En el principio era la palabra
 

LA REFORMA CALVINISTA

Institución de la religión cristiana

 

Si la reforma luterana puede considerarse una reforma básicamente alemana, la reforma calvinista abarca el ámbito de lengua francesa. Francia era el reino que más había avanzado en su integración territorial con la victoria contra Inglaterra en la guerra de los Cien Años (1337-1453).  En el siglo XVI esta integración territorial no era completa: el ducado de Borgoña estaba en manos de los Habsburgo, el ducado de Saboya aspiraba a convertirse en un reino con grandes intereses en Italia y el reino de Navarra seguía ocupando los dos lados de los Pirineos. Francia contaba con la Universidad de la Sorbona, fundada en 1257, cuya Facultad de Teología dilucidaba las grandes cuestiones teológicas de la Edad Media.

La Iglesia galicana era la “primogénita” de la Iglesia de Occidente porque el rey merovingio Clovis (481-511) fue el primer rey bárbaro en convertirse al cristianismo. La monarquía francesa, cuyo rey tenía el título de “cristianísimo”, mantuvo una relación especial con Roma. En 1516 Francisco I firmó un concordato con la Santa Sede que regirá hasta el concordato de Napoleón.

Jacques Lefèvre d’Etaples(1455-1536), en el obispado de Meaux, propondrá un programa moderado de reforma, muy cercano a las ideas de Erasmo, basado en un regreso al cristianismo primitivo, tal y como aparece en los Evangelios. Esta vía alternativa será perseguida y devorada por el enfrentamiento sin matices entre el protestantismo y el catolicismo.

1. Ulrico Zwinglio

Algunos cantones suizos participaban ya de la Reforma. En 1516 Ulrico Zwinglio predica en la abadía de Einsiedeln contra las numerosas supersticiones asociadas a este lugar de peregrinación. En 1518 predica contra el negocio de las indulgencias y contra la costumbre de los suizos de alistarse a las órdenes del papa, origen de la Guardia Suiza. Esta postura en contra del papa le gana el cargo de predicador en Zúrich, cuyo gobierno estaba entonces enfrentado a Roma. El 1 de enero de 1519 inicia su exposición clara y sencilla de los Evangelios. En 1520 las autoridades civiles imponen que todos los predicadores del cantón sigan las pautas fijadas por el reformador. En 1522 publica su primera obra claramente reformadora, en la que ofrece argumentos contra el ayuno, y poco después envía una carta al obispo de Constanza, firmada por otros sacerdotes de la ciudad, en la que pide la supresión del celibato.

Los dominicos presentan una acusación formal de herejía contra Zwinglio ante el Gran Consejo de Zúrich, que convoca un debate público el 29 de enero de 1523 y tiene como resultado la absolución del reformador. En un segundo debate, que tiene lugar entre el 26 y el 29 de octubre del mismo año sobre la necesidad de retirar las imágenes de las iglesias,  se adopta dicha decisión. En un tercer debate el 13 y el 14 de enero de 1524 sobre la misa, se suprime la liturgia tradicional y se establece la liturgia reformada. Ese mismo año se casa con una viuda, Ana Mayer.

En 1525 publica De la verdadera y la falsa religión, que puede considerarse su confesión de fe. Rechaza la presencia real de Cristo en el pan y el vino, que debe ofrecerse en las dos especies; suprime la misa y la sustituye por un memorial del sacrificio de Cristo, que culmina con la fracción del pan; se retiran las imágenes de las iglesias y se establece un sistema de beneficencia para atender a los más pobres financiado con los fondos obtenidos de la secularización de los bienes eclesiásticos. Reconoce el derecho de las autoridades civiles a organizar la Iglesia y la sociedad, admite la posibilidad de derrocar al gobernante si no actúa de acuerdo con las enseñanzas del Evangelio.

Zwinglio impulsó la extensión de la Reforma a otros cantones suizos, en especial a Berna, lo que supuso una división dentro de la Confederación Helvética entre los cantones reformados y los católicos, que terminó con la guerra de Kappel. Zwinglio murió en el campo de batalla el 11 de octubre de 1531.

El cantón de Ginebra se encontraba bajo la influencia del duque de Saboya y el obispo pertenecía habitualmente a dicha casa señorial. Pero el control real de la ciudad estaba en manos del Consejo, que era elegido por los cabezas de familia y estaba presidido por el síndico. Ginebra era el refugio de todo tipo de perseguidos religiosos, sobre todo procedentes de Francia. Uno de ellos es Guillermo Farel (1489-1565), discípulo de Lefèvre d’Etaples (+1536), que recala en Basilea, donde su denuncia de los males de la Iglesia y su defensa de las ideas de Lutero provocan su expulsión de la ciudad.

En 1532 se traslada a Ginebra, donde consigue que la ciudad se adhiera a la Reforma. Carlos III de Saboya llega a sitiar la ciudad. Pero el ejército combinado de los cantones de Berna y Zúrich pone fin al asedio y provoca la huida del obispo, que se traslada a Annecy. Este triunfo de las armas reformadas en 1535 supone el establecimiento en Ginebra de muchas de las medidas tomadas en Zúrich (Lorenzana, 119-132).

