -por citar a los tres que eran teólogos de profesión- eran habitualmente invitados a ofrecer sus reflexiones teológicas, útiles para los graves problemas del país y del área centroamericana.  No sé todavía -cuando escribo estas líneas- si la Conferencia Episcopal de El Salvador ha dicho algo importante sobre su asesinato.  Un obispo salvadoreño, ya retirado, nos acusaba públicamente a los jesuitas de la UCA de ser los causantes de todos los males, incluida la violencia, en el país.  Por prudencia en algunos casos, por positivo rechazo o desacuerdo con ellos en otros, estos hombres, que tenían mucho que aportar a la Iglesia, eran ignorados y a veces hasta atacados dentro de la institución. Caía sobre ellos la sospecha de pertenecer a eso que se ha dado en llamar la "Iglesia popular" o de ejercitar el también llamado "magisterio paralelo".
De nuevo, sin ninguna acritud ni amargura, desearía que estos martirios -junto a los de tantos otros cristianos- nos hicieran reflexionar sobre este candente problema actual latinoamericano de cuál es la verdadera Iglesia de Jesús.  Para determinarla, se podrán y deberán usar varios criterios: la comunión con la jerarquía, la formulación ortodoxa de la fe... Pero sería peligroso, y en el fondo absurdo, que no se usaran también otros criterios más primarios y más fundamentales allí donde se juega la sustancia eclesial.  ¿No habrá verdadera Iglesia allí donde -además de la comunión de abajo hacia la jerarquía- se da la comunión de arriba hacia el pueblo de Dios, hacia los pobres de este mundo, los verdaderos privilegiados de Dios?  ¿No habrá verdadera Iglesia allá donde -además de las tradicionales prácticas sacramentales y apostólicas- se da una decidida evangelización a los pobres, la comunicación y puesta en práctica de la buena nueva de Dios para ellos, el compromiso solidario con ellos hasta participar de su cruz?  ¿No habrá verdadera Iglesia allí donde -además de la obediencia y fidelidad a lo que nos ha transmitido la tradición- se da la obediencia y fidelidad primaria a la actual voluntad de Dios, que lleva hasta a dar la vida?
He formulado todo esto en forma de pregunta retórica, pues la respuesta es evidente.  No hay que elegir entre las cosas que he mencionado, pero es importante recalcar dónde está la primariedad.  Servir a la Iglesia y a la Iglesia jerárquica es importante para un cristiano y para un jesuita, por supuesto, y estos jesuitas lo hicieron siempre que se les pidió algún trabajo. Pero no hay que olvidar algo más obvio y más fundamental: que la Iglesia es sacramento de algo mayor que ella misma, sacramento del reino de Dios y del Dios del reino.  El último servicio no puede ser a la Iglesia, sino, en la Iglesia, a Dios y a los pobres, pórque Dios es mayor que la Iglesia y los pobres, y el comunicarles la buena noticia es la razón de ser de la Iglesia, como lo dijo bellamente Pablo VI en su exhortación Evangelii Nuntiandi.
Esto produce tensiones, como todos sabemos, que hay que vivir con honradez, entereza, caridad y esperanza.  Pero no debiera hacernos perder lucidez.  Se sirve y se ama en verdad a  la Iglesia cuando, dentro de ella, se la descentra hacia el reino de Dios, cuando se hace de ella sacramento de algo mayor que ella misma, cuando se hace de ella signo del reino de Dios y realidad toda ella volcada a los pobres de este mundo, para quienes es el reino de Dios.  Esto es lo que ilustra la vida eclesial de estos jesuitas y de muchísimos otros, y éste es, aunque muchos no quieran aceptarlo, su mejor aporte a la Iglesia.  Esto los hace incómodos, ciertamente, pero la sacudida que operan dentro de la Iglesia no es para destruirla, como se ha llegado a decir, ni para debilitarla ni para atacarla. Más bien, al contrario, es para ayudarla a ser mejor Iglesia de Jesús.