2. Juan Calvino

Juan Calvino (Jean Cauvin) nace el 10 de julio de 1509 en la ciudad francesa de Noyon, al noroeste de París. Su padre enviuda poco después y vuelve a casarse, pero el hijo no congenia con la madrastra. Con 12 años su padre lo envía a París para que se eduque en el Colegio de Montaigu. Recibe las órdenes menores, lo que le permite obtener un beneficio eclesiástico para pagarse los estudios. Acaba su maestría en Artes y se matricula en Derecho. En las universidades de Bourges y Orleans contacta con la reforma luterana a través de Melchor Wolmar, que emigra como profesor a la Universidad de Tubinga. El cambio de Calvino seguramente se ve influido por la muerte de su padre en 1531, excomulgado por el obispo a causa de un pleito judicial con el cabildo de la catedral. En 1533 el rector de la Universidad de París, Nicolás Cop, amigo de Calvino, pronuncia el discurso de inauguración del año académico, en el que defiende la doctrina de la justificación por los méritos de Cristo y critica la persecución desencadenada contra los críticos de la Iglesia. Cop y Calvino tienen que abandonar París.

Juan Calvino escribe su obra Institución de la religión cristiana (1536-1559). La obra fue dedicada al rey francés Francisco I. Al publicar la Institución, escribe Calvino al rey, “mi intento solamente era enseñar algunos principios, con los cuales los que son tocados de algún celo de religión, fuesen instruidos en verdadera piedad. Este trabajo tomaba yo por nuestros franceses principalmente: de los cuales yo veía muchos tener hambre y sed de Jesús Cristo, y veía muy pocos de ellos ser bien enseñados”, “pero viendo yo que el furor y rabia de ciertos hombres impíos ha crecido en tanta manera en vuestro reino, que no han dejado lugar ninguno a la verdadera doctrina, me pareció que yo haría muy bien, si hiciese un libro, el cual juntamente sirviese de instrucción para aquellos que están deseosos de religión, y de confesión de fe delante de vuestra Majestad, por el cual entendieses cuál sea la doctrina, contra quien aquellos furiosos se enfurecen con tanta rabia metiendo vuestro reino a día de hoy a fuego y a sangre”.

La Institución es “la obra más importante de la Reforma, después de la traducción de la Biblia por Lutero”, “Lutero, el inspirador, puso la Reforma en marcha, Calvino, el organizador, la detuvo antes de que se deshiciera en mil pedazos. Por esto, en cierto sentido, la Institución pone fin a la revolución religiosa, como el Código de Napoleón a la francesa”, dice Stefan Zweig en su libro Castellio contra Calvino (Zweig, 29).

Veamos algunos aspectos. Los mandamientos: “Nadie tiene duda alguna de que la Ley se divideen diez mandamientos, por haberlo así declarado el Señor. No se trata, por tanto, del número de los mandamientos, sino de la manera de dividirlos. Los que los dividen de tal manera que ponen tres mandamientos en la primera Tabla, y los otros siete en la segunda, excluyen de los mandamientos el precepto de las imágenes (“no las harás”, “no las adores, ni las honres”), o a lo más lo incluyen en el primero; siendo así que el Señor lo ha puesto como un mandamiento especial y distinto. Asimismo es infundado dividir en dos el décimo mandamiento en el que se manda no desear los bienes ajenos. Además, hay otra razón para refutar esta división: a saber, que esa manera de dividir los mandamientos no fue usada antiguamente cuando florecía la Iglesia”.

Esta división, dice Calvino, “la pone Orígenes, como admitida en su tiempo. San Agustín, escribiendo a Bonifacio, la aprueba”. El sexto mandamiento (séptimo para Calvino) sigue el texto bíblico y dice así:“No cometerás adulterio”. El décimo mandamiento sigue el texto bíblico e incluye lo que otros ponen como noveno y décimo: “No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo; ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo” (II, cap. VIII; ver Ex 20 y Dt 5).

En la tradición católica romana el mandamiento de no hacer imágenes se incluye en el primero y el mandamiento de no codiciar se desglosa en dos: “no codiciarás la mujer de tu prójimo” (noveno), “no codiciarás los bienes ajenos” (décimo). El sexto mandamiento se presenta así: en los catecismos de Gaspar Astete (1537-1601) y de Jerónimo Ripalda (1536-1618): “el sexto, no fornicar”. En el Manual del Educador del catecismo Con vosotros está (1976): “No cometerás adulterio”, “el que mira a una mujer casada deseándola, ya ha sido adúltero con ella en su interior”. En el catecismo Esta es nuestra fe (1986): “No cometerás actos impuros”. En el Catecismo de la Iglesia Católica (1992): “No cometerás adulterio”, “todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón”.