A esta Iglesia, como he dicho, se le suele llamar "Iglesia de los pobres" y, peyorativamente, "Iglesia popular" o "Iglesia paralela".  No quisiera negar ahora que no hay exageraciones y errores en esta forma de ser Iglesia, excesiva politización a veces, o dependencia de movimientos políticos populares en algunos casos; lo cual ocurre más entre algunos de sus dirigentes que entre los cristianos sencillos que forman las comunidades de base.  De hecho, también en las publicaciones de la UCA se ha abordado ese problema y se ha criticado a veces lo que parecía criticable.
Pero, dicho todo esto, admitiendo las limitaciones y equivocaciones de la Iglesia de los pobres, hay algo que no se puede ignorar y sería peligroso y nocivo ignorar, incluso para la misma Iglesia institucional. Esta Iglesia de los pobres es la Iglesia más activa y creativa, es la más comprometida con las justas causas populares, es la que mejor fomenta la comunidad para superar el endémico mal del individualismo, aunque sea el religioso, la que genera más esperanza para superar la resignación, la que mejor unifica lo salvadoreño y lo cristiano, y ciertamente la que genera más misericordia, más justicia, más compromiso y más amor al pueblo sufriente.  Si de buscar criterios se trata para saber cómo anda la Iglesia, no se pueden ignorar estas realidades.  Y lo que no se puede ignorar es que esta Iglesia ha sido perseguida con  ferocidad sin igual, ha derramado generosamente su sangre y ha producido innumerables mártires que son la verificación del amor mayor.  Y si el final de la vida es lo que dice la verdad más profunda sobre la vida misma, no se puede negar que en esta forma de ser Iglesia ha habido mucho de cristiano.  Si tantos han muerto como Jesús, es que muchos han vivido como Jesús. Esto es lo que ilustra la vida y la muerte de Monseñor Romero, de los sacerdotes y religiosas asesinados, de tantos sencillos cristianos, catequistas, predicadores de la palabra, miembros de las comunidad de base, y ahora de estos seis jesuitas.
Sería trágico para la construcción del reino de Dios y para la construcción de la verdadera Iglesia tomar como criterio de verdad lo que es importante, pero secundario, y desdeñar lo que es primero y esencial. Todos lo sabemos, pero hay que recordarlo. El Salvador y toda América Latina ha dado muestras de una increíble fe y de un increíble amor. Son muchísimos los mártires en nuestros países, y si ese amor mayor no es criterio de verificación de verdadera Iglesia, puede uno preguntarse qué lo será.  Recordemos que no todos en la Iglesia han sido perseguidos, sino que muchos han sido favorecidos y halagados por los opresores.  Han sido perseguidos aquellos que se han parecido más a Jesús y, como él, han optado en verdad por los pobres.  Y por ello la persecución no conoce denominaciones: católicos, luteranos, episcopalianos, bautistas, etc... todos ellos han sufrido persecución cuando se han puesto al servicio de los pobres.
Digamos para terminar, que estos jesuitas asesinados sentían muy en su carne a la Iglesia.  ¿No será hora, en presencia de esta nueva sangre derramada, de la sangre de tantos sacerdotes y religiosas de América Latina, en presencia sobre todo de la sangre derramada por tantos cristianos de las comunidades en América Latina, de reafirmar la Iglesia de los pobres,  Es urgente y necesario, para bien de los pobres y de la misma Iglesia, replantear con serenidad, con verdad y con justicia esta situación anómala de que una iglesia más comprometida y martirial es sospechosa, mientras que los grupos eclesiales poco comprometidos y nada perseguidos para nada son sospechosos.  Es urgente y necesario el diálogo intraeclesial, sereno y fraternal al interior de la Iglesia, con la honradez de todos para reconocer los fallos propios y con la apertura de todos al amor de los que han derramado su sangre.  A ellos se lo debemos y desde ellos podremos construir una Iglesia que sea verdadera comunión y verdadera Iglesia de los pobres.

7. ¿QUE TEOLOGIA NOS DEJAN?
Digamos también una palabra sobre la teología de la liberación.  Se comprenderá que no es éste momento para una defensa mezquina de propios intereses, sino momento de reflexionar a fondo sobre la verdad de las cosas y de la teología. La reflexión la sugiere y la impone el que uno de los asesinados, Ignacio Ellacuría, fue un reconocido teólogo, y también lo fueron Amando López y Juan Ramón Moreno.  Todos ellos intentaron hacer teología de la liberación  Y para captar lo que de luminoso para la teología tiene su martirio, recordemos el tipo de objeciones que suele hacérsela, de nuevo sin ánimo de polémica, sino de reflexión serena.