El Credo: “En la esencia única de Dios se contienen tres Personas” (I, cap. XIII), en Cristo “la dos naturalezas forman una sola Persona” (II, cap. XIV), su muerte, resurrección y ascensión (II, cap. XVI), la acción secreta del Espíritu Santo (III, cap. II), “resucitaremos con la misma carne que tenemos”.

“Es cosa bien difícil de creer que los cuerpos consumidos por la podredumbre hayan de resucitar al fin de los tiempos. Ésta es la causa de que, aunque muchos filósofos han afirmado que las almas son inmortales,  muy pocos han defendido la resurrección de la carne. Y aunque en esto no son excusables, con ello se nos advierte sin embargo que la resurrección de la carne es una cosa tan alta y difícil, que el entendimiento humano no la puede comprender”, “queda ahora por tratar brevemente del modo de resucitar. Expresamente pretendo dar un simple gusto de ello; porque san Pablo, al llamarlo misterio (1 Co 15,51), nos exhorta a la sobriedad y mesura, y nos frena, para que no nos tomemos la libertad de especular atrevidamente en cuanto a este misterio”.

“En primer lugar debemos retener lo que ya hemos dicho: que resucitaremos con la misma carne que ahora tenemos, en cuanto a la sustancia, pero no en cuanto a la calidad. Igual que resucitó la misma carne de Jesucristo que había sido ofrecida en sacrificio, pero con otra dignidad y excelencia, como sui fuera totalmente distinta. Lo cual san Pablo explica con ejemplos familiares; porque como la  carne del hombre y la de los animales es de la misma sustancia, pero no de idéntica calidad; y como la materia de las estrellas es la misma, pero su claridad es diversa  (1 Co 15,39-40), de la misma manera dice que, aunque conservaremos la sustancia del cuerpo, sin embargo habrá cambio, para hacerlo de condición más excelente. Así que nuestro cuerpo corruptible no perecerá ni se deshará para ser nosotros resucitados; sino que despojándose de la corrupción, se vestirá de incorrupción” (III, cap. XXV).

La oración “es el principal ejercicio de la fe y por ella recibimos cada día los beneficios de Dios”, “con la oración encontramos y desenterramos los tesoros que se descubren a nuestra fe por el Evangelio”, la oración es “en nombre de Cristo, único mediador”, “Cristo glorificado es nuestro único intercesor”, “la intercesión de los santos no se encuentra en la Escritura: tal intercesión deshonra al Padre y al Hijo”, “los santos fallecidos no son ángeles” (III, cap. XX).

Los sacramentos: el Bautismo es “una marca de nuestro cristianismo y el signo por el cual somos recibidos en la sociedad de la Iglesia, para que injertados en Cristo seamos contados entre los hijos de Dios”, “el bautismo de los niños se funda en la palabra de Dios” (IV, cap. XVI), la Santa Cena es “un banquete espiritual, en el cual Cristo asegura que es pan de vida (Jn 6,51), con el que nuestras almas son mantenidas y sustentadas para la bienaventurada inmortalidad”.

“Hay algunos que en una palabra definen que comer la carne de Cristo y beber su sangre no es otra cosa sino creer en Él”, “yo afirmo que nosotros comemos la carne de Cristo creyendo, y que este comer es un fruto y efecto de la fe”, “en cuanto a las palabras, la diferencia es pequeña, pero en cuanto a la realidad es grande. Porque si bien el Apóstol enseña que Jesucristo habita en nuestro corazón por la fe (Ef 3,17), sin embargo, nadie puede interpretar que tal inhabitación es la fe misma, sino que todos comprenden que ha querido expresar un singular beneficio y efecto de la fe, en cuanto que por ella los fieles alcanzan que Cristo (de una forma especial) habite en ellos. De este mismo modo el Señor, al llamarse pan de vida, no solamente ha querido denotar que nuestra salvación consiste en la fe en su muerte y resurrección, sino que por la verdadera comunicación que con Él tenemos, su vida es transferida a nosotros y hecha nuestra, no de otra manera como el pan, cuando se toma como alimento, da vigor y fuerza al cuerpo”, ”nosotros con la fe abrazamos a Cristo, no mostrándosenos de lejos, sino uniéndose y haciéndose uno con nosotros, de tal manera que Él es nuestra cabeza y nosotros sus miembros”, “la Iglesia es el cuerpo de Cristo y su plenitud (Ef 1,23)”, “Él es la cabeza, de quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por las coyunturas que se ayudan mutuamente, recibe su crecimiento (Ef 4,15-16). Todo lo cual no puede verificarse si Él con su cuerpo y su Espíritu no se une plenamente a nosotros”.