Esta teología, como es sabido, ha sido criticada desde hace mucho tiempo; y, afortunadamente, los primeros que la criticaron fueron los  poderosos de este mundo. Con gran clarividencia -desde sus propias perspectivas- ha sido duramente criticada y atacada ya desde el informe Rockefeller hasta el informe de Santa Fe, de los asesores de Reagan.  También ha sido criticada depués por el CELAM y por el Vaticano en su primera instrucción, aunque éste mitigase su crítica en la segunda.  Todo esto es conocido y no voy a insitir en ello, pues ya se ha respondido abundantemente, e Ignacio Ellacuría escribió un largo y excelente artículo en respuesta a la primera instrucción.
Quisiera , más bien, referirme ahora a otro tipo de acusaciones que se hacen a la teología de la liberación algunas de ellas con buena intención, otras con desconocimiento de causa y otras con total incomprensión, más bien como autodefensa ante los cuestionamientos de esa teología.  De esta manera nos introduciremos mejor, creo yo, en lo más específico de la teología de la liberación.
Dicen unos que la teología de la liberación es insuficientmente científica , que está animada por la fe, sí, pero que es poco crítica y hasta ingenua. Dicen otros, en sentido contrario, que la teología de la liberación es, en el fondo, elitista, cosa de pensadores de escritorio que no llega a las mayorías.  Y muchos dicen, o quisieran decir, que la teología de la liberación ya ha dado de sí todo lo que podía, que ya ha pasado de moda.  Yo creo que en estas críticas hay alguna o mucha verdad, según los casos, pero no aparece toda la verdad ni la verdad más importante de la teología de la liberación.  En cualquiera caso, no aparece la verdad de la teología de la liberaicón tal como la entendían y practicaban estos jesuitas.
Verdad es que la teología de la liberación debe progresar en conocimeintos de todo tipo, en autocrítica intelectual, en capacidad de sistematización. Y en ello insistía mucho Ignacio Ellacuría, genial pensador a quien no se podía acusar de no valorar el componente intelectual de la teología.  De hecho, muchas veces en la UCA hemos pedido a teólogos de otras latitudes que nos ayuden con el inmenso capital que tienen de conocimientos teológicos de bibliotecas y tiempo, de los que aquí carecemos -y recuérdese, que, simbólicamente, también la biblioteca de teología del Centro "Monseñor Romero" fue parcialmente destruida después de cometer los asesinatos-. Mucho agradecemos a los teólogos que nos han acompañado en todo esto, especialmente a los teólogos, jesuitas y no jesuitas, que han venido de España a aportar aquello de lo que nosotros carecemos, incluso con algunas críticas suyas positivas y cariñosas, y también a aprender -así lo repiten- a hacer teología en El Salvador.
Pero, dicho todo eto, todavía está por ver qué teología, de las académicas y científicas, ha recogido lo fundamental de la Escritura y del Evangelio, de la actual palabra de Dios en el hoy de la historia, si es que se cree que Dios todavía sigue hablando hoy a sus criaturas; qué teología ha dado respuesta al mayor problema de la humanidad de hoy, que es el viciamiento de la misma creación de Dios a causa de la pobreza, la opresión y la muerte; qué teología ha unificado teología y espiritualidad -opción por los pobres-.  De nuestras limitaciones somos bien conscientes, y toda ayuda y toda crítica es cordialmente bienvenida.  Pero sería empobrecedor y erróneo para los críticos académicos de la teología de la liberación ignorar la novedad y el aporte estrictamente intelectual de ésta, su capacidad de redescubrir cosas absolutamente fundamentales de la revelación de Dios que, en las teologías académicas y científicas, han dormido el sueño de los justos durante siglos, su replanteamiento de lo que es conocer teológicamente, su replanteamiento de la verificación de las verdades teológicas, etc.  Esto lo ha hecho insignemente Ignacio Ellacuría:  que la teología tome en serio los signos de los tiempos para que la teología sea elevar la realidad a concepto teológico; comprender la teología como la teoría de una práxis histórica y eclesial (personalmente lo he reformulado afirmando que la teología es intellectus amoris, misericordiae, iustitiae).
Se puede discutir honestamente si la teología de la liberación tiene muchos saberes (saberes, en plural), y se puede exigir, ciertamente que estos saberes se sistematicen mejor.  Pero estoy convencido de que ofrece a todos un saber fundamental acerca de Dios y acerca de este mundo realmente verdadero, serio, razonado y argumentado y, si se quiere, científico. Y, en cualquier caso, al menos para aquellos hermanos jesuitas que quieren hacer teología, la teología de estos jesuitas, teología de la liberación, muestra que es la teología más ignaciana en el mundo de hoy, pues está guiada por la búsqueda de la voluntad de Dios hoy, para ponerla  en práctica, y por el seguimiento de Jesús hoy, pobre y humilde.
Verdad es también, como dicen otros, que la teología de la liberación no llega, en cuanto teología formulada técnicamente, a las mayorías populares, que normalmente no conocen ni siquiera el nombre de esa teología ni de ninguna otra.  Si se quiere, la teología de la liberación es hecha por "profesionales".   Pero nada de esto implica que sea elitista, hecha en un escritorio para élites que la leen después en sus escritorios.
La teología de la liberación no es -directamente- masiva y popular, como no lo es ninguna de las teologías convencionales, pero se relaciona muy específicamente con lo popular y masivo, porque recoge la verdadera realidad de las mayorías populares, ciertamente su pobreza, su sufrimiento y su esperanza; más aún, recoge muchas de las reflexiones y teologías populares de las comunidades.  Los que rescogen la realidad son pocos, élite; pero la realidad recogida es la de muchos, la de los pobres.  Ignacio Ellacuría repetía que se hace teología sentado en un escritorio, pero no se hace desde un escritorio, sino dessde los pobres.  Y a ellos se les devuelve la verdad teológica descubierta desde ellos, aunque las formas en que les llega no son las académicas, obviamente, sino los pequeños folletos, las homilías, las reflexiones bíblicas de las comunidades, los libros de cantos, etc.  Si las mayorías populares, hoy, comprenden un poco mejor que lo que están sufriendo es el pecado del mundo, que Dios es un Dios de los pobres, de ellos, que lo que aunció Jesús es un reino de vida y justicia para ellos, que por ello sufrió el destino de los pobres y fue asesinado; si las mayorías populares sienten un poco más de ánimo en trabajar y luchar generosa y noblemente para que la vida alcance a todos, entonces, aun sin haber oído una palabra de la teología de la liberación, ésta les ha llegado.
Verdad es, por último, que la teología de la liberación no puede dormirse en los laureles, que tiene que abordar con mayor seriedad -como lo está intentando hacer- nuevas problemáticas: la religiosidad popular, las religiones indígenas, la mujer, la ecología... Pero lo que me suele dejar sin aliento es cuando se repite que la teología de la liberación ya ha pasado de moda.  De nuevo, que tal o cual libro o autor de la teología de la liberación vaya perdiendo actualidad es posible  y aun probable, y a medida que pasa el tiempo es incluso posible que todos ellos vayan quedando desactualizados.    Pero nada de esto significa que la teología de la liberación, como tal,  no sea -desafortunadamente- muy actual y muy urgente, y cada vez más actual y más urgente.  Don Luciano Méndez, obispo brasileño jesuita, dijo una vez que "la teología de la liberación ha puesto el dedo en la llaga de América Latina".  Eso fue  verdad entonces y sigue siendo verdadahora.  La opresión en el tercer mundo  no es una moda, sino algo muy actual y en aumento.  La llaga de América Latina, lejos de curarse, se ensancha y se infecta cada vez más.  Como Ellacuría repetía, a Dios no le ha salido muy bien la creación, y ésta va a peor: hoy hay más millones de pobres en el mundo que ayer y menos de los que habrá mañana.