“La Santa Cena podría administrarse santamente, si con frecuencia, o al menos una vez a la semana, se propusiera a la Iglesia como sigue: Primeramente, que se comenzase con las oraciones públicas; después de lo cual se tuviere sermón, y entonces el ministro, estando el pan y el vino en la mesa, recitase la institución de la Cena, y consecuentemente explicase las promesas que en ella nos han sido hechas; al mismo tiempo, que excomulgase a todos aquellos que por prohibición del Señor quedan excluidos de ella; y después, que se orase para que por la liberalidad que el Señor ha usado dándonos este santo mantenimiento, quiera enseñarnos e instruirnos para que lo recibamos con fe y gratitud, y que por su misericordia nos haga dignos de tal banquete, puesto que por nosotros mismos no lo somos. Entonces podrían cantarse salmos, o leer algo de la Sagrada Escritura, mientras los fieles, en el orden conveniente, recibiesen estos santos alimentos, rompiendo los ministros el pan y distribuyéndolo y dando la copa a los comulgantes. Y acabada la Cena, se tuviese una exhortación a la verdadera fe, a una firme confesión de fe, de caridad, y a una conducta digna de un cristiano. Finalmente, que se diesen gracias y se entonasen alabanzas a Dios. Acabado todo esto, se despidiese a la congregación”(IV, cap. XVII).

Para Calvino, “el matrimonio no es un sacramento”: “Si bien todos admiten que ha sido instituido por Dios, a ninguno se le ocurrió que fuera un sacramento hasta el tiempo del Papa Gregorio” (Gregorio VII, 1015-1085). Los papistas “alegan las palabras de san Pablo, en las cuales dicen que el matrimonio es llamado sacramento”, “grande es este sacramento, mas yo digo esto respecto de Cristo y de la Iglesia” (Ef 5,28-32), “san Pablo, queriendo mostrar a los maridos el singular amor que deben tener a sus mujeres, les propone a Cristo por ejemplo. Porque así como Él ha derramado todos los tesoros de su amor hacia la Iglesia, a la cual se había unido, así también es necesario que cada uno ame a su mujer y le profese este afecto”, “se han engañado con el término sacramento, que aparece en la edición vulgar”, “san Pablo había dicho misterio, que significa secreto”.

“Mas ahora, después de haber ellos adornado el matrimonio con el título de sacramento, llamarlo luego suciedad, polución, inmundicia carnal, ¿qué inconstancia y ligereza es ésta? ¿Qué absurdo es prohibir el matrimonio a los sacerdotes?, “al hacer del matrimonio un sacramento no han hecho otra cosa sino buscar un escondrijo para todas sus abominaciones. Porque una vez que han ganado esta partida, al momento se reservan para sí el juicio de las causas matrimoniales, por ser cosa sagrada, que no deben tocar los jueces no eclesiásticos. Además han promulgado leyes para confirmar su tiranía; pero tales, que en parte son impías y contra Dios, y en parte injustas para con los hombres. Así, las que siguen: que los matrimonios entre jóvenes que aún están bajo la tutela paterna sean válidos e irrevocables sin consentimiento de los padres; que los parientes no se puedan casar hasta el séptimo grado –porque su cuarto grado, según la verdadera inteligencia del derecho, es séptimo-; y que los que se han realizado dentro de esos grados no valgan y sean deshechos. Inventan, además, grados a su talante, contra las leyes de todas las naciones y contra las disposiciones del mismo Moisés (Lv 18,6). Que no sea lícito al hombre que haya repudiado a su mujer por adulterio tomar otra. Que los parientes espirituales, como son los padrinos y madrinas, no puedan casarse” (IV, cap. XIX). Calvino traduce bien el mandamiento: “No cometerás adulterio”. Sin embargo, como tantos otros, traduce  la palabra “porneia” (Mt 19,9) por “adulterio” y no por “unión ilegal”, lo que tiene sus consecuencias (ver PC IV, 39).

Los magistrados son “vicarios” de Dios, “su autoridad está sometida a la de Dios y a la de Cristo”, “son los servidores de la justicia divina”, “legitimidad de la pena de muerte”, “legitimidad de las guerras justas”, “legitimidad y buen uso de las tasas y de los impuestos”, “los gobernantes indignos son un castigo de Dios”, “aun entonces exigen nuestra obediencia” (IV, cap. XX).

El libre albedrío: “El hombre se encuentra ahora despojado de su arbitrio, y miserablemente sometido a todo mal”, “se dice que el hombre tiene libre albedrío, no porque sea libre para elegir lo bueno o lo malo, sino porque el mal que hace lo hace voluntariamente y no por coacción”. Calvino detesta “las disputas por meras palabras”, pero piensa que “se han de evitar los términos en los que se contiene algo absurdo, y principalmente los que dan ocasión de error”, pues “¿quién al oír decir que el hombre tiene libre arbitrio no concibe al momento que el hombre es señor de su entendimiento y de su voluntad, con potestad para inclinarse a una u otra alternativa?“.