Es muy importante, pues, recordar y mantener lo fundamental: liberación es correlativo a opresión, y la opresión y la injusticia persisten y van en aumento, en forma de creciente empobrecimiento en el tercer mundo; en forma de un mayor e inhumano distanciamiento entre países ricos y pobres; en forma de conflictos bélicos -más de cien desde la última guerra mundial y todos ellos en el tercer mundo-; en forma de desculturización a través de la imposición de culturas comerciales foráneas...  La opresión no es una moda.  Los clamores de los oprimidos siguen llegando al cielo y, como dice Puebla, cada vez con mayor vigor.  Y Dios sigue hoy recogiendo esos clamores, sigue condenando la opresión y sigue animando a la liberación.  Si esto no se capta, no se entiende una palabra de la teología de la liberación.  Y lo que me pregunto es sobre qué va a versar la teología si ignora este hecho fundamental de la actual creación de Dios, cómo va a llamarse a sí misma "cristiana" una teología que pasa por alto la crucifixión de pueblos enteros y su necesidad de resurrección, aunque en sus libros siga hablando de un crucificado y un resucitado hace veinte siglos.  Por ello, si quienes hacen teología de la liberación no lo hacen bien, que otros la hagan y la hagan mejor.  Pero alguien la tiene que seguir haciendo.  Y, por amor de Dios, que no se le llame "una moda".
Ojalá llegue pronto el día en que la opresión, la pobreza indigna e injusta y la represión cruel y masiva cesen de existir.   Ese día la teología de la liberación quedará obsoleta, y por ese día trabajan los teólogos de la liberación, aunque ese día se queden sin oficio.  Pero, mientras dure la opresión -y todas las estadísticas dan que América Latina va a más pobreza-, la teología de la liberación es necesaria y urgente.  Es la única teología- o, por lo menos, la única que lo hace con absoluta seriedad- que defiende a los pobres de este mundo.  Y, recordemos, es una teología que tiene mártires, como aquellos Ignacio de Antioquía y Justino de los primeros siglos, lo cual, como siempre, muestra que al menos ha sido teología cristiana.
No quisiera que esto que he dicho sonara a exabrupto ni, menos aún, a defensa de intereses personales, que poco lugar tienen ahora en mi pensamiento.  Sí quisiera que fuera una llamada a la seriedad de la teología.  Los cadáveres de los jesuitas muestran que esa teología no es elitista, sino popular, pues ha surgido en defensa del pueblo y se ha sumergido en el destino del pueblo.  Muestran que algo serio ha dicho esa teología, también científica y académicamente, pues no olvidemos que lo más temido de esos hombres ha sido su palabra seria y razonada, su palabra teológica en este caso.  Y muestran, en cualquier caso, que la opresión -aquí en forma de cruel asesinato- sigue siendo una realidad pavorosa a la cual la teología tiene que responder, y sin responder a la cual en vano se llamará cristiana.

8. ¿QUE ES LO QUE NOS QUEDA EN VERDAD?
Después de estas reflexiones, casi digresiones, quisiera volver, para terminar, al hecho mismo del asesinato y preguntarme qué es lo que queda en la historia salvadoreña y en el fondo de los corazones de quienes seguimos viviendo.  Ya he dicho al principio que este asesinato-martirio ha sido para mí distinto de otros muchos.  En otras ocasiones, en las misas de los mártires con sus cuerpos presentes, junto al dolor se palpaba la esperanza e incluso el orgullo y el gozo de ser cristiano.  Esta vez las cosas han sido diferentes, y la pregunta por lo que queda se me ha impuesto de una manera distinta.  La respuesta en este caso muy personal, pero espero que vaya más allá de lo personal y pueda iluminarnos a todos.
Ante todo, queda un pueblo sufriente y todavía más desprotegido.  Estos asesinatos han acaecido precisamente en una semana de guerra que ha dejado alrededor de mil muertos, incontables heridos, miles de viviendas pobres destruidas y gente pobre que ha tenido que dejar sus casas y buscar refugio en otros lugares, como tantas otras veces ha ocurrido en el país.  otros tendrán la tarea de analizar política y éticamente la responsabilidad de lo acaecido, lo acertado o equivocado del accionar del FMLN en la ciudad en estos días y de analizar y juzgar la reacción de la fuerza armada.  Pero, como siempre, lo que está más claro es que queda un pueblo que, en esta semana, se ha visto todavía más empobrecido, más aterrorizado, y que ha visto disiparse todavía más las esperanzas de la paz.