San Agustín no duda en llamarlo “siervo” (albedrío), “es verdad que, en cierto pasaje, se vuelve contra los que niegan el libre albedrío; pero la razón que principalmente da es para que nadie se atreva  a negar el arbitrio de la voluntad de tal manera que pretenda excusar el pecado. Pero él mismo en otro lugar confiesa que la voluntad del hombre no es libre sin el Espíritu de Dios, pues está sometida a la concupiscencia, que la tiene cautiva y encadenada. Y que, después de que la voluntad ha sido vencida por el pecado en que se arrojó, nuestra naturaleza ha perdido la libertad”, “no se dan cuenta de que con esta expresión de libre albedrío se significa la libertad. Ahora bien, donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2 Co 3,17), “el mismo san Agustín parece que se burla de esta expresión, diciendo: El libre albedrío sin duda alguna es libre, pero no liberado; libre de justicia, pero siervo del pecado”.

“Los que atribuyen a la primera gracia de Dios el que nosotros podamos querer eficazmente, parecen dar a entender con sus palabras, igualmente, que existe en el alma una cierta facultad de apetecer voluntariamente el bien, pero tan débil que no logra cuajar en un firme anhelo, ni hacer que el hombre realice el esfuerzo necesario. No hay duda de que esta ha sido la opinión común entre los escolásticos, y que la tomaron de Orígenes y algunos escritores antiguos; pues, cuando consideran al hombre en su pura naturaleza, lo describen según las palabras de san Pablo: No hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. El querer el bien está en mí, pero no el hacerlo” (Rm 7, 15,18). Pero pervierten toda la disputa de que trata en aquel lugar el Apóstol  Él se refiere a la lucha cristiana, de la que también trata más brevemente en la epístola a los Gálatas, que los fieles experimentan perpetuamente entre la carne y el espíritu; pero el espíritu no lo poseen naturalmente sino por la regeneración. Y que el apóstol habla de los regenerados se ve porque, después de decir que en él no habita bien alguno, explica luego que él entiende esto de su carne; y por tanto, niega que sea él quien hace el mal, sino que es el pecado que habita en él”, “aceptemos que dice Cristo: Todo aquello que hace pecado, esclavo es del pecado (Jn 8,34)” (II, cap. II).

“Oigamos ahora las palabras mismas de san Agustín, para que los pelagianos de nuestro tiempo, es decir, los sofistas de la Sorbona, no nos echen en cara, como acostumbran, que todos los doctores antiguos nos son contrarios”, “trata éste por extenso esta materia en el libro que tituló De la Corrección y de la Gracia”, “dice él, que la gracia de perseverar en el bien le fue dada a Adán, para que usara de ella si quería; pero que a nosotros se nos da para que queramos y, queriendo, venzamos la concupiscencia (cap. XI). Así que Adán tuvo el poder, si hubiere querido, mas no tuvo el querer, para querer; a nosotros se nos da el querer y el poder. La primera libertad fue poder no pecar; la nuestra es mucho mayor; no poder pecar (cap. XII)”, “la voluntad de los fieles es de tal manera guiada por el Espíritu Santo, que pueden obrar bien precisamente porque así lo quieren, porque Dios hace que quieran (2 Co.12,9)”, “Dios ha socorrido a la flaqueza de la voluntad humana de los hombres dirigiéndola con su gracia sin que ella pueda irse hacia un lado u otro; y así, por débil que sea, no pueda desfallecer” (II, cap. III). 

La predestinación: “La elección eterna con que Dios ha predestinado a unos para salvación y a otros para perdición”, “esta materia les parece a muchos en gran manera enrevesada, pues creen que es cosa muy absurda y contra toda razón y justicia, que Dios predestine a unos a la salvación y a otros a la perdición”, “jamás nos convenceremos como se debe de que nuestra salvación procede y mana de la fuente de la gratuita misericordia de Dios, mientras no hayamos comprendido su eterna elección, pues ella, por comparación, nos ilustra la gracia de Dios, en cuanto que no adopta indiferentemente a todos los hombres a la esperanza de la salvación, sino que a unos da lo que a otros niega”, “esto que tanto necesitamos entender, san Pablo niega que podamos hacerlo, a no ser que Dios, sin tener para nada en cuenta las obras, elija a aquel que en sí mismo ha decretado. En este tiempo, dice, ha quedado un remanente escogido por gracia. Y si por gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia no es gracia; y si por obras, ya no es gracia; de otra manera la obra ya no es obra” (Rm 11,5-6).

“En cuanto a lo que aducen algunos, que esta doctrina es muy peligrosa, incluso para los mismos fieles, porque es contraria a las exhortaciones, porque echa por tierra la fe, y porque revuelve y hace desfallecer el corazón de los hombres, todo esto que alegan es vano. El mismo san Agustín no disimula que le han reprendido por todas estas razones, porque explicaba con toda libertad la predestinación; pero él los refutó suficientemente, como era capaz de hacerlo”, “por tanto, todo el que hace odiosa la materia de la predestinación clara y abiertamente habla mal de Dios, como si inadvertidamente se le hubiera escapado manifestar algo que no puede menos de hacer daño a la Iglesia”.