En este contexto veo yo la malicia última de los asesinatos de los jesuitas.  Se ha asesinado a quienes defendieron a los pobres, y éstos quedan todavía más desprotegidos.  Y si a estos asesinatos se une la campaña y persecución en estos días contra todas las Iglesias -tal como lo ha denunciado Mons. Rosa-, el significado es muy claro: queda ahora un pueblo más desamparado. En estos días se ha asesinado a sacerdotes católicos, se ha hostigado gravemente a templos llenos de gente que en ellos buscaban refugio, se ha amenazado a Monseñor Rivera y a Monseñor Rosa, y el fiscal de la república ha llegado a pedir a Juan Pablo II que los reitre del país.  Se ha hostigado y capturado a muchos miembros de la Iglesia Luterna, de la Iglesia Episcopaliana, de las comunidades bautistas, de la comunidad de los menonitas.  Se ha amenazado de muerte, con seriedad, a muchos sacerdotes, cristianos y trabajadores sociales.  El obispo Medardo Gómez, de la Igleia Luterana, ha tenido que abandonar el país bajo protección diplomática.  El pastor Luis Serrano, máximo dirigente de la Iglesia Episcopaliana, sigue preso en los cuerpos de seguridad.  Varios sacerdotes católicos y muchos trabajadores religosos y sociales (pasan ya de 50) han sido forzados a abandonar el país.  Dos semanas después de los asesinatos, todavía se sigue hostigando y cateando refugios de la Igesia.  Y, por supuesto, se ha pretendido intimidar y anular a la UCA, universidad cristiana.
Lo que se ha pretendido, pues, es desmantelar a la Iglesia de los pobres, quitar a los pobres el amparo y la defensa que han encontrado en estas Iglesias. Y lo que esto significa lo saben muy bien los salvadoreños.  Ya en los años 1977-1980 se intentó desmantelar a la Iglesia en la primera gran oleada de persecución, y todos sabemos la pérdida irreparable que fue el asesinato de Monseñor Romero, de los sacerdotes, religiosas, catequistas, miembros de las comunidades de base... Poco a poco se fueron recuperando, y ahora, de nuevo, el  intento de desmantelar a la Iglesia y, con ello, su defensa de los pobres.  Aquí está el fondo de la cuestión y la malicia última de estos asesinatos: queda una Iglesia diezmada y un pueblo todavía más desprotegido.  El asesinato de los seis jesuitas ha sido, ante todo, una gran pérdida para los pobres.  Y es que, como se ha dicho, antes de que la Iglesia hiciera una opción por los pobres, los pobres ya habían hecho una opción por la Iglesia, buscando en ella el amparo y la esperanza que no les venía de ninguna otra parte.
Queda también, no lo trivialicemos, el dolor, la duda, la oscuridad.  No hay que sorprenderse ni avergonzarse de que en etos días venga a nuestra mente la desolación de Job ante el silencio de Dios y el grito de Jesús en la cruz:  "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?".  No es fácil encontrar luz y ánimo en esta situación de represión y muerte y en esta situación de mayor empobrecimiento y desvalimiento de los pobres.  Al menos para mí no ha sido fácil esta vez pronunciar desde el principio las verdaderas y escandalosas palabras que otras veces hemos pronunciado: "los mártires son semilla de vida", "demos gracias a Dios por nuestros mártires".   No niego la verdad de estas palabras, pero no me ha sido posible pronunciarlas precipitadamente ni, menos áun rutinariamente.
¿Qué es, entonces, lo que en verdad queda del martirio de etos seis jesuitas?  Creo y espero que quede su espíritu, que resuciten, como Monseñor Romero, en el pueblo salvadoreño, que sigan siendo luz en este túnel de oscuridad y esperanza, en este país de desventuras sin cuento.  Todos los mártires resucitan en la historia, y cada uno a su manera.  El caso de Monseñor Romero es excepcional e irrepetible, pero también Rutilio Grande está presente en muchos campesinos, las religiosas norteamericanas siguen vivas en Chalatenango y La Libertad, Octavio Ortiz en el Despertar, y los cientos de campesinos martirizados en sus comunidades.
También los jesuitas mártires vivirán en el pueblo salvadoreño.    El P. Lolo vivirá sin duda en las escuelas de "Fe y Alegría" y entre los pobres que le han querido durante muchos años.  No sé como resucitarán los mártires de la UCA. A mí me gustaría que el pueblo salvadoreño los recuerde como testigos de la verdad, de modo que sigan creyendo que la verdad es posible en el país; que los recuerde como testigos de la justicia -justicia estructural, en palabra fría; amor a las mayorías populares, en palabras más dicentes-, de modo que el pueblo salvadoreño mantenga el ánimo de que es posible cambiar el país; que los recuerde como testigos fieles del Dios de la vida, de modo que el pueblo salvadoreño siga viendo en Dios a su Dios defensor; que los recuerde como jesuitas que intentaron la difícil conversión pagaron el precio por defender la fe y la justicia.  Esto es lo que yo espero que estos jesuitas dejen al pueblo salvadoreño, y que en ese legado sigan vivos, inspiradores y animantes.
Para la Iglesia, para los creyentes, me gustaría que los recuerden como aquellos testigos de la fe de los que habla la Carta a los Hebreos, y sobre todo, como seguidores del testigo por antonomasia, Jesús, ese Jesús cuya vida es resumida en la Carta como el misericordioso con los desvalidos y como el fiel a Dios.  Traducido al lenguaje de la Compañía de Jesús, que los recuerden como los hombres de la justicia -la actual versión de la misericordia- y como los hombres de fe en el Dios de la vida en presencia de la muerte -la actual versión de la fidelidad-.  En ese legado espero que sigan vivos mis hermanos.
Espero también que las generaciones sucesivas, cuando lleguen la paz y la justicia al país, recuerden que entre los que la hicieron posible están estos hermanos jesuitas.  Espero que las futuras generaciones cristianas recuerden su aporte a hacer una fe y una Iglesia salvadoreña y cristiana; que agradezcan su testimonio de que fe y realidad salvadoreña no se oponen, sino que se potencian; y que reconozcan que de esa forma -por lo que nos toca a nosotros los humanos- estos mártires han garantizado que en El Salvador se transmita la fe en Jesús. Espero, pues, que en el futuro los salvadoreños cristianos les agradezcan que el país haya llegado a la justicia y haya crecido en la fe.
El precio a pagar por todo ello ha sido muy grande, pero no hay otro. Hoy que tanto se habla de evangelizar las culturas, hay que recordar una evangelización más honda: la evangelización de la realidad, que la realidad llegue a ser buena noticia.  Y para ello hay que encarnarse en la realidad, como lo dijo Monseñor Romero en palabras que hasta el día de hoy producen escalofríos: "Me alegro, hermanos, de que en este país hayan asesinado a sacerdotes....  Pues sería muy triste que en un país en que se está asesinando tan horrorosamente al pueblo no contásemos a sacerdotes entre las víctimas.  Es un signo de que la Iglesia se ha encarnado verdaderamente en los problemas del pueblo.
Estas palabras, tan crueles a primera vista, son clarividentes.  No hay fe ni evangelización sin encarnación.  Y en un pueblo crucificado no hay encarnación sin cruz.  ¡Cuántas veces decía Ignacio Ellacuría  que lo específicamente cristiano es luchar por erradicar el pecado cargando con él!  Ese pecado da muerte, pero cargar con él da credibilidad.  Participando en la cruz de los salvadoreños, la Iglesia se hace salvadoreña, y así se hace creíble.  Y aunque a corto plazo este asesinato sea una gran pérdida, a la larga es una gran ganancia:  se está construyendo una Iglesia realmente cristiana y realmente salvadoreña.  Los cristianos han mostrado realmente que son salvadoreños, y así los salvadoreños pueden ser realmente cristianos.  Y no es éste pequeño fruto de tanta sangre derramada en El Salvador, salvadoreña y cristiana: que la fe y la justicia caminen juntas para siempre.