“Alguno dirá que san Ambrosio, Jerónimo y Orígenes han escrito que Dios distribuye su gracia entre los hombres según Él sabe que cada uno ha de usar bien de ella. Yo voy aún más allá, y afirmo que san Agustín tuvo la misma opinión; pero después de haber aprovechado más en la Escritura, no solamente la retractó como evidentemente falsa, sino incluso la refutó con todo su poder y fuerza”, “pero dejemos a un lado estas disputas que son superfluas para los que creen que tienen suficiente sabiduría en la Palabra de Dios. Porque muy bien dijo un doctor antiguo que los que atribuyen la causa de la elección a los méritos, quieren saber más de lo que les conviene”   (III, cap. XXI-XXII).

En realidad, todo es más sencillo. Somos parte de un proyecto de Dios que nos envuelve: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido hijo, redunde en alabanza suya”. Con este proyecto de Dios, con este plan, podemos conectar. Este proyecto de Dios, este plan, lo podemos descubrir y lo podemos libremente asumir. Por eso dice Pablo: “Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál es la riqueza de gloria que da en herencia a sus santos” (Ef 1,3-6, 15-18).

La vocación de continencia: “Confieso que la virginidad es una virtud que ha de tenerse en mucha estima; mas como a unos les es negada, y a otros concedida sólo por algún tiempo, los que se ven atormentados por la incontinencia y no pueden conseguir la victoria, deben acogerse al remedio del matrimonio, para que de esta manera guarde cada uno la castidad cada uno según su vocación”, “y no tienen razón para contradecir, como lo hacen muchos hoy en día, diciendo que con la ayuda de Dios lo podrán todo; porque la ayuda de Dios solamente se da a los que caminan por la senda que Él ha trazado; es decir, según su vocación, de la cual se apartan cuantos dejando a un lado los remedios que Dios les ofrece, con loca temeridad intentan sobreponerse a sus necesidades”.

“El Señor afirma que la continencia es un don particular de Dios, que no se concede indiferentemente ni en general a cuantos son miembros de la Iglesia, sino a muy pocos. Porque pone ante nuestra consideración una clase de hombres, que se han castrado por el reino de los cielos; es decir, para entregarse con mayor libertad al servicio de la gloria de Dios (Mt 19,12). Y para que nadie piense que está en la mano del hombre obrar de esta manera, poco antes dice que no todos son aptos para hacer esto, sino solamente aquellos a quienes les es concedido por el cielo. De donde concluye san Pablo, que cada uno tiene su propio don de Dios; uno, a la verdad de un modo; y otro de otro” (1 Co 7,7; II, cap. VIII).

Las costumbres del clero: ”No hay actualmente estado más sumergido en superfluidades, vanidad, diversiones, y todo género de disoluciones que el eclesiástico. No hay estado en el que se hallen hombres más aptos y expertos en la ciencia del fraude, el engaño, la traición y la deslealtad. No hay hombres más sutiles y más desvergonzados para hacer el mal. Dejo a un lado el orgullo, la altivez, avaricia, rapiña y crueldad; ni hablo de la desordenada licencia que siempre se toman; todo lo cual hace tanto que el mundo lo viene soportando, que no hay miedo que yo lo amplifique excesivamente. Sólo diré una cosa, que ninguno de ellos podrá negar; y es que apenas hay uno entre sus obispos, y de sus beneficiados uno de ciento, que no sea digno de ser excomulgado, o por lo menos privado de oficio, si hubiese que juzgarlos según los cánones antiguos. Esto, como la disciplina que se usaba antiguamente hace mucho que ha caído en desuso y está como enterrada, puede que parezca increíble, pero es así” (IV, cap. V).

3. El primado de la sede romana

Un aspecto especialmente importante es el primado de la sede romana: “Si ellos quieren que estas pruebas que alegan tengan solidez (Mt 16, 18-19; Jn 21,16), deben demostrar primeramente que cuando se dijo a un hombre que apacentase el ganado de Cristo, se le dio por ello dominio y autoridad sobre todas las iglesias; y que atar y desatar no es otra cosa que presidir sobre todo el mundo. Pero resulta que Pedro, que había recibido este encargo del Señor, exhorta él mismo a todos los otros presbíteros a que apacienten la Iglesia (1 Pe 5,2). De ello se deduce fácilmente que al ordenar Jesucristo a san Pedro que apacentase sus ovejas, no le ha dado ningún poder especial sobre los otros”, “en otro texto tenemos la verdadera interpretación, hecha por boca del mismo Cristo, donde nos declara qué entiende por atar y desatar; a saber, retener los pecados o perdonarlos (Jn 20,23)”.

Las palabras de san Cipriano son éstas: ”Nuestro Señor en la persona de un hombre ha dado las llaves a todos, para notar la unión de todos. Lo mismo eran los otros que Pedro, compañeros en honor y potestad; mas Jesucristo comienza por uno, para mostrar que la Iglesia es una”. Por su parte san Agustín (+430) dice: “Si la figura de la Iglesia no hubiera estado en Pedro, el Señor no le hubiera dicho: Yo te daré las llaves. Porque si esto se dijo a Pedro solo, la Iglesia no tiene llaves. Y si a Iglesia las tiene, fue figurada en la persona de Pedro”. Y en otro lugar: “Siendo así que todos habían sido preguntados, y Pedro solo responde: Tú eres Cristo; a él se le dijo: Yo te daré las llaves, como si la autoridad de atar y desatar se le hubiera dado a él solo; mas como él había respondido por todos, así recibe las llaves con todos, como quien representaba la persona de unidad. Es, pues, nombrado por todos, porque hay unión entre todos”, “Pedro, tanto en su nombre como en el de sus hermanos, había confesado que Jesús es el Hijo de Dios (Mt 16,16). Sobre esta piedra Cristo edifica su Iglesia, por ser el único fundamento, como lo atestigua san Pablo (1 Cor 3,11), fuera del cual ningún otro puede ponerse”.

Más datos: “En el concilio de Éfeso (431), parece que Celestino, entonces obispo de Roma, se sirvió de una sutil artimaña para conferir mayor dignidad a su Sede, porque si bien envió a ciertos representantes para que asistiesen en su nombre, pidió a Cirilo, obispo de Alejandría, quien aun sin eso debía presidir, que hiciese sus veces. ¿A qué iba eso encaminado, sino a conseguir lícita o ilícitamente el primer puesto para su Sede?”. En el segundo concilio de Éfeso (449), “aunque León, obispo de Roma, envió a sus legados, no obstante presidió sin oposición alguna y como le correspondía de derecho, Dióscoro, patriarca de Alejandría”, “después tuvo lugar el concilio de Calcedonia (451), en el cual los legados de Roma presidieron con licencia y por mandato del emperador. Pero el mismo León confiesa que esto fue una gran gracia especial y extraordinaria. En efecto, al pedirlo él al emperador Marciano y a la emperatriz Pulqueria, muestra que no le era debido”, “León pide que, por no ser dignos los otros, le confíen a él el cargo”.

Dice san Jerónimo (+420): “Dondequiera que hay un obispo, sea en Roma o en Gubbio, sea en Constantinopla o en Reggio, tiene la misma dignidad y sacerdocio”. El título de obispo universal es combatido duramente por san Gregorio Magno (+604): “La primera disputa se tuvo en tiempo de san Gregorio por la ambición de Juan, obispo de Constantinopla, el cual quería llamarse obispo universal, lo que nadie antes había osado. San Gregorio, al tratar de esta cuestión no alega que el otro le quitaba el título que le pertenecía a él; al contrario, protesta que es un título profano, sacrílego y un anuncio de la llegada del Anticristo: Si el que se llama universal, dice san Gregorio, cae, toda la Iglesia cae”. Y escribiendo a Eulogio, obispo de Alejandría, y a Anastasio, obispo de Antioquía, dice así: “Ninguno de mis predecesores ha querido jamás usar este nombre profano. Porque si hay un patriarca que se llama universal, el nombre de patriarca se quita a todos los demás. Mas no quiera Dios que ningún cristiano pretenda alzarse tanto que rebaje el honor de sus hermanos, por poco que sea. Consentir este nombre execrable sería arruinar la cristiandad. Una cosa es conservar la unión de la fe, y otra reprimir la altivez de los orgullosos. Yo afirmo impávidamente que cualquiera que se llame obispo universal o apetezca ser así llamado, es precursor del Anticristo, porque con su altivez se prefiere a sí mismo a los demás” (IV, cap. VI-VII).

Cuando Farel se entera de que Calvino ha llegado a Ginebra yendo de camino hacia Saboya, lo convence para que se quede en la ciudad: “Cuando llegué por primera vez a esta Iglesia, escribe Calvino, allí no había nada. Se apilaban las imágenes de los santos y se quemaban. Pero aún no había una Reforma. Todo era confusión” (Zweig, 34). El domingo 21 de mayo de 1536, “los ciudadanos de Ginebra se reúnen en la plaza pública y, levantando la mano, declaran que desde ese momento quieren vivir exclusivamente según el Evangelio y la palabra de Dios” (ib., 24). El 5 de septiembre el Consejo de Ginebra aprueba la solicitud de Farel de que “iste Gallus”, este Galo (Calvino) pueda proseguir su actividad predicadora y le coloca de modo indefinido como “lector de la Santa Escritura” (ib., 32). 

En el mes de noviembre Calvino presenta al Consejo un catecismo, que, con claridad y concisión, formula los principios de la nueva doctrina evangélica. Es su Instrucción y confesión de fe, de 21 artículos, que es aprobada por el Consejo con el acuerdo de la mayoría. Pero Calvino no se conforma con un simple acuerdo: “Que otros piensen lo que quieran, yo no creo que los límites de nuestra función sean tan estrechos como para que tras haber mantenido nuestra prédica, como si con ello hubiéramos cumplido ya con nuestro deber, podamos quedarnos de brazos cruzados” (ib., 35).