Nos dejan, por último, un grito al mundo entero, que no quiere escuchar estos clamores, que los ignora con facilidad cuando son los clamores de campesinos anónimos, pero que, esta vez al menos, no han podido menos de escucharlos.  Un grito que es, ante todo, denuncia y exigencia a la conversión.  "La sangre es la más elocuente de las palabras", decía Monseñor Romero.  Las reacciones mundiales -aunque no sé si serán suficientes para detener la tragedia- han hecho pensar a mucha gente.  Me dicen que hasta en el Congreso de los Estados Unidos recios varones han derramado lágrimas.
Pero nos dejan también una buena noticia, un evangelio.  Sobre esta tierra de pecado y de sinsentido se puede vivir como seres humanos y como cristianos. Se puede participar en esa corriente de la historia que Pablo llama la vida en el Espíritu y la vida en el amor, en esa corriente de honradez, de esperanza y de compromiso que una y otra vez pretende ser ahogada, pero que una y otra vez asoma desde lo más hondo de la realidad como verdadero milagro de Dios.  Entroncarse en esta corriente de la historia, que es la corriente de los pobres, tiene sus costos, pero anima a seguir viviendo, trabajando y creyendo, ofrece sentido y salvación.
Esto es, creo yo, lo que nos dejan estos nuevos mártires, y con esto podemos seguir caminando en la historia, humildemente, como nos dice el profeta Miqueas, en medio de sufrimiento y oscuridad, pero con Dios.
En El Salvador hay hoy mucha más oscuridad que luz, y la pregunta por la esperanza no se puede contestar rutinariamente.  En una de las cartas que he recibido desde El Salvador me dice una gran cristiana:  "De repente me parece que todo ha sido como un sueño y veo a todos nuestros mártires   en su trajinar diario.  Por los padres estoy tranquila, pues sé que están disfrutando de nuestro Padre celestial con sus túnicas blanqueadas con la sangre del martirio, pero pienso en sus familiares y en todos los que aquí quedamos".  Cómo seguir con esperanza no es una pregunta rutinaria, y cada uno tendrá que dar su propia respuesta.  La esperanza parece que lo tiene todo en contra, pero para mí al menos, allí donde veo que ha habido y hay un gran amor, allí veo yo que la esperanza renace de nuevo.  No es conclusión racional, ni siquiera reflexión teológica. Es simplemente verdad:  el amor produce esperanza, y un gran amor produce una gran esperanza.  Desde Jesús de Nazaret, con muchos antes que él, y con muchos después de él, siempre ha habido verdadero amor, la historia ha seguido adelante, los verdugos han sido perdonados y se les ha ofrecido un futuro, que ojalá acepten, y muchos seres humanos y cristianos se han apuntado a esa esperanza.  Y junto al gran amor de estos mártires, allí están los rostros de los pobres, en los que el mismo Dios está escondido, pero bien presente, pidiéndonos siempre que sigamos nuestro camino, pregunta que no podemos desoir.  Sigue la historia del pecado y de la gracia, sigue la historia de los pobres y sigue la historia de Dios.  Seguir adelante en medio de tanta negrura no es nada fácil, pero es algo que nos lo facilitan y nos lo posibilitan los pobres y los mártires.  Y es algo que se lo debemos a esos pobres y a esos mártires.
Mis seis hermanos jesuitas descansan ahora en la capilla de Monseñor Romero bajo un gran cuadro suyo.  Todos ellos, y muchos más, se habrán dado un gran abrazo y se habrán llenado de gozo.  Nuestro ferviente deseo es que el Padre celestial transmita muy pronto esa paz y ese gozo a todo el pueblo salvadoreño. Y si he escrito estas páginas, es, en definitiva, con la esperanza de que el recuerdo de estos nuevos mártires contribuya a la paz, la justicia, el diálogo y la reconciliación de todos los salvadoreños.
Descansen en paz Ignacio Ellacuría, Segundo Montes, Ignacio Martín Baró, Amando López, Juan Ramón Moreno, Joaquín López y López, compañeros de Jesús.  Descansen en paz Elba y Celina hijas muy queridas de Dios.
Que su paz nos transmita a los vivos la esperanza, y que su recuerdo no nos deje descansar en paz.

Jon Sobrino, S. J.
29 de noviembre de 1989