Calvino solicita al Consejo que los habitantes de la ciudad de Ginebra sean obligados por la administración a reconocer y jurar públicamente uno por uno ese catecismo. Quien se niegue a prestar ese juramento será obligado a abandonar la ciudad. A mediados de enero de 1537 Calvino presenta otro documento en el que pide que a los ministros del Señor se reserve “el derecho de excomulgar”, mostrando así ”su desmesurada intención de rebajar al magistrado a simple ejecutor de sus órdenes y decretos”, “con ese rayo en sus manos, Calvino puede destruir a cualquiera que le ofrezca resistencia” (ib., 36-37).

Sin embargo, en febrero de 1538, los partidarios de Calvino pierden la mayoría en el Consejo. Entonces, abiertamente, insulta desde el púlpito al Consejo. El Consejo decide destituir a Calvino y a sus partidarios, y les obliga a abandonar la ciudad. El 25 de abril Farel y Calvino abandonan Ginebra. Su primer destino es Berna, que intenta mediar entre los reformadores y el Consejo ginebrino. Al fracasar, marchan a Basilea, donde Farel recibe una invitación para trasladarse a Neuchâtel. Calvino marcha a Estrasburgo.

En 1540 Calvino se casa con la viuda de un anabaptista, que tenía una hija y un hijo. La pareja tiene un hijo que muere a las dos semanas. La mujer muere en 1549. Calvino no vuelve a casarse. Mientras tanto, la situación en Ginebra se degrada y el Consejo se ve obligado a pedir al “maestro” Calvino que regrese a la ciudad. Éste se mantiene firme hasta que Ginebra se rinde sin condiciones. Regresa el 13 de septiembre de 1541 y el 20 de noviembre presenta ante el Consejo sus Ordenanzas de la ciudad. Estas ordenanzas distinguen entre órganos unipersonales (pastor, doctor, obispo, diácono) y órganos pluripersonales (comisión doctrinal y consistorio, compuesto por seis pastores y doce ancianos). Estas ordenanzas recogen también los pecados capitales que condenan a la hoguera (pecados contra la fe, blasfemias contra Dios, idolatría y culto a los santos, espiritismo, fornicación y adulterio). De 1546 hasta su muerte, el 27 de mayo de 1564, fueron ejecutados más de 600 reos, entre ellos Miguel Servet (+1553).

Calvino fundó la Academia Teológica de Ginebra. A partir de la década de 1540, la extensión del calvinismo en Francia resulta inseparable de las luchas políticas. La política religiosa intenta mantener un equilibrio entre los dos partidos: el católico y el protestante. La tensión entre ambos provoca matanzas y represalias: en 1562 la masacre de Vassy contra los hugonotes, en 1567 la miquelada de Nimes contra los católicos, en 1572 la Noche de San Bartolomé contra los hugonotes. En 1598 el Edicto de Nantes establece la libertad de conciencia y de culto limitada a los hugonotes.

En la práctica el calvinismo tuvo gran influencia porque obrar y vivir en el temor de Dios se interpretaba precisamente como una señal de encontrarse entre los elegidos (predestinados) y una de las señales de esa predilección de Dios será el éxito económico y profesional, lo que conducirá a la moral del trabajo que caracteriza al calvinismo (Lorenzana, 132-143).

4. Los cinco puntos calvinistas

En el sínodo de Dort (1618-1619) se establecen estos cinco puntos calvinistas: “El hombre no puede buscar ni volver a Dios”, “Dios decidió quién será salvo. No es porque alguien crea, sino por ser escogido”, “la muerte de Cristo fue sólo para los escogidos”, “Dios hará que los escogidos crean y ellos pueden resistir ese llamado”, “los escogidos perseveran hasta el final”.

Cuando el economista y sociólogo alemán Max Weber, en su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1905), se refiere al protestantismo lo hace, en general, en su vertiente “puritana” o, como mucho, “calvinista”, raíz de la puritana. El autor se centra en lo que denomina “protestantismo ascético” y en el que  incluye calvinismo, pietismo, metodismo y baptismo. Define el espíritu del capitalismo como aquellos hábitos e ideas que favorecen el comportamiento racional para alcanzar el éxito económico.

En el siglo XVI el calvinismo se extiende por los Países Bajos, Francia, Inglaterra, Hungría, Lituania y Polonia. La emigración a Norteamérica llevó el calvinismo al Atlántico Medio de Estados Unidos y a Nueva Inglaterra, donde la mayor parte de los colonos fueron calvinistas. Incluía a los puritanos anglicanos, los hugonotes franceses, los colonos holandeses de la Nueva Ámsterdam y a los irlandeses-escoceses presbiterianos de los Montes Apalaches. Los colonos holandeses calvinistas fueron los primeros europeos que colonizaron África del Sur. En el siglo XXI el conjunto de las Iglesias calvinistas reúne a unos 75 millones de personas (Wikipedia).

  • Diálogo: ¿Conocemos mejor la reforma calvinista?, ¿qué luces y qué sombras encontramos?, ¿debe revisarse el primado de la sede romana?